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La voz grabada del vagón anunció que se venía la estación subterránea próxima al Campo D, era tiempo de volver a la superficie.

Ya en el exterior anduvo a pie el último tramo hasta el centro de detención, que asomó al cabo de unos minutos al fondo de la avenida, cuando cruzaba junto a la población vecina: una casona de dos pisos insinuándose entre los árboles, encerrada tras un patio enrejado.

A esa distancia advirtió las torretas de vigilancia en cada esquina, como dos buitres encogidos en su rama –en el patio trasero debía haber otras dos–, indiferentes a lo que ahora ocurría en el patio, pues ya no debían rastrear con sus ojos filosos de luz a quien anduviera a deshoras en el exterior y mucho menos acribillarlo sin previo aviso.

En la vereda de enfrente estaba la población adyacente al centro, con la cuota habitual de grifos goteando su contenido lodoso y perros rascándose al aire libre, y un niño pequeñito jugando con un trompo de madera, arrojándolo con metódica obsesión a la vereda con salpicaduras y en mal estado, intentando en vano hacerlo girar en esa cancha dispareja. Ajeno, para mayor alegría suya, al escenario circundante.

Al llegar junto al portón enrejado, Larrondo se paró a escudriñar la casona, que era de estilo colonial y con barrotes en las ventanas y estaba envuelta en un silencio inquietante. Ahora se le antojó un animal dormido en la maleza e impredecible en sus reacciones, henchido de los cuerpos que le habrían sido suministrados a diario en aquella época, cuando aún bullía de actividad. El muy temido Campo D, permeado todavía del pavor que inspiraba entonces, cesado en sus funciones en 1980 y abocado, a contar de allí, a llenarse de telarañas. Hasta que el Ministerio de Información se había resuelto, veinticinco años después, a convertirlo en un memorial.

A su derecha había un timbre, aunque le pareció extraño llamar al timbre de un antiguo centro de detención (¿estaría allí cuando el centro funcionaba?). Luego oyó abrirse la puerta en el frontis y apareció en el umbral la que debía ser la arquitecta, una mujer de cabello rizado y estilo agreste, sin maquillaje, con jeans y sweater de cuello subido, viniendo ahora hacia la reja y buscando a la par la llave del portón en el manojo que traía consigo. Con cierto halo de solemnidad en sus gestos, casi parecía una prolongación de la chica que lo había llevado a Sachsenhausen, aunque era desde luego mayor, pues ella debía estar a medio camino en la treintena. A diferencia de él mismo, que estaba a medio camino en la cincuentena, aunque eso ya era un punto en común: los dos a medio camino de algo.

–¿Llegaste hace poco? –le preguntó ella al arribar al fin hasta el portón, buscando aún la llave en el manojo.

–Dos minutos –la tranquilizó él.

–¡Menos mal! Es que este timbre funciona cuando se le da la gana.

–No hay apuro –dijo Larrondo.

Tras probar, ella, un par de llaves, la chapa acabó cediendo y el portón se abrió al fin.

–Adelante –lo invitó ella e impulsó por sí misma la reja portentosa para cerrarla a espaldas de ambos. Luego se adelantó en el sendero para ir en cabeza, como haciendo valer desde ya su condición de anfitriona y los varios días adicionales que llevaba en el lugar–. No hay nadie más aquí, de momento, salvo el jardinero y su esposa… ¿Tú eres el escritor, no?

–Larrondo, sí. Álvaro, para más señas.

–¿Y vas a hacer la crónica de todo esto?

–Es la idea.

–Bueno, yo soy la arquitecta –dijo ella parándose en el sendero y le tendió la mano–. Svetlana Braun, un gusto.

–Encantado –dijo él estrechándosela–. No es un nombre muy habitual, ¿no?

–¿Svetlana? No. Fue idea de mis padres.

–Gente de izquierda, me imagino.

–Muy –corroboró ella.

–¿De esa que le rendía homenaje a la madre Rusia al bautizar a sus hijos?

–Justamente –confirmó ella y sonrió por primera vez–. Para subirnos al carro de la historia con ellos, como decían.

–¿Y tú te subiste?

–No sé, era muy chica cuando ese carro circulaba. ¡Tenía cinco años para el golpe! Después lo he entendido todo mejor, su postura tan inflexible.

–¿De tus padres?

Ella asintió pensativa. Estaban aún parados en el sendero.

–Y ahora estás a cargo de remodelar este dinosaurio –dijo él para romper el silencio.

–Es la idea, sí. Aunque no sé si se pueda remodelarlo en un sentido estricto –entrecomilló el verbo con los dedos y en el aire.

–¿Por qué? ¿Está muy deteriorado?

–No es eso –dijo ella–. Ya lo notarás tú mismo, cuesta explicarlo. Es algo que se siente al cruzar el umbral, como un dolor agazapado en algún rincón –al decir esto se tocó el lugar del corazón–. Suena muy teatral, ¿o no?

–Para nada. Comprensible, más bien.

A unos pasos de la puerta de entrada a la casa, se detuvieron a examinar la fachada y el muro descascarado en varios puntos, los cristales rotos o incluso ausentes en algunas ventanas, todo envuelto en el mismo silencio de antes. Larrondo recordó en ese punto la foto del dossier, esa figura extraña que había en una ventana de la planta baja y que ahora no estaba, ningún funcionario despistado sorprendido allí por la cámara.

–Había un gato aquí antes –acotó ella pensativa, sin solución de continuidad–. El Larry.

–¿Así se llamaba?

–Monge dice que sí… Monge es el jardinero.

Su alusión al gato sugirió a Larrondo algo como una ausencia, el dolor de esa ausencia, incubándose en su interior, aunque llevaba apenas una semana en el lugar.

–¿Un gato de esa época? –buscó precisar él–. ¿La de la dictadura?

–Sí, claro –precisó ella–. Monge dice que anda todavía por ahí.

–Pero tendría que estar muy viejo, ¿no?, si fuera el mismo gato. Es improbable, los gatos no viven tanto… ¿Y cómo es?

–No lo he visto hasta aquí. Anda desaparecido el muy enigmático Larry.

Hubo una pausa en que los dos miraron a su alrededor como buscando al Larry.

–¿Y quién le puso ese nombre? –insistió Larrondo para sumarse desde ya, y de algún modo, a su nostalgia tan apreciable, aspirando de paso el aroma reconfortante del terreno recién humedecido por la manguera a un costado de la entrada.

–Puede que Monge lo sepa, él o doña Ema. Doña Ema es su esposa, viven los dos en una casita ahí al fondo –le indicó con un gesto del mentón el patio trasero–. Llegaron a hacerse cargo hace como un año. O poco más… ¿Entramos?

Ella había instalado su propio despacho en la pieza de servicio junto a la cocina, con vistas al patio de atrás, y le señaló que él podía usar una habitación a la izquierda del vestíbulo. Incluso se la había acondicionado un poco el día previo.

–Eres muy gentil –dijo él–. La tomo.

–Entiendo que era el despacho de Prada, ojalá no te importe.

–¿Ah, sí? ¿Del milico que dirigía esto? –se sorprendió él.

Ella asintió en silencio. Él se encogió de hombros:

–No hay drama, puede que hasta me sirva de inspiración.

Ella se dispuso entonces a volver a su despacho.

–Te dejo entonces, para que te vayas aclimatando.

No quedaban rastros en su nuevo despacho del antiguo responsable del centro, solo un escritorio pequeño y una lámpara de aluminio que Svetlana había subido desde el sótano, según le comentó después. La ventana miraba al patio delantero y durante el día entraba suficiente luz, ni siquiera debería utilizar mucho la lámpara cuando viniera a trabajar allí.

Sobre el escritorio lo esperaba un fajo adicional de documentos enviados por Beregovic esa mañana. Él pospuso la lectura y el examen de ellos para después y decidió mejor ir a recorrer el lugar, partiendo por la entrada y yendo de ahí al salón, al final de un corredor. Un salón despojado del mobiliario (¿habría algún mobiliario hogareño en un centro de detención?). A la izquierda y junto al salón, más allá de la mampara divisoria, estaba el comedor, donde sí había una mesa alargada con sus sillas, seis en total.

Enseguida volvió al sector de la entrada y subió al segundo piso, donde todo cambió y se volvió sintomático: la escalera concluía en un rellano mal iluminado y de allí partía hacia el fondo otro corredor, ese que había visto en el dossier, hasta una puerta acristalada al final. A ambos lados se sucedían varias habitaciones y puertas cerradas –las celdas colectivas–, que fue abriendo una a una en su avance para echar una ojeada fugaz al interior. En alguna hasta comprobó rastros de lo que parecía sangre, varias manchas encostradas en el parqué, y en otra el nombre aquel, «H. RIQUELME», que había visto en el dossier (¿quién habría sido el tal Riquelme? ¿Sería posible dar con él o sus restos, traerlo de vuelta de la nebulosa que lo habría devorado con los demás…?)

Más allá de las puertas en secuencia, allí donde concluía el parqué y era sustituido por baldosas, había a cada lado varios compartimientos fabricados de manera apresurada –eso era evidente– y en madera, dos hileras de cubículos construidos uno sobre el otro. Eran las celdas individuales, separadas entre sí por un tabique intermedio que hacía de techo para el prisionero de abajo y piso para el de arriba. Las celdas en que permanecían los detenidos días enteros, sin posibilidades de estirarse en su interior.

En ellas advirtió nuevos rastros de sangre oscurecida por el tiempo, ahora en los tabiques. Un sinfín de manchas fusionadas con la madera, el reguero probable de uno o varios prisioneros llevados a su límite (¿habría alguno que no lo hubiera sido?). Le sorprendió comprobar esas huellas todavía allí, era extraño que sus causantes tan arbitrarios no las hubieran limpiado antes de marcharse, aunque tal vez hubiera sido un gesto deliberado. Algo como una advertencia a las generaciones futuras, para instruirlas en sus procedimientos y disuadirlas de cualquier propósito insurreccional.

Había en todas las celdas un olor incisivo, a hongos y humedad, y un aroma que parecía retenido desde hacía años entre esas paredes, como un vestigio del animal humano reducido allí, entre ellas, a su condición más vulnerable o hasta enfrentado a sus horas finales. En el pasillo, la fragancia era otra y reinaba el que tal vez fuera el rastro violento de quienes mantenían allí cautivo a ese animal para extraerlo cada tanto del cubículo y ensayar con él sus métodos de persuasión. Era el mismo olor que había sentido en Sachsenhausen, parecido al olor de los cementerios; un aroma tenaz, como a materia orgánica degradada, que aún anidaba en las celdas.

El pasillo concluía en la puerta acristalada en su extremo, que daba paso a la terraza. Antes de salir al balcón, se volvió a mirar el rellano en el extremo opuesto.

Entonces ocurrió de nuevo, tuvo la sensación abrumadora de que allí había alguien, oculto en las sombras, atento desde ese extremo a sus pasos; una figura corpulenta y de rostro indefinido, como el espectro aquel que había creído ver en las cercanías de Sachsenhausen, pero tampoco ahora llegó a corroborarlo: cuando miró de nuevo entrecerrando los párpados, ya no estaba.

Resolvió salir mejor al balcón a despejarse un poco.

Svetlana llegó instantes después y se lo encontró fumando, acodado en la balaustrada.

–¿Ya lo has visto? –le preguntó extrayendo su propia cajetilla.

Él asintió y le dio fuego con su encendedor.

–La primera impresión es la que cuesta –complementó ella expulsando el humo–. Con los días se va uno acostumbrando, ¡qué horror!

–¿Todo esto?

–No, que se vaya uno acostumbrando.

Él asintió de nuevo en silencio.

–Doña Ema ha venido desde el fondo a cocinar, como todos los días –le informó ella en una vena más jovial–. Está incluido en el presupuesto, por si acaso, ¡almuerzo diario!, en caso de que te interese.

–Será la próxima vez, mañana o pasado.

–Como prefieras –dijo ella y apagó el cigarrillo recién encendido bajo la balaustrada, para volver enseguida al interior.

Larrondo la intuyó deseosa de un interlocutor y alguien con quien compartir sus ansiedades en fase de incubación. Había algo adolescente en su actitud y sus gestos, pero no era disonante con su edad, una mujer en la treintena y madre a su vez de un adolescente, según le contaría días después, sin darle mayores detalles del chico o de su padre, solo que estaba ausente desde antes que el hijo naciera. Parecía –ese aire adolescente– su forma más razonable de lidiar con su maternidad a solas u otros recuerdos perturbadores, como el de su madre detenida en los días del golpe y luego devuelta en condiciones aborrecibles, según lo había sugerido Beregovic en su entrevista del Ministerio. Era una mujer todavía joven, la propia Svetlana, buscando reformular todas esas cosas en su interior, sorteando de algún modo la desazón por la vía de preservar un barniz adolescente en sus gestos.

Larrondo permaneció unos minutos en la terraza respirando el aire polucionado del extrarradio urbano y observando a un grupo de niños que jugaba a algo indiscernible en la población, un pasatiempo de persecuciones y fugas en que se alentaban todos a gritos, dejándose arrastrar por el torbellino, todos muertos de la risa. No parecían reparar, en su euforia, en el campo y sus torretas, que se habría vuelto para ellos un telón de fondo en el paisaje circundante, Deo gratia.

Luego escuchó el traqueteo lejano de un helicóptero en la distancia, llegándole del lado de la cordillera, y a su mente acudió al instante la imagen ominosa de otro helicóptero alejándose mar adentro, sobrevolando el océano con sus ocupantes silenciosos, rumbo a la noche y la niebla. Hasta que uno de ellos descorría la portezuela del costado y daba inicio a la maniobra, al desalojo por turnos de los bultos maniatados a bordo del aparato, desvanecidos o muertos, arrastrados hasta la compuerta y arrojados uno a uno al vacío, en un procedimiento estandarizado y habitual, todos sabían cuál era su papel dentro del operativo, no eran precisas nuevas órdenes e instrucciones.

Decidió volver mejor al interior. Por ese día, era suficiente.

Gente en las sombras

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