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Prólogo a la segunda edición

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I.– La obra que tengo el honor de prologar es la mejor muestra de que la teoría y la práctica del derecho no pueden seguir siendo caminos que discurren en paralelo. Jaime Campaner es un claro ejemplo de que la escisión entre el mundo de la teoría y el día a día de los tribunales de justicia es artificiosa.

El autor de esta monografía es un magnífico Abogado. Hago esta afirmación desde la atalaya privilegiada que me concede la Sala Penal del Tribunal Supremo. El recurso de casación es un inmejorable vehículo para valorar la pericia jurídica del profesional que lo suscribe. Soy conocedor, por tanto, de la capacidad de Jaime Campaner para dar forma a una impugnación rodeada de requerimientos técnicos que no siempre se hacen visibles en otros escritos de interposición.

Pero la indudable pericia práctica del autor de esta monografía no es ajena, desde luego, a una más que sólida formación dogmática. Las páginas que siguen a estas líneas son expresivas del dominio de los principios y categorías del derecho procesal.

Ese elogiable equilibrio entre las habilidades prácticas y los conceptos académicos está presente en el desarrollo de todos y cada uno de los epígrafes que integran esta monografía. Y permite a su autor un enfoque de tono crítico que sirve de llamada de atención a lo que considera un preocupante proceso evolutivo hacia concepciones que dan la espalda al mandato del art. 11 de la LOPJ. La obra que tiene el lector en sus manos denuncia la deriva de la jurisprudencia más reciente a la hora de interpretar y aplicar lo que debería ser la incontrovertible falta de eficacia directa e indirecta de toda prueba obtenida con vulneración de los derechos fundamentales.

II.– No es difícil coincidir con muchas de las premisas que maneja el profesor Campaner para fundamentar sus conclusiones. El buen estilo de su escritura y la fineza argumental de la que hace gala refuerzan las razones para la identificación con buena parte de sus planteamientos.

Sin embargo, para adherirme incondicionalmente a sus propuestas tendría que prescindir del impacto que el enjuiciamiento de algunos casos ha suscitado en la Sala Penal del Tribunal Supremo. La singularidad de los supuestos de hecho a los que hemos tenido que hacer frente ha conducido, no a una ruptura con las bases de una tradición jurídica que ha contribuido a dignificar la vigencia del derecho a un proceso con todas las garantías, pero sí a la necesidad de sustraernos a una inercia analítica que no ofrecía soluciones aceptables.

En efecto, el estado actual de la jurisprudencia de la Sala Segunda no puede entenderse sin la evolución, en ocasiones zigzagueante, que esta materia ha experimentado en numerosas resoluciones que –todo hay que decirlo– se enriquecían con la aportación de votos particulares de más que apreciable técnica jurídica.

Y no es fácil, desde luego, mantener una concepción rectilínea en una materia sobre la que convergen intereses de muy distinto signo.

De una parte, la histórica querencia del Estado a obtener el castigo del culpable como fórmula de expiación del delito y, al mismo tiempo, como mensaje de prevención general dirigido a todos los ciudadanos. Ese propósito retributivo cuenta además con el respaldo de un sector mayoritario de la sociedad, que no es ajeno a un sentimiento atávico de venganza. La reivindicación de seguridad frente a amenazas hasta ahora desconocidas está reforzando la aspiración colectiva de castigo.

Pero el designio estatal que busca hacer realidad, siempre y en todo caso, el castigo del culpable y el compartido deseo de retribución por el delito cometido, tienen que enfrentarse a unos límites que definen los presupuestos de legitimidad del ejercicio del ius puniendi. Entre esos límites se encuentra una idea tan elemental como que no todo vale en la búsqueda de la verdad. Así fue proclamado por la jurisprudencia del Tribunal Supremo en una locución de obligada cita: “la verdad real no puede obtenerse a cualquier precio” (cfr. ATS 18 de junio de 1992 –rec. 610/1990–). Y así fue introducido por la LO 6/1985, 1 de julio, en su art. 11, según el cual, “no surtirán efecto las pruebas obtenidas, directa o indirectamente, violentando los derechos o libertades fundamentales”.

La búsqueda de ese punto de equilibrio entre la aspiración colectiva de castigo y el respeto a los principios que dan legitimidad al proceso penal no ha sido nunca un objetivo fácil. Sobre todo, en una sociedad como la nuestra, que llega a vivir como un auténtico fracaso colectivo una sentencia absolutoria respecto de aquel que ha sido tratado por todos, antes del juicio, como culpable. Una ciudadanía, en fin, que se moviliza frente a una calificación jurídica que la opinión pública considera excesivamente benévola.

Y en ese desafío se encuentra actualmente la jurisdicción penal, que ha tenido que hacer frente a nuevas realidades que, se quiera o no, han obligado a modular el discurso tradicional del tratamiento jurídico de pruebas que, en su forma de generación, han podido erosionar alguno de los derechos constitucionales de quien luego es objeto de investigación y enjuiciamiento.

El reciente enjuiciamiento de casos muy concretos y singulares ha situado al Tribunal Supremo ante un escenario, hasta ahora inédito, que ha redefinido los términos del juicio ponderativo sobre la regla de exclusión, tal y como venía entendiéndose hasta hace bien poco.

La ilícita sustracción de un fichero automatizado de datos sobre defraudadores de la hacienda pública, luego recuperado por las autoridades policiales de otro país, suscitó la duda acerca de la validez probatoria de una información que había sido obtenida a partir de un hecho delictivo inicial. Se trataba, pues, de responder al interrogante de si el empleado de la banca suiza que, violentando sus deberes de confidencialidad, se hacía con datos que sirvieron para probar la comisión de centenares de delitos fiscales en España, habría proporcionado –o no– a las autoridades fiscales un material susceptible de valoración como prueba.

Otros supuestos han hecho dudar también de la solidez del histórico entendimiento de las reglas de exclusión. Se trata de casos ligados a la compartida utilización en el ámbito familiar de dispositivos de almacenamiento masivo que, en un momento determinado, ofrecen a uno de los usuarios, sin autorización del otro, las pruebas gráficas de graves sevicias que tienen por víctima, en la mayoría de las ocasiones, a menores de edad. Estos casos coexisten con otros en los que un progenitor, en el ejercicio de los deberes impuestos por la patria potestad, se adentra en los archivos informáticos de su hijo adolescente y descubre fotografías o vídeos que acreditan que está siendo víctima de una red de explotación de la infancia.

Son ejemplos de esta naturaleza los que han tenido que ser abordados por los tribunales, dando paso, no al abandono de los conceptos históricos, sino a un entendimiento matizado de los términos en los que deben balancearse esos valores en juego.

El Tribunal Supremo ha llegado a la conclusión de que no pueden ser asimilados y sometidos al mismo tratamiento jurídico aquellos casos en los que es el Estado el que pretende burlar las garantías que definen el derecho a un juicio justo, frente a aquellos otros en los que es un particular, totalmente ajeno a la estructura estatal, quien obtiene fuentes probatorias que luego van a permitir acreditar, sin la premeditada búsqueda de una situación procesal de ventaja, el hecho objeto de investigación.

Ésta es la idea que nutre la doctrina sentada por la STS 116/2017, 23 de febrero –caso Falciani, luego avalada por la STC 97/2019, 16 de julio– que da un paso decisivo en la tímida línea que apuntaban anteriores precedentes y que ha inspirado la solución de otros recursos en los que un particular, sin conexión con las autoridades policiales, proporcionaba las pruebas indispensables para respaldar el juicio de autoría (cfr. SSTS 311/2018, 27 de junio –caso Guateque–; 54/2019, 6 de febrero; 489/2018, 23 de octubre; 667/2018, 19 de diciembre, por citar los más destacados).

III.– El profesor Campaner se detiene en el análisis del efecto negativo derivado de esa evolución. Se refiere al impacto psicológico que sobre los jueces puede tener la valoración de pruebas ilícitas que condicionan el desenlace de un proceso. Y subraya el pernicioso efecto de la no expulsión anticipada de esas pruebas, que coloca a los integrantes del órgano decisorio en una difícil situación, que subvierte el significado de la función jurisdiccional y les lleva a asumir un tarea de remiendo o, lo que es lo mismo, una metodología de convalidación de pruebas que nunca debieron haber sido integradas en el material probatorio.

Lamenta también la acrítica importación de la jurisprudencia norteamericana que el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo han hecho en esta materia, sin tener en cuenta la falta de semejanza entre nuestro sistema y el que inspiró la doctrina de las reglas de exclusión. Alude así a “una ‘norteamericanización’ de la concepción de la regla de exclusión por parte de nuestros jueces y tribunales, cuyo origen se encuentra en una errónea equiparación entre ordenamientos jurídicos”

Es también patente el desacuerdo del autor con el primer volantazo que representó en la jurisprudencia constitucional la doctrina de la desconexión de antijuridicidad. Y advierte de la paradoja que representa que la doctrina de la Sala Penal del Tribunal Supremo se sitúe más allá de los propios términos en que esa doctrina fue dibujada por el Tribunal Constitucional, sobre todo, cuando se trata de resolver acerca del valor probatorio de la confesión del acusado cuando ha sido víctima de una injerencia en su derecho a la inviolabilidad de las comunicaciones y, pese a todo, confiesa su autoría.

Censura el autor, a partir de su experiencia diaria que “…las probabilidades de que un detenido puesto a disposición judicial sea ingresado en prisión preventiva se incrementan sensiblemente si hace uso de su legítimo derecho a guardar silencio. Con ello, aunque sea de forma indirecta, el detenido se encuentra condicionado a declarar, aunque el material probatorio obtenido en su contra pudiera considerarse ilícito y, con ello, a su pesar, a ‘sanar’ la eventual ilicitud probatoria. Una correcta asistencia letrada se enfrenta en semejante situación al dilema de aconsejar el silencio o de tratar de que su defendido recobre la libertad cuanto antes”.

Y pone asimismo el acento en la necesidad de reaccionar frente al tratamiento de la jurisprudencia a lo que se vienen llamando las manifestaciones espontáneas de los investigados ante agentes policiales.

IV.– No tengo ninguna duda de que la monografía que tengo el honor de prologar va a definir un antes y un después en el tratamiento dogmático de una materia tan controvertida. Cuenta entre sus méritos el que, a diferencia de lo que en otras ocasiones se ofrece al lector, no estamos ante una exposición adhesiva a la jurisprudencia constitucional y del Tribunal Supremo. Antes al contrario, el tono crítico late en todos los capítulos que integran la estructura de este libro.

Siempre he pensado que el motor más idóneo para hacer evolucionar la jurisprudencia es precisamente la fundada e inteligente expresión del desacuerdo con ella. Ese camino es el que ha transitado el profesor Campaner. Por ello le deseo todo el éxito y el reconocimiento que siguen a la publicación de una magnífica obra.

Manuel Marchena Gómez

Magistrado del Tribunal Supremo

Presidente Sala Penal

La confesión precedida de la obtención inconstitucional de fuentes de prueba

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