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Decidió recurrir a Beregovic –hombre bien relacionado– para conseguir el número de Prada. Quería hablar primero con el antiguo encargado del campo, le explicó por teléfono, antes de entrevistar a los sobrevivientes, para confrontar primero al hechor y luego evaluar su estela sangrienta.

–Pero no se complique, Larrondo, ¿para qué va a entrevistar a Prada? –le dijo inesperadamente Beregovic, descolocándolo un segundo.

–Me parece de interés –insistió él–. Es el villano invitado dentro de la crónica, ¿no?

–Sí, claro. Pero lo que se le pide es una crónica del lugar, no más que eso.

–Igual me gustaría hablar con el villano.

Del otro lado del auricular le llegó un suspiro.

–Bueno, si usted insiste –concluyó Beregovic–... Veré qué puedo hacer, alguien debe tener su número.

La gestión resultó inesperadamente provechosa y al otro día por la mañana la secretaria de Beregovic lo llamó para darle el número.

La voz que afloró esa noche en el auricular –estaba ahora en su estudio de la planta baja– no parecía la de un ordenanza, mucho menos la de Prada. Era la voz de alguien más joven que la del viejo militar, pero no por ello menos altanera. Una voz un poco estentórea, que llamaba al interlocutor a bajar automáticamente el volumen, como si entre ella y los demás hubiera habido un reparto tácito de los decibeles disponibles y, como ella utilizaba la mayor parte, el interlocutor debía necesariamente conformarse con un tono más bajo.

Larrondo se presentó en ese tono más bajo: era escritor e historiador –le pareció mejor realzar esta vez su estatus dual– y estaba interesado en hablar con el coronel Prada, si ello era posible.

–¿Y quién le dio este número? –inquirió la voz en tono cortante.

–Una autoridad del Ministerio de Información –le informó Larrondo–. El subsecretario.

–Ah, bueno, en ese caso –dijo el otro atenuando en forma automática el matiz impositivo, aunque no el volumen–... Igual tendrá que hablar antes conmigo. Efraín no está muy disponible para estas cosas, usted comprenderá –su empleo del nombre de pila al aludir a Prada sugería la familiaridad de un asesor cercano–. ¿Quién me dijo que era usted?

–Álvaro Larrondo. Me han encargado hacer la crónica del Campo D.

–¿Larrondo el escritor? ¿Hijo del abogado Larrondo? Conozco bien a su padre –dijo el otro variando el tono emocional de fondo, dando paso por primera vez a cierta cordialidad–. ¿El que dictaba la cátedra de procesal?

–Así es. ¿Y usted es… si puedo preguntarlo? –indagó cautamente Larrondo.

–El abogado del coronel. Godofredo Ruy Díaz, para más señas.

A la mente de Larrondo acudió instantáneamente el rostro severo de un antiguo personero del régimen militar, integrante del primer o segundo gabinete, al cual se había incorporado siendo muy joven –debía tener por entonces poco más de cuarenta años, hasta fue presentado a la prensa como una suerte de mascota incluida por razones indescifrables entre la gerontocracia restante.

–Además fui ministro de Justicia –corroboró él mismo ahora con voz aguardentosa, sugestiva de que ya no era tan joven y mucho menos la mascota de nadie–. Aunque ahora solo ejerzo la abogacía –aclaró e hizo una pausa. Luego volvió al asunto de fondo–: Así que va a escribir del Campo D, qué cosa más escabrosa. Mejor le hubieran encargado escribir de la vida del coronel, Larrondo, ¡es mucho más entretenida! ¿Qué sacan con seguir escribiendo de esas cosas y el Campo D, esas cuatro paredes destartaladas de las que nadie se acuerda mucho…?

–Precisamente para que alguien se acuerde de ellas –dijo él.

–Ya, ¿y con qué fin? No es tan malo el olvido, mi amigo, puede que sea incluso lo más aconsejable en estas circunstancias, ¡hay que dejarse de odiosidades! –El hecho de haber conocido a su padre le permitía ahora, en apariencia, hasta un dejo de complicidad–. Mejor escriba usted de Efraín y su vida, es más interesante. Fíjese que él mismo acaba de anunciar ahora sus memorias, la tontería esa.

–¿A usted no le parece buena idea?

–Al contrario, pienso que es una muy mala idea. No sabemos lo que pueda resultar de todo eso, podría repercutir de algún modo en su defensa. ¡O repercutirnos a todos! Y no estoy pensando en sus ideas o que no tenga derecho a exponerlas. En todo caso, Efraín no tiene muchas ideas –dijo y rio brevemente en el auricular–. Lo que sí maneja es mucha información, por razones evidentes. Cosas que es mejor dejar en el tintero, mi amigo, este país debe mirar al futuro –hizo otra pausa, reevaluando lo dicho sobre su defendido–. Pero es porfiado el hombre, como buen militar. Un hombre de convicciones, más allá de lo que alguien piense hoy de esas convicciones o los yerros en que pueda haber incurrido –mencionó esos «yerros» con liviandad, como si arrojar gente al Océano Pacífico hubiera sido una instrucción mal impartida por su cliente o una orden suya no bien entendida–. Durante esos años difíciles –precisó.

–¿Qué años? –inquirió Larrondo solo por propiciar su inesperada locuacidad.

–Los del gobierno militar, qué otros. La época de ese gobierno empeñado en ordenar la casa.

A Larrondo no le extrañó esa distancia tácita que su frase sugería con el antiguo régimen. Era una táctica habitual entre sus ex colaboradores del mundo civil, una vez concluida esa labor de ordenamiento doméstico. Ahora se mostraban todos sorprendidos, incluso abrumados, con los métodos empleados por Prada en el proceso de ordenamiento, buscando evitar que se los confundiera con esos procedimientos o terminar todos convocados a los tribunales.

–Había que ordenar el país, mi amigo –prosiguió en el auricular–. El gobierno militar asumió en un escenario donde todos querían sacarse los ojos, quizá lo recuerde usted… ¿Qué edad tenía usted para el pronunciamiento? ¿Veinte años?

–Veintiuno.

–Bueno, se acordará de cómo fue, ¡el despelote que era este país! Alguien tenía que ponerle freno y le tocó a los militares, mala pata… Es un tema complejo.

–¿Por qué complejo? –se arriesgó Larrondo–. El costo fue clarísimo.

­–Sí, bueno, hubo alguna gente que metió las patas… Lo que no es justo es cargarle ahora a Efraín el muerto.

Los muertos –lo corrigió Larrondo y hubo, ahora sí, un silencio cargado de tensión en la línea.

–¿Debo suponer, entonces, que estuvo usted entre sus adversarios? –preguntó el otro.

Larrondo evaluó la respuesta más atinada para no estropear la opción ya abierta de hacer la entrevista.

–No tiene que responderme, no se complique –complementó a tiempo su interlocutor–. Ni importa mucho a estas alturas, ¿no? Cualquier espíritu sensato debiera hoy enjuiciar esos hechos con ojo crítico.

–¿Y está usted entre ellos? –le devolvió la pregunta Larrondo–. ¿Entre esos espíritus sensatos?

–Obviamente que sí –dijo él–. En fin, vamos a lo de la entrevista. Es posible hacerla, desde luego, pero antes me gustaría que nos viéramos usted y yo, para entender con precisión lo que tiene en mente. Soy el abogado de Efraín, debo ser cauteloso, más cauto incluso que él. Estar atento a lo que alguien va a preguntarle. O a sonsacarle.

Larrondo vaciló ante el matiz de censura que latía en la propuesta. Igual parecía un precio razonable por la entrevista.

­–Muy bien –aceptó–. ¿Dónde quiere reunirse?

–¿Algún Starbucks entre su casa y la mía le parece bien?

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