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El bar Oxford estaba casi vacío y John Rebus tenía la sala trasera para él solo. Estaba sentado en un rincón, desde donde divisaba la puerta. Era algo que uno aprendía siendo policía. Si entraba alguien que pudiera causar problemas, uno quería verlo con toda la antelación posible. Aunque Rebus no esperaba problemas, allí no.

Además, ya no era policía.

Hacía un mes de su jubilación. Al final se había ido discretamente, sin ostentaciones y rechazando la oferta de una copa con Clarke y Fox. Desde entonces, Siobhan lo había llamado varias veces con pretextos diversos, pero siempre había encontrado alguna excusa para no verla. Incluso Fox se había puesto en contacto con él. ¡Fox! Antiguo miembro de Asuntos Internos, un hombre que había intentado cazar a Rebus muchas veces, con torpes intentos por compartir cotilleos antes de ir al grano.

¿Cómo le iba a Rebus?

¿Lo llevaba bien?

¿Le apetecía que se vieran algún día?

—A la mierda —farfulló Rebus para sus adentros, y apuró su cuarta IPA.

Ya era hora de irse a casa. Cuatro eran muchas. Su médico le había dicho que lo dejara del todo y Rebus pidió una segunda opinión.

—También debería dejar de fumar —le había dicho el doctor.

Rebus sonrió al recordarlo, se levantó del banco y llevó el vaso vacío a la barra.

—¿Una para el camino? —le preguntó el camarero.

—Por hoy ya basta.

Pero, al salir, se detuvo a encender un cigarrillo. Quizá una más, ¿eh? Fuera hacía un frío espantoso y un viento que cortaba la respiración. Un pitillo rápido y de nuevo adentro. Había una chimenea de carbón. La veía por la ventana, sin compartir su calor con nadie ahora que él estaba fuera. Consultó el reloj. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Pasear por la calle? ¿Ir a casa en taxi, sentarse en el salón y pasar de los libros que había prometido leer? Escucharía música, tal vez se daría un baño y se acostaría. Su vida estaba convirtiéndose en una pista de CD en modo repetición. Cada día era igual al anterior.

Se había sentado un día a la mesa de la cocina a confeccionar una pequeña lista: hacerse socio de la biblioteca, explorar la ciudad, irse de vacaciones, ver películas, empezar a ir a conciertos. En el papel había un cerco de café y pronto lo arrugaría y lo tiraría a la basura. Lo que sí había hecho era organizar su colección de discos, y encontró varias docenas de álbumes que no ponía hacía años. Pero uno de los altavoces no funcionaba bien: los agudos iban y venían. Así que tendría que añadirlo a la lista, o empezar una nueva.

Redecorar.

Sustituir ventanas podridas.

Cuarto de baño nuevo.

Cama nueva.

Moqueta del vestíbulo.

—Sería más fácil un traslado —dijo a la calle vacía.

No hacía falta que tirara la ceniza del cigarrillo; ya lo hacía el viento por él. ¿Volver dentro o ir a casa en taxi? ¿Lanzar una moneda al aire?

Teléfono.

Lo sacó y miró la pantalla. Era Shiv, abreviatura de Siobhan, que no consentía que la llamaran así a la cara. Se planteó no responder, pero pulsó la pantalla y se llevó el aparato a la oreja.

—Interrumpes mi entrenamiento —protestó Rebus.

—¿Qué entrenamiento?

—Estoy pensando correr el maratón de Edimburgo.

—¿Veintiséis pubs, no es eso? Siento fastidiarte el programa.

—Voy a tener que colgar. Me está llamando alguien menos listillo por la otra línea.

—Perfecto. Pensé que podía interesarte saberlo...

—¿Saber qué? ¿Que la policía de Escocia está desmoronándose sin mí?

—Es tu viejo amigo Cafferty.

Rebus hizo una pausa y cambió de parecer.

—Continúa.

—Es posible que alguien le haya disparado.

—¿Está bien?

—Es difícil saberlo. No nos deja entrar.

—¿Dónde estáis?

—En su casa.

—Dadme quince minutos.

—Podemos pasar a recogerte...

Un taxi con la luz naranja encendida había doblado por Young Street. Rebus bajó de la acera y le indicó que parara.

—Quince minutos como máximo —le dijo a Clarke. Y colgó.

—¿Queréis que llame yo al timbre? —preguntó Fox.

Estaba en el escalón de entrada de la casa de Cafferty, flanqueado por Rebus y Clarke. El cristalero había desaparecido, y los agentes del coche patrulla seguían recabando información entre los vecinos. Habían apagado la luz azul parpadeante, que había sido sustituida por el brillo anaranjado de las farolas cercanas.

—Al parecer, quiere comunicarse pegando gritos por el buzón —añadió Clarke.

—Creo que podemos hacer algo mejor —dijo Rebus.

Buscó el número de Cafferty en su teléfono y esperó.

—Soy yo —dijo cuando atendió la llamada—. Estoy delante de la puerta y voy a entrar, así que puedes abrir o esperar a que rompa otra ventana y me cuele entre los destrozos. —Escuchó unos instantes con los ojos clavados en Clarke—. Solo yo. Entendido.

Clarke iba a protestar, pero Rebus sacudió la cabeza.

—Aquí hace un frío que pela, así que hagámoslo rápido y podremos irnos todos a casa. —Guardó el teléfono en el bolsillo y se encogió de hombros—. Yo puedo entrar, porque ya no soy policía.

—¿Eso ha dicho?

—No ha hecho falta.

—¿Has hablado con él últimamente? —añadió Fox.

—Al contrario de la opinión generalizada, no me paso el día confraternizando con gente como Big Ger.

—En su día sí.

—Puede que sea más interesante que otros que me vienen a la cabeza —le espetó Rebus.

Parecía que Fox iba a responder, pero en ese momento se abrió la puerta. Cafferty se encontraba detrás, prácticamente oculto en las sombras. Sin mediar palabra, Rebus entró y la puerta volvió a cerrarse. Siguió a Cafferty hasta el vestíbulo interior. Cafferty pasó por delante de la puerta del salón, que estaba cerrada, y entró en la cocina. Rebus no pensaba seguirle el juego, así que se dirigió al comedor y encendió la luz. Había estado allí antes, pero se habrían producido cambios: un tresillo de cuero negro y un gran televisor de pantalla plana encima de la chimenea. Las cortinas de la ventana voladiza estaban corridas y se disponía a abrirlas cuando entró Cafferty.

—Has recogido casi todos los cristales —comentó Rebus—. Aun así, yo no me arriesgaría a caminar descalzo. Pero al menos las tablas de madera son mejor que la moqueta. Los trozos de cristal son más fáciles de ver.

Con las manos en los bolsillos, se volvió hacia Cafferty. Ahora eran hombres mayores, con una constitución y un pasado similares. Si hubieran estado sentados en un pub, un mirón podría haberlos confundido con dos amigos que se conocen desde el colegio. Pero la historia era otra: peleas y situaciones al borde de la muerte, persecuciones y juicios. La última temporada de Cafferty en la cárcel se acortó porque le habían diagnosticado un cáncer, pero el paciente se recuperó milagrosamente una vez que fue puesto en libertad.

—Felicidades por tu jubilación —dijo Cafferty arrastrando las palabras—. No te acordaste de invitarme a la fiesta. Un momento... Tengo entendido que no la hubo. ¿No te quedan amigos suficientes para llenar siquiera la sala trasera del Ox?

Con gran afectación, Cafferty sacudió la cabeza en un gesto de comprensión.

—Entonces, ¿la bala no te ha alcanzado? —repuso Rebus—. Una lástima.

—Parece que todo el mundo está hablando de esa bala misteriosa.

—Ojalá aún tuviéramos pinchado tu teléfono. Estoy seguro de que minutos después estabas echando la caballería encima a todos los villanos de la ciudad.

—Mira a tu alrededor, Rebus. ¿Ves guardaespaldas? ¿Ves protección? Hace demasiado tiempo que estoy fuera del negocio como para tener enemigos.

—Es cierto que, de un modo u otro, mucha gente a la que odias ha muerto antes que tú. Aun así, los que quedan son suficientes para hacer una lista considerable.

Cafferty sonrió y señaló la puerta.

—Ven a la cocina. Voy a servir unas copas.

—Tomaré la mía aquí, gracias.

Cafferty suspiró, se encogió de hombros y se dio la vuelta. Rebus recorrió la habitación y se encontraba junto a la chimenea cuando volvió Cafferty. No era un trago excesivamente generoso, pero el olfato de Rebus le dijo que era whisky de malta. Bebió un sorbo y lo saboreó antes de tragarlo, mientras que Cafferty optó por engullir el suyo de un trago.

—¿Sigues nervioso? —aventuró Rebus—. No me extraña. Deduzco que no tenías las cortinas echadas. Probablemente creías que no las necesitabas. Hay un buen arbusto entre la casa y la acera. Pero eso significa que estaba en el jardín, justo delante. ¿Qué estabas haciendo? ¿Buscar el mando a distancia, quizá? En ese momento, el hombre no estaba a más de ocho o diez metros. Pero no podías verle: aquí había luz y fuera estaba oscuro. Sin embargo, por alguna razón ha fallado, lo cual significa que, o bien es una advertencia, o bien es un novato. —Rebus hizo una pausa—. ¿Qué opinas tú? A lo mejor ya conoces la respuesta.

Bebió otro trago de whisky y observó a Cafferty mientras se apoltronaba en el sofá de piel.

—Supongamos que alguien ha intentado asesinarme. ¿Crees que sería tan tonto como para quedarme quieto, que no habría salido por piernas?

—Es posible. Pero si no tienes ni idea de quiénes están detrás de esto, eso no te ayudará a encontrarlos. A lo mejor te has armado hasta los dientes, has pedido unos cuantos favores y estás haciendo tiempo hasta que lo intenten otra vez. Morris Gerald Cafferty preparado es una criatura muy distinta de la que han cogido desprevenida.

—Así que cuando te digo que había tomado una copa de más, que he tropezado y me he chocado contra la ventana...

—Tienes todo el derecho del mundo a mantener tu versión. Yo ya no soy policía; no puedo hacer absolutamente nada. Pero si crees que necesitas ayuda, Siobhan está fuera y yo de ti le confiaría la vida. Probablemente le confiaría incluso la mía.

—Lo tendré en cuenta. Por mi parte, espero no haber interrumpido lo que sea que hacen los polis como tú cuando cuelgan las botas.

—Normalmente nos pasamos el día recordando a la escoria que hemos metido en la cárcel.

—Y a los que escaparon también, qué duda cabe.

Cafferty volvió a ponerse en pie. Actuaba como un anciano, pero Rebus estaba convencido de que podía ser peligroso si se veía arrinconado o amenazado. Seguía teniendo la mirada dura y fría, unos ojos que reflejaban la inteligencia calculadora que se ocultaba detrás.

—Dile a Siobhan que se vaya a casa —le indicó Cafferty—. Y lo de ir puerta a puerta es una pérdida de tiempo y energía. Es solo una ventana rota. Es fácil de arreglar.

—Pero las cosas no son así, ¿verdad? —Rebus había seguido a Cafferty unos pasos, pero se detuvo junto a la pared opuesta a la ventana voladiza. Allí había un cuadro y, cuando Cafferty se volvió hacia él, Rebus lo tocó con la yema del dedo—. Este cuadro estaba allí —señaló otra pared con la cabeza—. Y ese pequeño estaba aquí. Se nota en las zonas donde la pintura es más clara. Eso significa que los han cambiado recientemente.

—Me gustan más así.

Cafferty tenía la mandíbula apretada. Rebus sonrió tímidamente, extendió los brazos y quitó el cuadro más grande de su alcayata. Cubría una muesca pequeña y casi circular en el yeso. Cerró un ojo y miró más de cerca.

—Has sacado la bala —comentó—. Nueve milímetros, ¿verdad? —Buscó el teléfono en el bolsillo—. ¿Te importa que haga una foto para mi álbum de recortes?

Pero Cafferty lo agarró del antebrazo.

—John, déjalo, ¿de acuerdo? —dijo—. Sé lo que me hago.

—Entonces cuéntame qué está pasando aquí.

Cafferty sacudió la cabeza y soltó el brazo de Rebus, que agarraba férreamente.

—Vete —dijo en un tono más suave—. Disfruta los días y las horas. Esto ya no es asunto tuyo.

—Entonces, ¿por qué me has dejado entrar?

—Ojalá no lo hubiera hecho. —Cafferty señaló el agujero—. Pensaba que estaba siendo inteligente.

—Ambos lo somos. Por eso hemos durado tanto.

—¿Piensas contárselo a Clarke? —preguntó, refiriéndose al agujero de bala.

—Puede. Y es posible que vaya a buscar esa orden judicial.

—Cosa que no te llevará a ningún sitio.

—Al menos el agujero descarta una teoría.

—¿Cuál?

—Que disparaste tú mismo la pistola desde aquí. —Rebus señaló la ventana con la cabeza—. A alguien que estaba ahí fuera.

—Menuda imaginación tienes.

Ambos se miraron y Rebus resopló ruidosamente.

—Supongo que es mejor que me vaya. Ya sabes dónde encontrarme si me necesitas.

Rebus colgó de nuevo el cuadro y aceptó la mano que le tendía Cafferty. Fuera, Clarke y Fox esperaban en el coche de este. Rebus se montó en la parte de atrás.

—¿Y bien? —preguntó Clarke.

—Hay un agujero de bala en la pared del fondo. La ha sacado y de momento no tiene ninguna intención de entregárnosla.

—¿Crees que sabe quién fue?

—Diría que no tiene ni idea. Eso es lo que le asusta.

—¿Y ahora qué?

—Ahora —dijo Rebus, que se inclinó hacia delante y dio una palmada en el hombro a Fox— me lleváis a casa.

—¿Estamos invitados a tomar café?

—Es un piso, no un puto bar. Cuando me dejéis, vosotros, que sois jóvenes, podéis terminar la noche donde más os apetezca. —Rebus miró al terrier, que observaba a los ocupantes del vehículo desde la acera con la cabeza inclinada—. ¿De quién es ese chucho?

—No lo sé. Los agentes han preguntado por aquí pero nadie ha echado en falta una mascota. No será de Cafferty, ¿verdad?

—Es poco probable. Las mascotas requieren cuidados y ese no es su estilo. —Rebus había sacado el tabaco del bolsillo—. ¿Os importa que fume?

—Sí —dijeron ambos al unísono.

El perro seguía observándolos cuando el coche inició la marcha. Rebus temía que empezara a seguirlos. Clarke se volvió hacia el asiento trasero.

—Estoy bien —le dijo Rebus—. Gracias por preguntar.

—Todavía no lo había hecho.

—No, pero estabas a punto.

—Me alegro de verte.

—Sí, yo también —dijo Rebus—. ¿Cabría la posibilidad de que Jackie Stewart pisara un poco el acelerador? En la meta hay un pitillo que lleva mi nombre...

En la cocina, Cafferty se sirvió otro whisky, añadió un poco de agua del grifo y lo apuró en dos tragos. Expulsó aire entre los dientes, dejó el vaso vacío encima de la mesa y se pasó las manos por la cara. La casa estaba cerrada con llave y había comprobado todas las puertas y ventanas. Del bolsillo sacó la bala, que estaba comprimida por el impacto. Era de nueve milímetros, tal como había conjeturado Rebus. En su día, Cafferty guardaba una pistola de ese calibre en la caja fuerte de la sala de estar, pero tuvo que deshacerse de ella. Dejó la bala deforme junto al vaso de whisky vacío, abrió un cajón y, al fondo, encontró lo que estaba buscando: la nota que alguien había dejado en el buzón unos días antes. La desdobló y volvió a leerla:

TE MATARÉ POR LO QUE HICISTE.

Pero ¿qué había hecho Cafferty? Cogió una silla, se sentó y empezó a pensar.

Perros salvajes

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