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—¿Por qué Fettes? —preguntó Fox aquella noche cuando se sentó frente a Clarke en un restaurante de Broughton Street—. No, déjame adivinar: ¿es para que refleje el estatus de Minton?

Clarke masticó y asintió.

—Si asoman la cabeza altos mandos o políticos, Fettes no tiene ni punto de comparación con Gayfield Square.

—Y es un sitio más agradable para una rueda de prensa. Vi a Page en el canal de noticias, pero a ti no.

—En mi opinión lo hizo bien.

—Si no fuera porque en un caso como este, que no haya noticias no son precisamente buenas noticias. Las primeras cuarenta y ocho horas son cruciales. —Fox se llevó el vaso de agua a los labios—. Quien lo haya hecho tiene que aparecer en nuestros registros, ¿no? ¿O es su primera vez? Eso podría explicar por qué la cagó.

Clarke asintió lentamente, evitando el contacto visual y sin mediar palabra. Fox dejó el vaso encima de la mesa.

—Me ocultas algo, Siobhan.

—Lo estamos manteniendo en secreto.

—¿Estáis manteniendo en secreto qué?

—Lo que no te estoy contando.

Fox esperó, mirándola fijamente. Clarke soltó el tenedor y volvió la cabeza a izquierda y derecha. En el restaurante, dos tercios de las mesas estaban vacías y nadie alcanzaba a oírlos. No obstante, bajó la voz y se inclinó hacia delante hasta situarse a solo unos centímetros del rostro de Fox.

—Había una nota.

—¿La dejó el asesino?

—Estaba escondida en la cartera de lord Minton. Puede que llevara allí días o semanas.

—Entonces, ¿no sabéis con seguridad si era del agresor? —Fox reflexionó al respecto—. De todos modos...

Clarke asintió de nuevo.

—Si Page se entera de que te lo he dicho...

—Entendido. —Fox se recostó en la silla y pinchó un trozo de zanahoria con el tenedor—. Pero esto complica las cosas.

—Dímelo a mí. O mejor no lo hagas. Cuéntame qué tal te ha ido el día.

—Ha llegado una gente de Gartcosh, salidos de la nada. Se han instalado esta tarde y Doug Maxtone está furioso.

—¿Conocemos a alguien?

—Todavía no nos han presentado. Al jefe no le han dicho por qué están aquí, aunque por lo visto le informarán por la mañana.

—¿Podría ser una investigación antiterrorista? —Fox se encogió de hombros—. ¿Son muchos?

—En el último recuento eran seis. Se han instalado en la sala del DIC, lo cual significa que hemos tenido que trasladarnos a una ratonera del pasillo. ¿Qué tal la merluza?

—Está buena.

Pero apenas la había tocado y se había concentrado en la jarra de vino blanco de la casa. Fox se sirvió más agua y vio que la copa de Clarke seguía llena.

—¿Qué decía la nota? —preguntó.

—Quien la escribió prometía matar a lord Minton por algo que había hecho.

—¿Y no era la letra de Minton?

—Estaba escrita en mayúsculas, pero no lo creo. Era un bolígrafo negro barato, no una estilográfica.

—Todo muy misterioso. ¿Crees que es la única nota?

—El equipo de registros llegará a la casa al amanecer. Ya estarían allí si Page hubiera podido organizarlo. Hay presupuesto para los siete días de la semana y todas las horas extra que sean necesarias.

—Tiempos felices.

Fox alzó la copa de agua. El teléfono de Clarke empezó a vibrar. Lo había dejado encima de la mesa, al lado de la copa de vino. Miró la pantalla y decidió contestar.

—Es Christine Esson —explicó a Fox al llevarse el teléfono a la oreja—. ¿No deberías estar descansando en casa, Christine? —Pero, mientras escuchaba, entrecerró un poco los ojos. Con la mano que le quedaba libre cogió la copa de vino como por instinto, pero ahora estaba vacía, al igual que la jarra—. De acuerdo —dijo al fin—. Gracias por avisar.

Clarke colgó y se dio unos golpecitos con el teléfono en los labios.

—¿Y bien? —dijo Fox.

—Han denunciado disparos en Merchiston. Christine acaba de enterarse por un amigo suyo que trabaja en la sala de control. Ha llamado alguien que vive en la misma calle. Un coche patrulla va de camino.

—A lo mejor era una vieja tartana petardeando.

—La persona que ha llamado ha oído cristales que se rompían, por lo visto en la ventana del salón. —Hizo una pausa—. La ventana de una casa que pertenece a un tal señor Cafferty.

—¿Big Ger Cafferty?

—El mismo.

—Interesante, ¿no te parece?

—Gracias a Dios que no estamos de servicio.

—Desde luego. Ni se te pase por la cabeza ir a echar un vistazo.

—Tienes razón.

Clarke cortó un trozo de merluza con el tenedor y Fox la estudió por encima del borde de la copa.

—¿A quién le toca pagar? —preguntó.

—A mí —respondió Clarke, que dejó el tenedor en el plato e hizo un gesto al camarero.

El coche patrulla estaba aparcado encima de la acera con la sirena encendida. Era una calle ancha bordeada de casas de la época victoriana tardía. Las puertas del camino que conducía a la casa de Cafferty estaban abiertas y había una furgoneta blanca. Un par de vecinos habían ido a curiosear. Parecían tener frío y probablemente volverían pronto a casa. Los dos agentes uniformados —un hombre y una mujer— eran conocidos de Clarke, que presentó a Fox y preguntó qué había ocurrido.

—Una mujer que vive enfrente ha oído un estruendo. Aparentemente también se ha producido un fogonazo y ruido de cristales rotos. La mujer se ha acercado a la ventana, pero no ha visto a nadie. Las luces del salón se han apagado, pero se ha dado cuenta de que la ventana estaba rota. Las cortinas estaban descorridas.

—No ha tardado nada en llamar a un cristalero.

Fox señaló con la cabeza hacia la casa de Cafferty, donde un hombre estaba tapando la ventana con una lámina de contrachapado.

—¿Qué dice el inquilino? —preguntó Clarke a los agentes.

—No abre la puerta. Dice que ha sido un accidente y niega que se oyera un disparo.

—¿Y cómo os lo ha dicho?

—Gritando por el buzón cuando intentábamos que nos abriera la puerta.

—Es Big Ger Cafferty. Una especie de gánster, o al menos lo era.

Clarke asintió y vio que a su lado había un perro —un tipo de terrier— olisqueándole la pierna. Clarke lo ahuyentó, pero el animal se sentó sobre las patas traseras y la miró con curiosidad.

—Debe de pertenecer a un vecino —dedujo uno de los agentes—. Cuando hemos llegado andaba arriba y abajo por la acera.

El agente se agachó a acariciar al perro detrás de la oreja.

—Comprobad el resto de la calle —dijo Clarke—. A ver si hay más testigos.

Clarke enfiló el camino hacia la puerta principal y se detuvo al lado del cristalero, que estaba clavando el tablón en el marco de la ventana.

—¿Todo bien por aquí? —preguntó.

Según vio, las cortinas del salón estaban corridas y la estancia a oscuras.

—Ya casi he terminado.

—Somos policías. ¿Podría contarnos qué ha pasado?

—Ha sido una rotura accidental. He tomado medidas y mañana estará como nuevo.

—¿Sabe que los vecinos dicen que esto lo ha hecho una bala?

—¿En Edimburgo?

El hombre sacudió la cabeza.

—Antes de marcharse tendrá que facilitar su información de contacto a mis compañeros.

—Ningún problema.

—¿Había trabajado antes para el señor Cafferty?

El hombre sacudió de nuevo la cabeza.

—Pero sabe quién es, ¿verdad? Entonces, no es descabellado que se haya producido un tiroteo...

—Me ha dicho que ha tropezado y se ha caído contra el cristal. Sucede a menudo.

—Imagino —terció Fox— que le habrá pagado bien para que viniera inmediatamente.

—En mi furgoneta pone «urgencias» porque me dedico a eso, a reparaciones de urgencia. Respuesta inmediata siempre que sea posible.

El hombre hundió el último clavo y evaluó su trabajo. Había una caja de herramientas en el suelo y un banco portátil, sobre el cual había serrado el tablón. En un recogedor estaban los fragmentos de cristal, los más grandes apilados unos encima de otros. Fox se había agachado a examinarlos; al levantarse, la mirada que lanzó a Clarke le indicó que no había visto nada relevante. Ella se volvió hacia la puerta, que parecía maciza, y pulsó el timbre media docena de veces. Al no hallar respuesta, se agachó a abrir el buzón.

—Soy la inspectora Clarke —dijo—. Siobhan Clarke. ¿Podemos hablar un momento, señor Cafferty?

—¡Vuelva con una orden judicial! —gritó una voz desde dentro.

Clarke se acercó al buzón y pudo ver una figura oscura en el pasillo.

—Ha hecho bien en apagar las luces —dijo—. Es un blanco más difícil. ¿Cree que volverán?

—¿De qué está hablando? ¿Ya ha vuelto a beber? Me han dicho que últimamente le ha cogido mucho cariño.

Clarke notó que la sangre le subía a las mejillas, pero logró contenerse al ver la reacción de Fox.

—Podría estar poniendo en peligro su vida y la de sus vecinos. Piénselo, por favor.

—Usted sueña. He chocado contra el cristal y se ha roto. Fin de la historia.

—Si lo que quiere es una orden judicial, puedo conseguir una.

—Pues lárguese y pídala. ¡Déjeme en paz!

Clarke soltó la solapa del buzón y se incorporó con la mirada clavada en Fox.

—Estás pensando que tenemos algo mejor que una orden judicial, ¿verdad? Adelante. —Señaló el teléfono que Clarke llevaba en la mano derecha—. Llámalo...

Perros salvajes

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