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Al cabo de un par de semanas, Svetlana le mencionó sus dudas respecto a las manchas de sangre observables en varios puntos del parqué, dudando ella misma entre rasparlas o dejarlas a la vista. Habían comenzado a familiarizarse con el escenario –como quería Beregovic que ocurriera– y transformarlo en una rutina estable y un trabajo en propiedad. Larrondo venía preferentemente por las mañanas, permaneciendo en su despacho hasta el almuerzo y leyendo allí la documentación relativa al lugar o bien acerca de sus precedentes históricos, cosas relativas a otros centros de detención y campos de prisioneros, lugares emblemáticos donde había testimonios acumulados de quienes habían pasado por ellos y sobrevivido.

Svetlana orientaba a Monge en la recuperación del jardín y entre los dos rediseñaron los senderos que el uso había ido borrando en los patios. Ella estaba, en cualquier caso, mayoritariamente abocada a rescatar el interior de la casa y reformular sus varios rincones, considerando el despliegue eventual de elementos ornamentales que deberían sugerir lo ocurrido entre sus paredes (fotografías, rostros, nombres, consignas, discursos, testimonios), sin evasivas pero a la vez sin estridencias. Era lo que ella planteaba y en lo que Larrondo coincidía plenamente.

En cuanto a las manchas de sangre, ella se inclinaba por preservarlas, aunque no estaba muy segura de que fuera lo apropiado, ya que podía hasta resultar chocante o indelicado para más de alguien.

–Puede ser –asintió Larrondo con laconismo.

Estaban los dos en el balcón al mediodía, observando a Monge en su labor minuciosa de eliminar la maleza acumulada en el patio trasero.

–Pero no es solo un problema estético –puntualizó ella.

–Me lo imagino –coincidió él.

–Es sangre de gente cuyo rastro se perdió aquí en el Campo D, ¡no es cosa de limpiar sus huellas como si nada!

–Muy de acuerdo –dijo él.

Desde el patio les llegó el rastrillar acompasado del azadón de Monge removiendo la tierra.

–Me alegra que coincidamos –concluyó ella–. Lo hablaré con Beregovic hoy mismo.

–¿Y eso por qué? ¿No eres tú quien decide esas cosas?

–Sí, bueno, pero él insiste en que le consulte todo antes de proceder.

Larrondo quedó pensativo.

–Tendrá miedo de meter las patas –elucubró.

Ella miró al cielo encapotado, donde el sol se desplazaba sobre la capa de nubes buscando un punto por el cual horadarla o irrumpir con sus rayos. Luego escrutó el entorno desde la terraza.

–Me tiene un poco mal todo esto –dijo–. Este tema de las manchas, el olor… Todo, digamos.

–Creo que lo entiendo –empatizó él–. Ahora lo entiendo, está empezando a ocurrirme a mí también.

–Tendría que aparecer de una vez el Larry, eso ayudaría –propuso ella.

De nuevo buscaron los dos al espectro del Larry a su alrededor, ahora desde el balcón.

–Con los animales me entiendo mejor, eso es lo que pasa –agregó ella–. Intento traducirlos.

–¿Cómo traducirlos?

–Sus gestos. Lo que buscan transmitirnos, o hasta su dolor... Si un día pudiéramos captar ese dolor, algo cambiaría de manera decisiva entre nosotros, creo yo.

–¿Por qué? –se interesó él.

–Es que el dolor humano en sí ya no nos conmueve demasiado, ¡qué más prueba que esto! –Abarcó con un gesto de su brazo el entorno, la casa y el patio allí abajo, con las torretas deshabitadas–. Quizás estemos necesitando de algo que nos estremezca de nuevo hasta la médula, el dolor de un animal, por ejemplo. Si un día llegáramos a percibir con claridad ese dolor, tal vez volvamos a conmovernos, como ya no nos ocurre con nuestros congéneres.

–Es interesante –dijo él intrigado de la forma tan singular que ella tenía de plantearlo.

–Lo raro es que tienda a considerárselo siempre al revés –complementó ella misma–. Para hablar de alguien, cualquiera que actúe con crueldad, se dice que «se comportó como un animal», pero quizá sea a la inversa: cuando más malos somos es cuando más nos parecemos a nosotros mismos. Aquí se decía, por ejemplo, que los prisioneros eran reducidos a la condición de animales, privados de toda dignidad. Y de sus captores lo mismo, que se comportaban como bestias…

–¿Y no era así?

–¡Obviamente que era así! Solo digo que quizá fuera a la inversa: no se convertían en animales, más bien alcanzaban las cumbres de lo humano, ¡de la crueldad humana! –Se paró a pensar un segundo–. Y la dignidad es una obsesión también humana, que nos esclaviza desde la cuna. Alguien nos la otorga y después nos la arrebata. Los animales no tienen tantos rollos, sienten dolor y aúllan, uno les hace cariño y ronronean. Es todo más simple entre ellos.

–Puesto así, suena muy convincente.

Permanecieron un rato en silencio y abstraídos en la contemplación de Monge, que no cejaba en su empeño fatigoso de recuperar allí abajo el potrero ese y desmalezarlo, para sembrarlo de nuevo y rescatar el pasto que aún dormiría bajo la maleza. Tarde o temprano resurgiría el verdor, aunque ahora parecía algo tan distante.

Larrondo pensó una vez más en Berlín y en su visita a la capital germana el 95, cuando el muro no había acabado aún de desplomarse entero y subsistían fragmentos discontinuos de él en variados puntos de la ciudad, puntos donde incluso había muerto gente al intentar cruzarlo, en un gesto desesperado del que solo quedaban ahora austeros testimonios en las cercanías, alguna lápida de yeso depositada allí por los deudos, con una foto del fallecido y un ramo de flores que alguien renovaba cada mes, evocando a esa gente succionada por el agujero negro que había partido en dos a la ciudad. Recordó la quietud prevaleciente en dichos sectores, un sopor instalado en el aire a su alrededor, parecido al abandono en que ahora escarbaba Monge allí al fondo, rastrillando el patio reseco. Algo como un silencio entronizado junto al muro allí en Berlín, interrumpido aquí y allá por una suerte de ronquido subterráneo apenas audible, como el del arbitrario Wotan en su sueño inestable, oculto entre esos edificios con las ventanas tapiadas que aún sobrevivían de la primera época, cuando fueron clausurados por las autoridades orientales. Construcciones en que ningún berlinés quería ya vivir y que nadie alquilaba, todo el mundo parecía rehuirlas, aunque ya no estuvieran el muro ni las torres artilladas en la vecindad.

¿Sería el caso del patio allí abajo? ¿O de otros territorios que aún vinieran a engrosar el listado? En toda época y lugar habría todavía gente corriendo al encuentro de las balas o alcanzada por la metralla, un hombre o mujer abatidos en su fuga, sintiendo la ráfaga en las piernas, yéndose de bruces, reptando hacia una trinchera cercana –cuando la había– o resguardándose al fin junto al muro, rodando hasta allí para no levantarse de nuevo, agonizando durante horas, esperando a que la vida acabara de abandonarlos a través del orificio imprevisto en su estómago, con sus arterias vaciándose de a poco en el empedrado y ellos recogidos al centro de la nada, gimiendo a solas, despojados del último aliento bajo las nubes.

No, no lo tendría más fácil el viejo Monge. Quizá pudiera, cómo no, desmalezar el patio o hacerlo florecer nuevamente, pero no por ello conseguiría revivir en plenitud las esperanzas allí sepultadas, neutralizar con su azadón al temible Wotan dispuesto aún al jolgorio, a envanecerse de su obra en esos territorios arrasados.

Gente en las sombras

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