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La gestión telefónica de Svetlana con el subsecretario resultó en esencia infructuosa: a Beregovic le parecía más apropiado raspar los pisos y remover todo vestigio que atentara contra la «buena presentación» del lugar, incluidas las manchas de sangre. Él apostaba todo a la pulcritud.

Svetlana recibió la conclusión y vino por la tarde al despacho de Larrondo a comentársela.

–Quiere que se vea pulcro –dijo yendo hacia la ventana y quedó allí atenta al patio delantero–. No entiendo mucho, la verdad. Lo que ocurrió aquí no fue muy limpio ni pulcro, ¿o sí?

–Debe ser lo que el Ministerio considera apropiado –acotó él–. No es que desconozcan lo ocurrido, solo les parece mejor cubrir los rastros… Para no herir susceptibilidades, como dicen ellos. No es tan inesperado o infrecuente, ya que la especie humana tiende a rehuir la evocación de sus proezas sangrientas. He estado leyendo de eso.

–¿Ah, sí?

–Ocurrió en Japón con los sobrevivientes de la bomba, ¡de las dos bombas atómicas! Incluso en Israel en algún grado, ¡con los deportados que volvieron de los campos! Hay como una vocación de olvido colectivo en estas cosas. En Japón, los hibakusha, que es la denominación de los sobrevivientes, no gozan de aceptación plena entre sus compatriotas. Ni siquiera hoy, es raro.

–¿Y eso por qué? –indagó ella un poco abrumada.

–Se teme, hasta hoy, a los efectos radiactivos que puedan emanar de ellos, cuando no queda ya nada que pueda emanar. A mí me parece que es una barrera psicológica… Y un estigma, claro. Ninguno de ellos pudo hacer una vida normal y casarse, tener hijos. Con los «deportados» del nazismo pasaba, en el propio Israel, que nadie quería hablar mucho del tema, menos en la sobremesa. Mejor que fuera en público, si tenía que ser, en las ceremonias públicas de homenaje. El dolor no convoca mucho a nadie, Svetlana, menos sus estragos.

Hubo, como solía ocurrirles, un prolongado silencio entre los dos, con las mismas preguntas revolviéndose en la mente de ambos. ¿Sería la experiencia del Campo D un estigma similar, algo que sus compatriotas –incluso los ideológicamente solidarios con el caso– percibían ahora como una imposición de las víctimas? ¿Y qué actitud cabía adoptar ante su experiencia? ¿Confraternizar con ella? ¿Pretender que ella no les había dejado secuelas apreciables?

–A pesar de sus mejores intenciones, el individuo «normal» evita a las víctimas del estigma –concluyó él en voz alta– como prefiere que desaparezcan las manchas de sangre en el piso. Lo digo para que no te gastes más de la cuenta con Beregovic.

–Igual no pienso rasparlas, de momento –concluyó ella.

Larrondo adivinó algo más bajo esa altivez creciente, una mezcla paradójica de rabia y congoja, en partes iguales, pero evitó de momento indagar en la causa.

Parecía todo –el mobiliario superviviente y los muros, incluso los pisos manchados– envuelto en una especie de bruma que emanaba de cada rincón y los envolvía a ellos mismos en su estela, todo embebido de ese aroma insidioso que se advertía nada más ingresar al lugar, semejante al residuo azumagado que hay en las casas de playa o los desvanes familiares, y en las bodegas a oscuras, allí donde las arañas tejen su tela sin necesidad de público y ni siquiera de luz.

Doña Ema solía vocear al mediodía la inminencia del almuerzo y lo servía a la una, con ellos dos ya instalados en un extremo de la mesa, uno frente al otro, esperando a que ella ingresara desde la cocina y dejara la fuente entre ambos, yéndose enseguida a almorzar con su esposo, «pa’ que no se sienta solo mi pobre viejo», les decía y partía a su casa al fondo del patio.

Los almuerzos discurrían por lo general sin altibajos, salvo alguno habido en esos días iniciales, en que Svetlana permaneció con la vista clavada un rato en su plato. Larrondo intuyó una crisis en ciernes, hasta que ella misma la evidenció:

–¿Cómo haría esa gente para juntarse aquí a atormentar cada día a otros? Me cuesta entenderlo.

–Debían considerarlo su deber, ¿no? –sugirió él–. Una rutina.

–¿Y almorzarían todos aquí en esta misma mesa?

–Posiblemente. Quizás hasta hacían comentarios entre ellos: «Me salió duro el último huevón, tuve que subirle el voltaje».

Ella se enervó de manera ostensible con su acotación.

–Muchos de ellos debían tener una tuerca suelta –señaló él para remediarlo.

–¿Y después qué? ¿Volvían todos a su casa como si nada, para llevar a los niños al zoológico el fin de semana?

–Imagino que sí.

–¿Y se acordarían en esos momentos de la gente que ellos mismos tenían enjaulada?

–Quizás evitaban el zoológico –sugirió él absurdamente–. Pero no debía importarles mucho, debían considerarlo un deber, una rutina indispensable. Una labor patriótica. Muchos pidieron, de hecho, el traslado aquí de manera voluntaria, está en la documentación. Era tal vez una vocación personal, la suya, por contribuir al sufrimiento humano… Algunos debían ser además voyeristas.

–¿Por qué voyeristas?

–La tortura era casi siempre administrada de a dos, ¡o en tríos! El que no estaba practicándola aprovechaba de mirar a los otros haciéndola. Hasta hubo, al principio, gente de civil que tomaba notas, los sobrevivientes lo han relatado.

–¿Y qué más? ¿Eran una banda de sociópatas, entonces? –preguntó ella revolviendo su plato.

–Cuando menos, gente poco confiable –complementó él–. Pero debía haber otros factores, cosas que explican a la vez esos comportamientos, más allá de las patologías individuales.

–¿Cosas como qué?

–El tema de actuar en patota debía influir. Hay actitudes que varían cuando se está en grupo o en situaciones de riesgo, como las guerras. Gente muy decente en su vida diaria termina arrasando poblados enteros, violando aldeanas...

–Parece que estuvieras exculpándolos.

–En absoluto. Solo digo que estar aquí encerrados con las víctimas debía influir para convertirlos en criminales. Vivir con un animal acorralado te transforma con seguridad en un predador acorralado. Ninguno estaría, por lo demás, muy acostumbrado a ejercitar su libre albedrío. A lo más el cerebelo, para procesar las voces de mando, oyendo todo el día las monsergas de sus superiores, esa especie de mantra patriótico que incidía en las orejas de todos, llamándolos a cumplir con su deber y sacar una docena de uñas diarias por el bien de la patria. Bien podía terminar sacándolos a ellos de quicio, ¿no?, todo eso.

–Los estás justificando –insistió ella clavándole la mirada.

–En ningún caso, Svetlana. Solo me pregunto si cualquiera de nosotros podría llegar a hacer algo parecido en circunstancias similares.

Fue una de las primeras charlas entre ambos acerca de esos asuntos, que luego se hicieron cada vez más frecuentes. Buscaban desentrañar entre los dos la caja negra del terror y sus rastros, los indicios que todavía surgían de los testimonios y frases grabados en su interior, aunque no resultaba fácil interpretar esos datos. En ocasiones solo había un ruido de fondo, gruñidos de una bestia que daba zarpazos a diestra y siniestra y, cuanto más difusos, mejor para sus fines políticos. Lo fundamental era que todo el mundo se sintiera al alcance eventual del terror y sus garras.

Larrondo comenzó a reunir materiales diversos y elaborar un diagrama inicial para su crónica, intentando dilucidar los agujeros negros dentro del fenómeno. Como, por ejemplo, el reproche que aún se hacía a los detenidos que se habían quebrado en el interrogatorio y habían entregado nombres, información.

–Me cuesta entender esa lógica –le comentó cierto día a Svetlana–. Si te quebrabas con los golpes, quedabas muchas veces marcado como traidor, como si no bastara con que te hubieran hecho mierda.

Sentía admiración –cómo podía no sentirla– por quienes habían resistido, aunque igual entendía que algunos hubieran claudicado: frente a la abstracción de la utopía futura, los electrodos en los genitales o la amenaza a un familiar cercano, opciones bastante más concretas, debían ser un argumento suficiente, en ocasiones, para doblegarse, al menos mientras estaban al alcance de los esbirros. Svetlana compartía su postura con mayor vehemencia que él, no considerando siquiera necesario justificar a los claudicantes.

Hablaban los dos con frecuencia de la dictadura hitleriana, un proceso al que Larrondo confería una cualidad paradigmática y que percibía como un caso extremo y bastante peor que el del Campo D. En este punto, Svetlana discrepaba.

–A mí me parece que es todo lo mismo, compañero –concluía en tono mordaz–. ¿Hay alguna diferencia en que solo te arranquen las uñas o terminen gaseando a tu familia completa…?

A él le parecía que la había, ciertamente. A ella le bastaba el caso de su madre para que las varias categorías del terror se uniformaran, aunque no le hubiera hablado aún a él de su detención. Él prefirió no mencionarle el tema, cuando menos mientras no lo hiciera ella misma. Y seguía cada uno en su labor recién iniciada.

Gente en las sombras

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