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¿Sería posible sortear alguna vez el recuerdo tan persistente de esa guerra unilateral que el mismo Prada había librado a su arbitrio, envuelto en su épica torcida, esa que solo dejó tras de sí cuerpos lacerados, familias fragmentadas, cadáveres arrojados al fondo del mar?

Larrondo solía reflexionar desalentado en torno al tema, hasta que una mañana, cuando estaba por concluir el otoño, sonó el teléfono en su estudio y afloró en el auricular una voz funcionarial que le hablaba, coincidentemente, de un proyecto inesperado al que buscaban sumarlo, mencionando en la propuesta esos cadáveres insepultos, la herida esa aún supurante entre vastos segmentos de la población. Decidió, pues, prestar atención a esa voz un poco solemne y los detalles que ahora enumeraba en el auricular, incluso accedió a la reunión que ella misma le proponía, idealmente dentro de esa semana. Eso fue seis meses antes de Navidad y el atentado aquel contra Prada.

No era un proyecto sencillo ni mucho menos optimista, le indicó luego en persona Beregovic, el subsecretario, que resultó la encarnación afable de esa voz en el auricular, un individuo con cara de niño, gafas de marco grueso y contextura voluminosa, que se alzó con presteza del escritorio para darle la bienvenida a su despacho en el Ministerio de Información, indicándole la silla más próxima ante el escritorio.

–Se trata de hacer la crónica del Campo D, el antiguo centro de detención –complementó ahora y le tendió una carpeta con documentos–. Lo habrá oído mencionar, supongo. Era uno de esos baluartes en que el antiguo régimen solía reducir a los disconformes, pero ahora es una casa deshabitada y en ruinas, en el camino a la costa. Lo vamos a convertir en un memorial y un tributo a las víctimas.

Luego de formulado su encargo, se embarcó en una vena retórica:

–¿Será posible narrar con fidelidad ese episodio infame, Larrondo? ¿Cree usted? Quiero decir, ¿referir con la sobriedad requerida el tema de la tortura…? –Parecía tener preparadas esas y otras preguntas y las enunció con cierta cualidad teatral, con la actitud impostada de quien está desde hace poco en un cargo de importancia y empieza a adivinar los gestos adecuados a cada interlocutor en su oficina ministerial–. ¿Cómo hace alguien –prosiguió abriendo muchísimo los ojos detrás de las gafas– para ocasionar un dolor intolerable a otros? ¿Tendrá que ampararse en sus propias convicciones o se requerirá algo más? ¿Una dosis de locura, quizás, o de sadismo…?

–De sadismo, no me caben muchas dudas –dijo Larrondo.

–¿Y cómo hace luego ese alguien para seguir con su vida, aceptando grados y ascensos, reintegrándose a la vida institucional? Es un tema espinudo, amigo mío, este del dolor infligido a terceros en forma deliberada.

Larrondo prefirió abstenerse de momento y mejor hojeó el dossier que su anfitrión acababa de entregarle, echando un vistazo a las fotos, con Beregovic ahora expectante y en silencio.

Esperaba, el propio Larrondo, rostros tumefactos y cuerpos lacerados, pero quedó decepcionado: solo había imágenes en blanco y negro de las celdas ahora vacías y hasta una visión parcial de la «sala de máquinas», como decía el pie de foto que llamaban los detenidos a la sala de interrogatorios ubicada en la planta baja. Una fotografía adicional de la casona y el frontis daba cuenta –pese al deterioro tan apreciable y el estuco cayéndose a pedazos– de un esplendor pretérito. No había, con todo, rastros de las huestes espurias que habían habilitado el lugar para sus fines noctámbulos, mucho menos de quienes habían sufrido sus procedimientos, salvo alguien detenido en una ventana a la izquierda, en el piso de abajo, mirando a la cámara desde allí; un rostro anónimo desdibujado por el objetivo, quizá fuera un funcionario del Ministerio parado allí por casualidad cuando hicieron la foto.

En una de las celdas había además un nombre escrito en la pared, «H. RIQUELME», garrapateado allí con algo filoso, quizás una cuchara o una moneda, sin ninguna fecha de referencia, nada que permitiera establecer el momento en que había sido escrito y menos si el firmante había sobrevivido a su bajorrelieve, olvidado ahora en el mutismo de la celda.

–Se trata, en suma, de hacer una crónica del dolor –acotó al fin Beregovic.

A Larrondo le pareció una propuesta demasiado abarcadora.

–Puede que sea muy abarcador ese concepto –dijo–. Todo es en cierta forma una crónica del dolor, ¿no? Cuando menos en términos literarios.

–Ya, pero este no es cualquier dolor, amigo Larrondo –Beregovic tomó aire para reforzar lo que iba a decir–: ¡Este es un dolor-país!

Larrondo se enervó en forma instintiva con ese apareamiento habitual de términos, empleado ahora en las esferas institucionales durante esos años de transición. Un apareamiento en que parecía faltar siempre una preposición.

–Un dolor-país –repitió–. ¿Y quieren ustedes que escriba acerca de ello?

–Es la idea, que haga usted la crónica del Campo D. Un libro de unas cien, ciento veinte páginas, que llevará imágenes. Será una memoria fotográfica, que distribuiremos luego por los canales oficiales.

–¿Y por qué yo?

–Bueno, tiene usted experiencia en estas cosas, ¿no?, libros institucionales, memorias de empresas… Y es además historiador.

–Licenciado en historia –precisó Larrondo, en lo que era más una forma de cautela que de humildad.

–Pero, es además escritor, ¿no? Tiene... ¿cómo diría yo?… una relación íntima con las palabras. Queremos que ponga usted su talento al servicio de este proyecto, Álvaro. Al servicio de la parte escrita.

–¿Y la parte gráfica?

–Esa estará a cargo de la arquitecta asociada a nuestra repartición, Svetlana Braun, que va a remodelar además el lugar –en este punto bajó de manera refleja la voz–: Es un caso delicado.

–¿Por qué?

–Su madre fue detenida en los días posteriores al golpe –pareció reflexionar unos segundos y añadió cambiando de enfoque–: Pero, quién sabe, puede que sea mejor así, con el debido respeto a su madre y a la propia Svetlana. Eso sugiere el espíritu de reconciliación que anima todo el proyecto, esto de que participe la hija de una de las víctimas es la prueba de que es posible superar el pasado, ¡curar esta herida-país! Hay que crear conciencia de lo ocurrido, enseñar a las generaciones futuras lo que fue, ¡y a lo que puede llegar!, un gobierno de facto, pero se les debe inculcar a la vez la tolerancia, tiene que ser con delicadeza… Es tiempo de posponer las pasiones, amigo Larrondo, ahora toca gestionar el país en esta transición ejemplar para el mundo entero. Por eso hemos pensado en usted. Usted entiende, con seguridad, nuestras intenciones.

Larrondo permaneció mudo.

–Hay que hacer esa crónica del dolor y referir los hechos fundamentales –prosiguió Beregovic–, pero no por eso herir algunas susceptibilidades, menos ahora que varios de los uniformados responsables de esos hechos están en los tribunales. ¡No hay que hacer leña del árbol caído, decimos nosotros, ahora toca ser magnánimos! Pero es, más que nada, un tema político.

Larrondo asintió dubitativo, creyendo adivinar al fin a qué apuntaba su pregunta inicial, esa de si sería posible contarlo todo con sobriedad. Comenzó a intuir, a su vez, la razón por la que lo habrían escogido a él: un nombre ligado a la izquierda, comprometido en su época universitaria en la oposición a la dictadura, pero que ya no planteaba mayores amenazas al orden vigente, ni volvería a plantearlas. Hasta era posible que nunca las hubiera planteado de verdad.

–Hay además enclaves autoritarios supervivientes hasta hoy, amigo Larrondo, en todos los frentes –abundó Beregovic–. Gente que maneja mucho poder y que no va a ceder fácilmente en sus pretensiones involucionistas. Y no hablo solo de quienes torturaron gente o del antiguo encargado del Campo D.

–¿Y ese quién era? –preguntó Larrondo.

–El coronel Efraín Prada, quizá lo recuerde.

–Desde luego. Lo han convocado hace poco a los tribunales, ¿no?

–Exactamente.

Afuera llovía ahora con resolución.

–¡Cómo llueve! –redundó Beregovic.

Al aluvión en curso se sumó, en un lugar visible a través de los cristales, un nubarrón que acabó aposentándose sobre el sector céntrico. Larrondo imaginó a los comerciantes recogiendo su mercadería perecible en las calles o los músicos ambulantes cargando malhumorados el amplificador para llevarlo hasta el quiosco más cercano, ese universo abnegado que sobrevivía a la intemperie y ahora corría a guarecerse, con la excepción probable de algún predicador más obcecado que otros, que insistiría en su prédica cuando sobrevenía el aguacero, quizá porque le permitía evocar con mayor realismo el Diluvio bíblico.

–Bueno, ¿qué me dice? –lo emplazó al fin Beregovic–. ¿Le interesa?

Larrondo meditó unos instantes, aunque no lo precisaba. Le parecía, todo el planteamiento, más un deber ineludible que un encargo, y los honorarios –que Beregovic le detalló ahora– no estaban nada mal, sería como tener un sueldo fijo hasta fin de año, que era el plazo fijado para la entrega del texto, en torno a la Navidad, faltaban aún seis meses para eso.

–Por qué no –concluyó con deliberada ambigüedad.

–¡Fenomenal, lo hacemos entonces! –dijo Beregovic y enseguida le aclaró un punto indispensable–: Lo que sí, tendrá que disculparme, pero no he leído nada suyo.

–No hay drama –se apresuró a tranquilizarlo Larrondo–. Tampoco he publicado tanto.

–Es que en esta labor queda poco tiempo para leer, usted me entiende.

Larrondo movió la cabeza en señal de que lo comprendía, no faltaba más: alguien tenía que gestionar los destinos del país. Después le preguntó si estaría bien que fuera al día siguiente a conocer el centro de detención.

–A la hora que guste –dijo Beregovic–. Svetlana ya estará ahí. Ella llegó hace unos días, podrán familiarizarse juntos con el lugar.

En este punto pareció dar por concluida la reunión y se levantó del escritorio para acompañarlo a la puerta, donde le estrechó la mano con vigor.

–Seguimos en contacto, entonces. En el dossier está todo lo que necesita saber por ahora y mi secretaria lo llamará mañana por lo del contrato.

De pronto se había vuelto abrupto y cerró la puerta de golpe a espaldas de Larrondo, que solo atinó ahora a buscar la ruta de vuelta a los ascensores.

Gente en las sombras

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