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Primera parte 1

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El episodio ocurre poco antes de la Navidad, aunque su espíritu no es muy navideño y resulta más bien abrumador, una secuencia resumible en unas pocas líneas: el jueves a temprana hora, un grupo de individuos de catadura lúgubre se da cita en la dirección acordada e inicia en tres vehículos el desplazamiento en caravana hacia el sector de la ciudad donde vive Prada. Allí ocupan posiciones repartiéndose estratégicamente en el área y esperan por el coronel hasta que este abandona su casa para dirigirse al tribunal, momento en que interceptan su BMW blanco al llegar a la esquina, allí donde hay un kiosco de revistas y un parquecito colindante con la avenida paralela, desbordante a esa hora de automóviles que tocan la bocina con apasionamiento.

Con todo, lo que esos ejecutores apresurados no preveían es la reacción automática de los dos guardaespaldas de Prada, que viajan siempre en el asiento delantero del BMW, uno de los cuales alcanza a extraer su arma de servicio para repelerlos, mientras el que va al volante grita al militar que se agache, ¡al piso, mi coronel!, metiendo marcha atrás para intentar escabullirse del lugar, aunque uno de los vehículos interceptores le bloquea ahora el paso atrás. La fuga a medias del vehículo –falto del blindaje apropiado, pese a que Prada lo solicitara en su momento al alto mando– solo consigue provocar la reacción desmesurada de los atacantes, quienes terminan vaciando el cargador en los dos tipos fornidos a cargo del ex militar y ultimándolos en forma instantánea, provocando además que una de esas balas se desvíe de su curso y adopte un derrotero imprevisto, ingresando al cráneo del coronel por la izquierda y concluyendo su desvarío al centro de su encéfalo, dejando al destinatario paralizado en el asiento trasero y reducido en cosa de segundos a la condición babeante de un lémur que aún respira, pero no volverá a moverse o hablar normalmente ni será ya capaz siquiera de anudarse por sí mismo la corbata, en el caso improbable de que vuelva a utilizar una corbata.

Los efectos de la asonada –una vez se han retirado los atacantes– son palpables, junto a algunas consecuencias menores como que los automovilistas de la avenida vecina quedan todos boquiabiertos tras los cristales y ya no tocan la bocina, los escolares que pasaban se olvidan momentáneamente de seguir rumbo al colegio, la señora que barría la vereda en las cercanías permanece con la escoba detenida en su sitio, el dueño del quiosco prepara en su mente la versión del episodio que contará a su clientela durante la semana, dos vecinos que paseaban cada uno a su perro dejan de atender momentáneamente a sus mascotas, y un jardinero madrugador, nada más oír el primero disparo, se hiere un dedo con la tijera de podar, aunque no es grave, una venda se encargará luego de subsanar la breve incidencia. Adicionalmente, alguien en la vereda solicita a gritos que llamen a una ambulancia, ¡hay que llamar a una ambulancia!, proclama, aunque en esos instantes nadie atina a obedecer o llamar siquiera al perro de vuelta, una de las mascotas que anda ya cerca del coche acribillado y olfateando los casquillos diseminados en la calle o incluso los restos de sangre.

Gente en las sombras

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