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Yendo en el metro hacia la estación más próxima al Campo D, le sobrevino el recuerdo, por lo demás previsible, de la visita que había hecho el 95 –hacía diez años de eso– al campo de Sachsenhausen, situado a unos kilómetros de Berlín, un legado similar del Tercer Reich, abocado a perfeccionar esas prácticas aniquiladoras.

Larrondo llevaba una semana en la vieja capital prusiana, como parte de una delegación de intelectuales convocados al Berlín unificado, y un día al atardecer sus anfitriones germanos pasaron por el hotel a preguntar a los invitados al simposio si alguno quería conocer algo en particular o tenía alguna inquietud de orden turístico, la que fuera, quizás incluso de otra índole. El personal a cargo de la delegación podía ayudarlos a cumplir esa inquietud pendiente.

Tras la pausa y el silencio un poco indolente que sobrevino, Larrondo alzó su mano y dijo que sí, había algo que le interesaba, aunque no era muy turístico y más bien de otra índole. Le preguntaron de qué índole y él dijo «un campo de concentración», sintiéndose un poco azorado, quizá por lo que exclamó inopinadamente una de sus colegas invitadas al encuentro:

–¡Qué lúgubre, Álvaro!

Los anfitriones, por su parte, se miraron con expresión inmutable, hablaron brevemente en alemán y le preguntaron si tenía disponibilidad en su agenda para el día siguiente en la mañana. Una de las chicas a cargo de los autores podía llevarlo a Sachsenhausen, el campo ubicado a unos kilómetros hacia el norte, en lo que había sido la antigua RDA. Larrondo se limitó a asentir complacido y preguntar a qué hora pasaría a buscarlo la chica.

Con ella, una jovencita rubia y de piel muy blanca que parecía embargada de cierta languidez endémica, una tristeza apreciable en sus ojos brillosos y la sonrisa normalmente ausente en sus facciones, abordó al día siguiente uno de los trenes de cercanías a Oranienburg, la localidad vecina a Sachsenhausen. Tampoco a ella le provocaba, en apariencia, ninguna incomodidad su interés por el campo, educada como habría sido en la posguerra, habituada a convivir con la realidad insoslayable del Tercer Reich. Una chica cuyo nombre no conseguía ahora recordar (¿Ulrike? ¿Renata?), tan solo que había nacido en la mitad oriental del país, se lo dijo ella misma de entrada, dándole a entender la secreta razón de su tristeza, lamentándose, nada más hubo partido el tren, por la desaparición imprevista de su país de infancia, ese que ahora atravesaban y era para entonces solo un recuerdo idealizado en su mente. El país en que ya no estaban sus progenitores, quienes se habían mudado hacía poco a Berlín Occidental, luego de ser durante años «gente del sistema» en el Este, como ella lo resumió. «Muy complacientes con las autoridades, ¡aunque no con la Stasi!», aclaró al instante. Eran, según dedujo Larrondo, gente que había depositado su confianza en el socialismo de Honecker y ahora vivía sumida en cierta perplejidad, como le sucedía claramente a ella, no sabiendo ya si enarbolar con altivez su infancia en esa otra Alemania que había proclamado la igualdad como su ideal de vida o sentirse incómoda de su propia devoción residual a lo que los halcones de Occidente voceaban ahora como un sistema político execrable. A ella el giro histórico le había arrebatado, al parecer, algo más irreparable que el socialismo, llevándose consigo su infancia y sus juegos, los dibujos en que aún tendía a incluir ella misma el símbolo de la RDA en la bandera y a sus amigos de la primaria, las excursiones en que se habrían hecho todos deliciosamente adultos, al calor de un Estado que amparaba entre otras cosas cierta naturalidad en la esfera íntima. Hecha esa confesión, permaneció muda un rato, hasta que, ya próximos a Oranienburg, retomó el papel de chaperona y le habló con cierto detalle de Sachsenhausen y su historia, indicándole que había sido uno de los primeros campos, empleado al inicio en procedimientos de eutanasia con enfermos mentales y otra gente que el Reich consideraba prescindible.

Al llegar hablaron poco y recorrieron en silencio las instalaciones, tras cruzar bajo el lema repujado en letras de metal a la entrada, «Arbeit macht Frei», que los prisioneros descubrían antes de ser arreados a los barracones, con las oficinas de las SS a un costado, también en la entrada. A Larrondo le sorprendió la pulcritud del lugar: parecía cada cosa en su sitio y todo bien cuidado, aun allí la eficiencia germana, al cabo de los años, luego de clausurado el campo y transformado en un museo.

Había otros visitantes dando vueltas a la par de ellos por las instalaciones, un grupo de japoneses, una familia que parecía de origen nórdico, dos individuos de barba y turbante, moviéndose todos con sigilo por el lugar, coincidiendo a veces en los barracones y asintiendo con solemnidad al encontrarse, saludándose en silencio cada vez que ocurría.

Todo estaba bien conservado, como cuando el lugar se hallaba en funciones. En la antigua enfermería estaba aún el instrumental quirúrgico empleado en los experimentos con los prisioneros, las palanganas y matraces de otra época; en los barracones, las mantas de arpillera con que dos y hasta tres prisioneros se cubrían malamente por las noches en cada litera. Esos detalles domésticos mezquinos eran, con seguridad, la quintaesencia del infierno hitleriano: cada elemento era una reproducción a escala del universo habitual, evocado ex profeso en esos detalles, buscando parecerse a la vida normal y el mundo exterior, aunque su finalidad fuese la opuesta. El horno –que fue incorporado al campo al cabo de los años– calentaba el lugar, pero con los cuerpos descarnados de los que morían por debilidad o eran ejecutados cada día, algunos de ellos incinerados aún con vida entre los despojos, esa hilera incesante de la que nada volvía a sustraerlos; los médicos del campo atenderían incluso con amabilidad en la enfermería, solo para experimentar con sus pacientes forzosos y ver cuánto aguantaban el dolor del bisturí antes de desmayarse, qué efectos precisos tenía la trepanación del lóbulo temporal, si habría reflejos luego de seccionados ciertos nervios; la guardia del campo mantenía el orden y las jerarquías entre los prisioneros, solo para determinar en cada jornada quiénes continuarían con vida y los que no. Era todo ello un gran simulacro del orden habitual, abocado a suprimir al azar a los residentes, como una versión terrenal del purgatorio donde los varios candidatos permanecían expectantes, emboscados en su propio terror, a la espera de ser atendidos, contabilizados, registrados y luego derivados a los barracones o al horno.

Al fondo de la explanada estaban, precisamente, el horno y la chimenea tubular que expedía antaño las cenizas del campo sobre los jardines vecinos. Al concluir la visita, Larrondo vio de hecho a la gente que aún vivía en la vecindad tomando el té en el rellano de sus casas, entregada a un momento de solaz al atardecer. Hombres y mujeres de edad avanzada, que quizás habían vivido allí mismo durante la guerra y habrían apartado con ademán de hastío, cuando aún eran jóvenes y proclives a ideales irracionales, las cenizas que llovían a diario desde el campo sobre el Apfelstrudel.

Al pie de la chimenea estaba la caseta de los Sonderkommandos, la facción obligada a organizar a los vivos en una hilera conducente a su eliminación, para apilarlos después –cuando ya no estaban de pie– ante el horno, alimentando con regularidad la chimenea.

–En días fríos –le explicó ahora la joven Ulrika o Renata– los encargados del horno se refugiaban aquí adentro para entrar en calor, con los cadáveres apilados detrás.

Tras echar una ojeada al interior, Larrondo dio un vistazo al prado que reverdecía en torno al campo, más allá de las alambradas, y al bosquecito próximo.

Entonces la vio a contraluz, por primera vez, hacía diez años de eso, con el sol del mediodía ya sobre sus cabezas: a una figura humana plantada a una veintena de metros de donde se hallaban, semioculta en el bosque, de proporciones hercúleas, grandes brazos y grandes manos. Una silueta enorme que no parecía de este mundo –o quizá lo fuera, el complemento necesario a ese universo dentro de la alambrada–, sin un rostro claro ni menos un propósito, detenida simplemente allí y entre los árboles, atenta al campo y sus instalaciones.

La recordó ahora en el metro y lo que había imaginado al verla –entonces era solo un juego–, que quizá fuera una encarnación espontánea de Wotan, el demonio medular, infatigable y temible de esos parajes, que solía dormir largos años en las entrañas de la tierra y luego espabilarse con pasmosa regularidad, cíclicamente hambriento, para hartarse de las guerras que suscitaba por vocación, convocando a los vivos y los muertos a integrar sus huestes y arrasar las aldeas a su paso, abrasar a los hombre en su furia y degollar a las mujeres y los niños, atormentando puntillosamente a sus adversarios, que eran todo aquél al que encontraba a su paso.

–Debía ser el sector más tibio dentro del campo –añadió su joven guía, extrañamente adherida al horno crematorio y su utilidad pretérita–. Les serviría de refugio.

Él se volvió a examinar un segundo el horno y enseguida miró de nuevo al bosque, solo para comprobar que la encarnación de Wotan se había esfumado.

Gente en las sombras

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