Читать книгу Perros salvajes - Ian Rankin - Страница 16

9

Оглавление

Fox paró en un kiosco a comprar el periódico, se montó de nuevo en el coche y llamó a Siobhan Clarke, que respondió al sexto tono.

—Intenté localizarte anoche —dijo Fox mientras leía el titular de portada.

—Reconozco que tuve un día un poco ajetreado.

—¿Le pasaste la noticia a tu amiga Laura?

—Sí.

—Supongo que hoy también estarás ocupada.

—Lo cierto es que me alegro de que James acapare todo el protagonismo. Christine y yo vamos camino de Linlithgow. Estamos a punto de llegar.

—¿Ah, sí?

—¿Qué estás haciendo tú?

—¿Recuerdas los visitantes de los que te hablé, los de Gartcosh? Estoy ejerciendo más o menos de enlace.

—¿Maxtone te ha pedido que los vigiles?

—Algo así. Están en la ciudad porque unos gánsteres de Glasgow...

—Lo siento, Malcolm, no te oigo bien y tengo que empezar a buscar la salida.

—¿Hablamos más tarde, entonces?

Pero la llamada se había cortado. Fox apagó el teléfono y volvió a leer el artículo. Después dejó el periódico en el asiento del acompañante, encima de una gruesa carpeta. En Internet encontró abundante información sobre la familia Stark. La había impreso casi toda y se la había llevado a la cama, junto con una libreta de papel pautado. La esposa de Joe Stark había muerto joven, cosa que lo obligó a criar solo a su único hijo, Dennis. A juicio de Fox, Joe carecía de las aptitudes paternas más básicas. Estaba demasiado ocupado ampliando su imperio y consolidando su reputación como uno de los matones más despiadados de los bajos fondos de Glasgow, lo cual no era una hazaña menor teniendo en cuenta la competencia existente. Dennis había causado problemas desde sus primeros días en la escuela primaria. Acosado (y, lo que tal vez sea peor, despreciado) por su padre, él también se había convertido en un acosador. A ello contribuyó que hubiera crecido rápido y que hubiera desarrollado músculos para acompañar sus amenazas. En sus primeros años de adolescencia, un abogado astuto había impedido que cumpliera condena por un ataque delante de un campo de fútbol.

Había utilizado una navaja, similar al arma predilecta de Joe en los años setenta. Eso interesó a Fox: el hijo imitando al padre con la esperanza de ganarse su aprobación. Siendo veinteañero, Dennis había pasado un par de temporadas en la cárcel de Barlinnie, lo cual no solo apenas había servido para frenar sus excesos, sino que le había proporcionado nuevos aliados. Fox no había logrado averiguar mucho sobre su camarilla. La mayoría de los hombres de Joe tenían entre cincuenta y sesenta años, y protagonizaban con frecuencia las historias sobre los bajos fondos de Glasgow. Pero los compinches de Dennis eran una generación más joven y habían aprendido el arte del subterfugio. No aparecían en las portadas de los diarios y apenas figuraban en los archivos judiciales. De camino a St. Leonard’s, Fox se preguntó si, en caso de que le mostraran fotos, sabría detectar al policía infiltrado.

En la oficina solo estaba Alec Bell. En lugar de saludar, soltó un bostezo y removió el café.

—Ricky está durmiendo —explicó.

—¿Hizo el turno de noche? —aventuró Fox.

Bell asintió y se frotó los ojos.

—Pero no le gusta. Cabe una pequeña posibilidad de que Joe lo reconozca.

—¿Se conocen?

—En su día tuvieron un par de encontronazos. Pero sabiendo que Joe está en Glasgow ahora mismo...

—¿Compston cree que es seguro que participe en el dispositivo? —asintió Fox—. ¿Hay algo más que deba saber? —preguntó mientras colgaba el abrigo.

—La verdad es que no, a menos que conozcas un buen restaurante hindú. De momento, Glasgow gana de lejos a tu carísima ciudad.

—Lo pensaré. Entre tanto, me gustaría saber si tenéis informes sobre los Stark, algo con lo que pueda pasar el rato.

—Está casi todo en el ordenador.

—¿Hay fotos de la operación de vigilancia?

—¿Para qué las quieres?

Fox se encogió de hombros.

—Anoche me di cuenta de que no sé qué aspecto tiene su comitiva.

Bell se puso manos a la obra con el ordenador portátil e indicó a Fox que se acercara. Este se dirigió a la mesa y estudió la pantalla desde detrás de Bell.

—Ese es Joe —dijo Bell, utilizando el cursor para rodear la cara de Joe Stark. En la foto aparecía un grupo de hombres caminando por la acera—. El de la izquierda es Walter Grieve y el de la derecha Len Parker. Esos tres se conocen de toda la vida. Probablemente, Joe confía más en Walter y Len que en Dennis.

—¿Hay tensión entre padre e hijo?

—¿Sabes que el príncipe Carlos se ha pasado toda la vida esperando a tomar las riendas de la empresa?

—Pues donde dice Carlos, pon Dennis. —Fox asintió para indicar que lo entendía.

Estaba estudiando a Joe Stark. Por supuesto, indagando la noche anterior en Internet había visto muchas fotos suyas, pero esta era reciente. Tenía más arrugas, y el pelo, que llevaba peinado hacia atrás, era más ralo.

—Se parece un poco a Ray Reardon, ¿no? —comentó Alec Bell.

—¿El jugador de billar inglés? —Fox pensó en ello—. Es posible.

Aunque la verdad es que no les encontraba parecido. En los ojos de Ray Reardon siempre se apreciaba un destello. En el rostro de Joe Stark solo veía fría mezquindad.

Bell había minimizado la imagen y estaba escrutando las otras fotografías que tenía en pantalla. Hizo clic encima de una. Era el interior de un pub abarrotado y había cinco hombres sentados a una mesa.

—Son Dennis y sus hombres —dijo Bell, señalando a cada uno de ellos cuando mencionaba su nombre—. Bob Simpson, Callum Andrews, Jackie Dyson, Tommy Rae y el propio Dennis.

—No se parece mucho a su padre.

—Se parece a su madre, según dicen —contestó Bell.

—Es corpulento. ¿Va al gimnasio?

—Es adicto a las pesas. Consume todas las pociones y polvos de culturismo que existen.

—¿Lleva permanente o es rizo natural?

—Que yo sepa es de nacimiento.

—¿Has hablado con él alguna vez?

Bell sacudió la cabeza.

—No estaría en el equipo si lo hubiera hecho. No podemos permitir que nos descubra nadie de la banda de Stark.

—Eso no parece aplicable a tu jefe —observó Fox.

—Es una exoneración especial. Ricky presionó mucho para crear la Operación Júnior. —Bell volvió la cabeza y estudió a Fox—. Continúa —dijo—. Estás deseando preguntar.

—Bueno, si insistes. ¿Vuestro hombre es uno de los cuatro que están con Dennis?

—¿Tú qué crees?

—Ninguno tiene pinta de poli.

—¿Adónde llegaría nuestro hombre si la tuviera o si hablara o actuara como un policía?

—Imagino que no utiliza su verdadero nombre.

—Por supuesto que no.

—¿Y le habéis creado una vida por si alguien indaga?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo dices que lleva en la banda?

—Creo que no lo he dicho.

De repente, Bell se mostraba hermético. En lugar de abrir el resto de las fotos del álbum, bajó la tapa del portátil y bebió otro trago de café. Pero no pasaba nada. Ahora Fox tenía nombres. Cuando gozara de cierta privacidad, haría otra búsqueda en Internet por si acaso.

—¿Hay noticias de Glasgow? —preguntó mientras se dirigía al centro de la sala.

—Joe sigue allí.

—¿Se llevó con él a sus dos lugartenientes?

—Sí.

—Por tanto, ¿aquí solo quedan Dennis y sus cuatro hombres? ¿Tenéis idea de qué harán hoy?

—Buscar a Hamish Wright.

—¿Han pasado más tiempo aquí que en Aberdeen o Dundee?

—Eso parece.

—Podría significar algo. Quizá están convencidos de que está aquí.

—Quizá —reconoció Bell.

—¿Vuestro infiltrado no ha mencionado nada?

Bell lo miró con dureza.

—No tiene demasiadas oportunidades de ponernos al día.

—¿Cuándo fue la última vez que tuvisteis noticias suyas?

—Hace cinco días.

—¿Antes de que vinierais a Edimburgo?

—Eso es. Nos llamará cuando los Stark den caza a Wright, si es que eso ocurre.

—¿Cuánto hace que...?

—Joder, ya basta de preguntas, Fox. Ojalá no hubiera abierto nunca la boca.

—Pero lo hiciste. Yo creo que intentabas alardear delante de Rebus. ¿Voy bien?

—Piérdete.

—Es difícil hacerlo en mi propia oficina. —Fox extendió ambos brazos para reforzar su argumento—. Y anoche dejaste caer que vuestro topo lleva más de tres años infiltrado. —Se dio unos golpecitos en la frente—. Lo bueno de no beber es que suelo acordarme de las cosas.

—Entonces no habrás olvidado lo que te dijo Ricky el primer día: que estás de prueba. Y después de ese truquito tuyo acudiendo a Rebus a nuestras espaldas... —Bell meneó la cabeza lentamente—. ¿Cómo está tu padre, por cierto?

Fox entrecerró los ojos.

—¿Mi padre?

—Y tu hermana Jude. No estáis muy unidos, ¿verdad? —Bell sonrió maliciosamente—. Ricky necesitaba cerciorarse de que conocía al tipo de persona con la que estaba trabajando. Tu jefe vino con una biografía resumida. Si hubiera sido Ricky, habría facilitado detalles mínimos con algún que otro error garrafal. El inspector jefe fue mucho más servicial. Recuérdalo cuando redactes tu próximo informe. Algunos jefes son mejores que otros, y algunos equipos son equipos de verdad. Cuanto antes dejes de ejercer de chivato de Maxtone, antes lo descubrirás.

—¿Eso es un hecho?

—Piénsalo. Tú mismo dijiste que aquí estás solo un escalafón por encima de un paria. A lo mejor podemos ofrecerte algo mejor por una vez.

—¿Mejor que Angry Birds?

—Dejaré que juzgues tú mismo —respondió Bell, que levantó de nuevo la tapa del ordenador.

—Los periódicos lo llamaban la «trágica víctima de la lotería» —dijo Christine Esson—. Es como si la lotería hubiera acabado con él.

—Lo cual es cierto si alguien lo mató por su dinero —respondió Clarke.

La casa de ladrillo, con dos plantas y construida hacía poco, estaba rodeada de un muro alto y una verja eléctrica que habían dejado abierta. El camino era corto y llevaba a un aparcamiento circular asfaltado. A la derecha de la casa había un garaje con capacidad para tres vehículos. Clarke detuvo su Astra delante, junto a un BMW Serie 3 del que se apeó un hombre alisándose la corbata y abrochándose un botón del traje.

—¿Subinspector Grant? —preguntó Clarke. El hombre asintió—. Soy la inspectora Clarke, y esta es la agente Esson. Gracias por reunirse con nosotras.

—Ningún problema.

Grant volvió a meterse en el coche el tiempo suficiente para buscar una carpeta y ofrecérsela.

—Examen post mortem, datos de la escena del crimen y el informe forense.

—Se lo agradezco mucho. El caso sigue abierto, ¿verdad?

—Por supuesto.

—No soy periodista, Jim. Puede contarnos la verdad.

Grant esbozó una leve sonrisa.

—Supongo que no hay mucho más que podamos hacer. El equipo ha quedado recortado a mínimos. Hemos interrogado a todas las personas que se nos han ocurrido, hemos tanteado el terreno, hemos estudiado las cámaras de vigilancia del centro de la ciudad y las rutas de entrada y salida de Linlithgow...

—Más o menos lo mismo que hemos hecho en Edimburgo.

—Víctimas de renombre; es el único vínculo sólido que puedo ver.

—Y hombres que vivían solos —terció Esson.

—Pero Michael Tolland no era un solterón como lord Minton —repuso Grant—. Estuvo casado veinticinco años. Su mujer ya estaba enferma cuando ganó la lotería. Tenía cáncer de hígado. No vivió lo suficiente para disfrutar el premio, pero, después de su muerte, el marido extendió un cheque de seis cifras a la beneficencia.

—Entre eso y la casa no debía de quedarle mucho.

—Unas 275.000 libras.

—¿Tenían hijos?

Grant negó con la cabeza.

—Parece que se lo van a llevar todo los hijos de su hermana, que falleció hace ocho meses.

—Pese a las apariencias, no es la familia más afortunada del mundo.

Clarke estaba estudiando la parte delantera de la casa.

—¿Quieren entrar? —preguntó Grant, agitando un juego de llaves.

—Usted primero.

Aún había manchas de sangre en la moqueta beige. Clarke sacó las fotografías de la escena del crimen y se las enseñó a Esson. Al final del vestíbulo había un amplio salón, dominado por un enorme televisor y altavoces de sonido envolvente. Había unos cuantos ornamentos, pero no muchos, y una única fotografía enmarcada del matrimonio el día de su boda en el registro civil. Ella Tolland había trabajado como administradora del ayuntamiento. Era diez años más joven que su marido. En la imagen había logrado sonreír, pero tenía la boca cerrada, a diferencia de él, que enseñaba toda la dentadura y llevaba a la novia agarrada del brazo como si quisiera impedir que huyera.

—¿Eran un matrimonio feliz? —preguntó Clarke.

—No hay razón para pensar lo contrario. He incluido un DVD en la carpeta. Son un par de entrevistas que concedieron después de ganar la lotería.

—Gracias.

Grant las acompañó a la cocina y les enseñó dónde habían forzado la puerta, que había sido retirada como prueba y sustituida por algo más básico.

—Creemos que utilizaron una palanca o algo similar.

—¿Y es lo que usaron para atacar a la víctima?

—No se encontró ningún arma, así que solo podemos especular, pero el patólogo cree que encaja. Sin embargo, ¿comentaba usted por teléfono que en Edimburgo piensan que utilizaron un martillo?

—Ahora que ha mencionado la palanca, puede que nos lo replanteemos.

—¿No encontraron el arma?

—Hemos registrado las calles cercanas, jardines, contenedores de basura e incluso el puerto de Leith.

—Aquí igual. Mandamos a una docena de hombres a recorrer la carretera que va desde aquí hasta la autopista: campos, zanjas, de todo.

—¿Alguna idea, Christine? —dijo Clarke.

—¿El subinspector Grant está al corriente de la nota?

El propio Grant decidió responder

—Sí, pero aquí no encontramos nada parecido.

Clarke había abierto la nevera.

—No cocinaba mucho, ¿verdad?

—Por lo que nos han contado sus amistades, al parecer comía a menudo en el pub o compraba comida para llevar. —Grant abrió un cajón y sacó un montón de folletos de restaurantes—. Le gustaba la comida china e india, y no todos eran restaurantes de la ciudad. Pero bueno, si tienes dinero, la distancia no es problema.

—¿Han registrado la casa de arriba abajo? —preguntó Clarke—. Sería fácil que la nota pasara inadvertida.

—No me importaría dar otra pasada si mi jefe me facilita personal.

Clarke miró a Esson.

—¿Tú qué opinas?

—Creo que las posibilidades de que ambos casos guarden relación son escasas.

—¿Cómo de escasas?

—Prácticamente nulas. Tenemos dos víctimas sin ningún vínculo. No se conocían y se movían en círculos sociales muy diferentes.

Clarke estaba repasando el contenido de la carpeta.

—¿El señor Tolland nunca tuvo problemas con la ley? ¿Algún proceso judicial?

—Limpio como una patena, aunque me atrevería a decir que algunas de las personas a las que cuidaba no eran ajenas a las citaciones.

—¿A qué se refiere?

—Era trabajador social. Ayudaba a gente con problemas y ese tipo de cosas.

—¿Es posible que alguno le guardara resentimiento?

—Lord Minton nunca se ocupaba de ese tipo de casos —dijo Esson.

—A lo mejor sí que lo hacía tiempo atrás —respondió Clarke.

—Dudo que esto sea algo personal —afirmó Grant—. No es un ataque, sino un allanamiento de morada que salió mal.

—¿Y qué se llevaron? —preguntó Clarke, que cerró una vez más la carpeta—. Ni siquiera desaparecieron su ordenador portátil y su iPhone. Las tarjetas de crédito, el dinero y el reloj Breitling siguen aquí, igual que ocurrió en casa de lord Minton. ¿Por qué el autor no esperó a que la casa estuviera vacía? No había viviendas en casi un kilómetro a la redonda. Nadie podía oír nada. Por algún motivo, la víctima tiene que estar en casa. —Hizo una pausa—. ¿Quién encontró el cuerpo, por cierto?

—Un viejo amigo. Tolland debía asistir a un concurso en el pub, pero no se presentó. Era el capitán del equipo y se lo tomaba muy en serio. Al ver que no cogía el teléfono, el amigo vino aquí. La verja estaba cerrada, pero cuando se subió al muro vio que el televisor estaba encendido. Al final fue a la parte de atrás y encontró la puerta abierta.

—¿Cuánto hacía que eran amigos?

—Desde la escuela, creo.

—Tal vez deberían hablar otra vez con él. Si Tolland recibió algún tipo de amenaza, es posible que se lo comentara. Como mínimo debía de estar ansioso o malhumorado.

—De acuerdo —dijo Grant.

—En ese caso, creo que ya hemos terminado aquí. —Clarke estrechó la mano a Grant—. Y gracias de nuevo por reunirse con nosotras.

—Ha sido un placer —dijo Grant.

Mientras el Astra recorría el camino de entrada marcha atrás, Clarke preguntó a Esson qué pensaba.

—No es mi tipo. Seguramente se plancha los calzoncillos.

—Tiene cara de maniquí, ¿verdad? ¿Crees realmente que hablará otra vez con el amigo?

—Sí, pero solo porque así tendrá una excusa para volver a hablar con nosotras. Cuando te has dado la vuelta para abrir la nevera...

—¿Qué?

—Solo le ha faltado desnudarte con la mirada.

Clarke se ruborizó.

—Pensaba que le gustabas tú.

—Diría que hace tiempo que no está con una mujer. ¿Tiene tu número de móvil?

—Sí.

—Probablemente no será el próximo mensaje, sino el siguiente.

—¿Qué?

—Y no será sobre trabajo, créeme. —Clarke torció el gesto—. Si te gusta apostar, aceptaré gustosamente tu dinero —bromeó.

—¿El próximo mensaje no sino el siguiente? ¿Un mensaje y no una llamada?

—Veinte libras a que sucede una cosa o la otra.

—De acuerdo, veinte libras.

Clarke soltó el volante para estrechar la mano a su acompañante.

Perros salvajes

Подняться наверх