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3. CONFRONTACIONES

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La dependencia de las valencias en relación con el “devenir” es literal en el conocido texto de Baudelaire:

¿Cómo el padre único ha podido engendrar la dualidad, metamorfoseándose finalmente en una innumerable población de números? ¡Misterio! ¿La totalidad infinita de los números debe o puede concentrarse de nuevo en la unidad original? ¡Misterio!4.

Tales cuestiones están estrechamente ligadas al universo de lo sensible, del que emanan la foria y el devenir, tal como lo señala Cassirer:

Pues los contenidos inseparables de la percepción, en cuanto tales, no ofrecen ningún asidero ni punto de apoyo a ese pensamiento. No entran en ningún orden estable y general, no tienen ninguna cualidad verdaderamente unívoca, y si se toman en la inmediatez de su estar-ahí, se presentan más bien como un flujo inasible que se resiste a toda tentativa de distinguir en él “límites” exactos y claramente nítidos5.

El devenir de la intensidad, al producir y al distribuir estallidos y modulaciones, adquiere en cierto modo la forma de un ritmo. El devenir de la extensidad, al producir y al distribuir partes y totalidades, unidades y pluralidades, se caracteriza por la formación y deformación de configuraciones mereológicas. En relación con la distinción entre sujeto y objeto, particularmente en el acto perceptivo, podemos hacer la hipótesis de que las valencias de intensidad y de tempo caracterizan esencialmente el devenir sensible del sujeto, mientras que las valencias de extensidad y las configuraciones mereológicas que de ellas se desprenden, caracterizan el devenir sensible del objeto.

Las valencias subjetales determinan las condiciones del acceso al valor para el sujeto. Por ejemplo, el valor de la junción: como son de naturaleza esencialmente “rítmica”, pueden ser identificadas gracias al tempo y a la aspectualización de la captación o del intercambio. De esa forma, el “valor para el sujeto” se configura o se disuelve en la medida en que pueda o no modular la velocidad del proceso que termina en la junción: el generoso, por ejemplo, al adoptar el tempo justo, permite que otro aproveche los objetos de valor de los que él se desprende. El dilapidador, en cambio, gracias a la aceleración que introduce en la circulación de los objetos que abandona y disipa, pone en tela de juicio la existencia misma de dichos objetos y hasta el valor que subyace al intercambio.

Las valencias objetales determinan la morfología de las figuras-objetos, lo que las vuelve aptas para acoger investimientos axiológicos, sobre todo por su estructura mereológica. En efecto, las formas particulares de la dependencia y de la independencia que unen las partes del mundo sensible entre sí, preparan y determinan el tipo de valores que pueden ser investidos en ellas, así como los límites del campo disponible, incluido el nivel estético. De esa manera, el afán de “perfección” no indicará solamente una cierta concepción de lo bello, sino que podrá ser comprendido también como la manifestación discursiva de una valencia que atribuye a la autonomía sensible del objeto (ausencia de dependencias externas perceptibles) y a la clausura de la captación perceptiva, el estatuto de una condición previa al investimiento axiológico.

La profundización del concepto de valencia, que sigue actualmente en curso, podría conducir igualmente a un modus vivendi entre lo continuo y lo discontinuo: en una suerte de dialéctica entre estabilidad e inestabilidad. La discretización estabiliza las correlaciones entre las valencias, convirtiendo los límites que han aceptado, en fronteras de una categoría, con lo cual fijarían las contradicciones, y del mismo modo, convertirían las valencias inversas en contrariedades, y las valencias conversas en complementariedades. En el otro sentido, la desestabilización de las categorías y la preeminencia de los términos neutros y complejos en los discursos concretos, dan libre curso a las correlaciones tensivas, ya en la modalidad de la exclusión (términos neutros) ya en la modalidad de la participación (términos complejos). Trataremos de demostrar esta propuesta en el estudio consagrado a la categoría y al cuadrado semiótico.

Por otra parte, la extensión del concepto de valencia es tal que la actitud más prudente consistiría en examinar ante todo las categorías semióticas que escapan a su dominio. Elegiremos, no obstante, indicar las relaciones que existen entre la valencia y la cantidad, el sujeto y el objeto, respectivamente.

A la espera de una semiótica consistente del número y de la cantidad, resulta claro que la interacción incesante entre la valencia y esos operadores de gran envergadura que son la selección y la mezcla, prefigura uno de los capítulos de dicha semiótica. La selección y la mezcla son susceptibles de variar en términos de tonicidad: la selección es más o menos drástica, y la mezcla, más o menos homogénea. Llegamos así a la red siguiente, en la que se definen cuatro figuras de la cantidad:


La articulación semiótica de la cantidad es distinta de la génesis formalizada del número, que desarrollan los matemáticos. Pero hay en eso algo más importante: si se conjugan la cantidad y la intensidad, en ese caso el exceso y la carencia permiten pasar de un régimen tensivo a otro, dentro de cada categoría, es decir, de una valencia a otra:

• En una semiótica de la selección, el exceso permite ir de “todo” a “alguna cosa”, incluso a “nada”. Tal es la razón por la que hemos dudado al instalar en la primera casilla la nulidad y la unidad: si la selección alcanza su límite, no puede darse ni una sola ocurrencia. La lógica de la selección puede desembocar en el nihilismo integral. Señalemos, sin más, que los grandes ensayos sobre el fenómeno totalitario contemporáneo han demostrado hasta la saciedad que el fondo, o la forma acabada, del totalitarismo era el nihilismo. En la creación artística, esa superación del “todo” por el “nada” corresponde harto bien al “estilo semiótico” de Mallarmé, que se encamina hacia la nulidad, pasando por la inapreciable “rareza” de la unidad singular. En cambio, la carencia permite a nuestro imaginario considerar los comienzos como expansiones, como explosiones, como big bangs, que conducen, según nos dicen, de “nada” a “algo” y de “algo” a “todo”.

• En una semiótica de la mezcla, el exceso permite, en nombre de la “tolerancia”, de la “apertura”, del llamado “pluralismo”, pasar de la “diversidad” a la “universalidad”. El acento se desplaza de la diferencia (la desigualdad, en este caso) a la semejanza (la igualdad). La carencia, que restablece la “diversidad” a expensas de la “universalidad”, se pone en marcha cuando el fervor de las fraternizaciones entusiastas decae, lo que es cuestión de tiempo, como cualquiera puede sentirlo: el “estallido” no soporta la duración.

Examinemos ahora la relación entre la valencia y la pasión, considerada restrictivamente como una manera de ser del sujeto. Para descubrir la estructura de las valencias subyacentes a la “pasión”, vamos a doblar uno sobre otro los dos gradientes de la intensidad y de la extensidad, colocando frente a frente una “tensión mínima dividida” y una “tensión máxima indivisa”. Si admitimos que la pasión supone una relación con el objeto y una relación con los otros, dos profundidades son entonces afectadas. La profundidad de la fijación al objeto tiene como términos extremos el apego y el desapego: recurrimos a propósito al término freudiano, pues no se puede negar que el punto de vista económico en psicoanálisis tiene algo que ver con la valencia, en cuanto que modula “energías” semánticas y perceptivas. La pasión dirigida por una “tensión máxima indivisa” elige un objeto exclusivo, mientras que la multiplicación de objetos, disminuyendo las tensiones, se conjuga fácilmente con el “desapego”. La profundidad de la relación con el otro tendría por términos extremos una socialidad restringida, cuyo límite sería una intersubjetividad dual, y una socialidad ampliada, cercado por la “humanidad”, en el sentido de Auguste Comte.

El “apasionado”, en último término, es “asocial”, o solitario, aunque la respuesta a la pregunta “¿Puede Robinson en su isla tener acceso a la pasión?”, sea delicada de dar, después de las obras de R. Girard, a menos de imaginar que las escisiones modales internas del actor susciten una interacción entre varios roles, instaurando una suerte de diálogo entre “se” y “sí”. En el siglo XVII francés, el “hombre honesto”, es decir, aquel cuyo “trato” es agradable, se colocaba bajo el signo del “desapego”.

Sin embargo, afirmar que la socialidad del “apasionado” es restringida se puede prestar a confusión: hay que precisar que únicamente la sociabilidad del rol patémico es la que está aquí en juego, pues en el caso de Grandet, por ejemplo, Balzac muestra que, en calidad de avaro, él participa de una socialidad restringida —los avaros se barruntan y se comprenden sin frecuentarse y sin simpatizar entre sí: lo que Balzac llama la “fanc-masonería” de las pasiones—, pero desde el momento en que su avaricia no está directamente comprometida, él participa de una socialidad extendida, puesto que conoce a “todo” Saumur.

Volvemos a encontrar aquí el lazo de estructura entre la disminución de la tensión y su fraccionamiento. La estructura tensiva de los sujetos “apasionados” se deja aprehender por la conjugación de cuatro valencias: la intensidad, la extensidad, la relación con el objeto y la relación con otro. Asociando en el mismo gradiente vertical la primera y la tercera, en el gradiente horizontal la segunda y la cuarta, obtenemos el diagrama siguiente:


El lazo de dependencia entre las valencias propiamente tensivas y las valencias sociales vale también para los actantes colectivos homogéneos: el fanático de ayer, el totalitario de hoy comportan un “apego” extremadamente fuerte y una socialidad que tiende a la “nulidad”, lo cual los conduce a considerar sin importancia la liquidación física de los adversarios que ellos mismos se han creado.

Finalmente, el juego de las valencias interesa también al tratamiento de los objetos, por más de un motivo; sin embargo, nos limitaremos aquí a las relaciones de compatibilidad entre objetos, tomando como modelo el de la intersubjetividad. También en ese caso, la intervención de los operadores de la selección y de la mezcla permiten formular las articulaciones elementales. En la deixis de la selección, los objetos pueden ser declarados incompatibles o mal combinados. Las diferentes figuras que pueden presentarse dependen igualmente, como aparece de inmediato, de la competencia de un sujeto de la selección o de la mezcla, el cual puede o no puede, debe o no debe reunir o separar los objetos. El cuadrado semiótico correspondiente sería el siguiente:


La importancia atribuida a la selección y a la mezcla decide, respectivamente, los ambientes en los que los sujetos se proyectan y se reconocen. Un ejemplo apenas imaginario permitirá fijar estas ideas: en la perspectiva exclusiva de la selección, una biblioteca high tech y una cómoda Luis XV son inconcebibles en un conjunto (son “incompatibles” o en último término, mal combinadas), mientras que, en la perspectiva de la mezcla, la yuxtaposición de esos dos muebles será evaluada y sentida como “muy chic” y como “audaz”, en la medida en que sean considerados como “compatibles”. Los estilos propios de los valores están, pues, determinados por sus regímenes de valencias. Es posible pensar que, en la perspectiva de la mezcla, un salón amueblado completamente en estilo Luis XV o en estilo high tech sería evaluado como “aburrido”, como “desvaído”, por cuanto, en ese conjunto, la mezcla sería nula. Las evaluaciones estéticas y éticas, así como sus correlatos emocionales, indican aquí claramente que las valencias son el soporte de las axiologías, y que la pertinencia de los “estilos” reposa sobre todo en ellas y no en los valores propiamente dichos.

Tensión y significación

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