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Llegó al Starbucks poco antes de las siete, comprobando que no había en el interior nadie parecido al recuerdo que guardaba de Ruy Díaz. Resolvió mejor pedir un americano e instalarse en la terraza, donde observó en la vereda de enfrente un edificio que acababa de surgir en el sector, con los andamios cubriendo aún la fachada y los albañiles trabajando hasta esa hora tardía, distribuyendo la mezcla de concreto en cada nuevo piso que se iba sumando por arriba y haciendo las terminaciones en los de más abajo. Igual que ocurría en las cercanías del Campo D con edificaciones surgidas en cuestión de semanas, grandes bloques de apartamentos que proliferaban como en cascada y desbordaban la ciudad con su ímpetu vertical. Los edificios cercanos al Campo D se demoraban incluso menos que ese de ahí enfrente en ser concluidos, eran menos vistosos y peor terminados y en su fachada parecía anidar en estado larvario el desgaste propiciado por los materiales baratos; eran como ruinas inminentes en que era posible intuir, antes de que fuesen inauguradas, el deterioro de los sueños que sus habitantes albergaban.

Ruy Díaz llegó a las siete en punto y se paró a la entrada del café a rastrearlo entre las mesas. Había, en efecto, envejecido –debía tener ahora alrededor de setenta años–, y coincidía solo a medias con el recuerdo que Larrondo guardaba de él, de cuando estaba en el antiguo régimen y aparecía cada semana en la televisión. Seguía siendo, con todo, un individuo de complexión delgada y con las sienes plateadas, plateadas como en el tango, distinguido en la forma de combinar el traje a rayas, la camisa hecha a medida y la corbata de fina seda italiana, con el pelo brillante a causa del fijador, más largo en la nuca. Tenía el aire aburrido de un basset hound bien vestido, pero era de piernas largas como las de un galgo y manos huesudas, de dedos también largos. Todo eso apreció, a vuelo de pájaro, al verlo allí parado, antes de hacerle una seña y convocarlo a la mesa. Era un prototipo dentro de su género, con la indumentaria completa del civil adscrito al antiguo régimen, que no requería al parecer de guardaespaldas ni traía consigo a ningún tipo grandote y mal agestado para que permaneciera vigilante en la mesa vecina, atento a cualquier provocación o amenaza en su contra. Un asesor de alcurnia al servicio ahora de Prada; por alguna razón imprecisa, en esas cosas solía haber alguna agenda oculta. Agenda que Larrondo esperaba dilucidar tarde o temprano.

Desde la entrada, Ruy Díaz lo vio al fin haciendo señas y caminó con paso firme hasta la mesa.

–¿Cómo está? –saludó tendiéndole su mano huesuda–. El doctor Larrondo, I presume. Encantado, se parece usted a su padre. Voy por un capuchino y hablamos.

Dejó tras de sí una estela agradable de un perfume caro, Dolce Gabbana o Yves Saint-Laurent, el complemento justo a esa actitud distendida que se le habría adherido al rostro con los años, o con la transición a la democracia tan benévola para él y los suyos, un intervalo negociado entre el antiguo régimen y el gobierno democrático, o los varios gobiernos que se habían sucedido hasta allí, permitiéndoles a él y los suyos que continuaran siendo gente más o menos irreprochable en la escena.

Al volver con el capuchino, venía pensando en voz alta, completando alguna idea para sí mismo:

–…está en las crónicas de otras épocas, mi amigo, siempre fue el mismo objetivo en los ejércitos victoriosos, ¡exterminar al enemigo! Si no físicamente, al menos en su dignidad. Un objetivo que en nuestra época pasa por la tortura, eso es lo lamentable. La tortura es un asunto de los tiempos modernos, para sacarle información al adversario o escarmentarlo, las más de las veces solo para esto último. ¡Para demostrarle quién manda! Es un tema neto de la modernidad.

–Pero la Inquisición no era muy moderna, ¿o sí? –discrepó Larrondo.

–Ya, pero fue una institución creada a las puertas de la modernidad, en esa España tan inflexible que la engendró. Después de Torquemada vino el Renacimiento, en todas partes. Lo que digo es que en la antigüedad, antes de esos tiempos modernos, la victoria era un gesto colectivo del ejército vencedor, que tomaba cautivas y esclavos, a los niños y algunas mujeres, la riqueza de las ciudades conquistadas y después quemaba la ciudad entera. Hacía el trabajo completo, con todos sus efectivos participando en la labor, siguiendo el patrón arrasador que dictaminaban sus dioses vengativos, ¡esos dioses tan quisquillosos! Piense nada más en los griegos.

–¿Y dice usted que ahora no ocurre?

–Ahora es distinto, ¡la tortura ocurre en privado! En la Unión Soviética, por ejemplo…

Larrondo consideró desde luego previsible ese ejemplo en labios suyos y pensó en contradecirlo, pero mejor resolvió esperar, sorprendido una vez más de su locuacidad. Solía ser más comedido cuando estaba en el gobierno; la transición había conseguido aflojarle la lengua, eso era evidente, pero era un aflojamiento selectivo, tampoco iba a andar hablando de lo que consideraba mejor callarse y esas «odiosidades» que le había mencionado en el auricular.

–No es que pretenda justificar nada de eso, entiendamé –prosiguió acentuando la última «e»–. Solo que me parece en algún sentido mejor la variante moderna como procedimiento. ¡Que sea un tratamiento individual, caso por caso! Y además en privado. Mejor y más justo, Dios me perdone. Antes eran ciudades enteras, ahora les toca a unos pocos adversarios reducidos en la silla de interrogatorios, ¡sin tanto estruendo! No hay por qué matar a las mujeres y los niños. Menos es más, como decía Mies Van der Rohe.

Larrondo iba a recordarle que los procedimientos en el Campo D incluían de hecho a mujeres, sin discriminaciones odiosas, pero él cambió prontamente de tema:

–En fin, va a tratar de todo esto con Efraín en su encuentro, me imagino. ¿Del tema de la tortura?

–Me parece ineludible en su caso –dijo Larrondo.

–Sí, claro, ineludible… Yo solo quisiera recordarle que no debe usted pedirle peras al olmo, mi amigo. Esta gente fue entrenada para guardar silencio, no hay que olvidarlo. Lo que se le pide a un soldado no es que sea justo, sino eficaz, con mayor razón a un hombre de inteligencia. Y Prada con todos sus hombres fueron ¡muy eficaces!

–Eficaces, no sé; crueles, muchísimo –dijo Larrondo–. Hay gente de la propia institución que los consideraba, de hecho, una banda de criminales y sádicos por vocación.

Dijo esto último ya sin pisar más el freno, evocando en parte a sus coetáneos abatidos en la época universitaria. Esos con quienes había practicado él mismo, durante un tiempo, el juego ineludible de la clandestinidad, hasta que el miedo acumulado o el sinsentido creciente de sus actos lo hicieron pedir la baja de sus filas. Igual le llevó un tiempo: era más fácil entrar en esos entramados insurgentes que abandonarlos.

–Criminales y sádicos por vocación, es un poco fuerte, ¿no? –acotó Ruy Díaz–. ¿Es lo que piensa del coronel?

–Es lo que me gustaría averiguar en la entrevista esa –dijo él administrando ahora las palabras–. No tengo hasta aquí un juicio definitivo respecto a él, ni lo conozco personalmente… De los servicios de contrainsurgencia, en un sentido amplio, no tengo buena opinión, ciertamente.

–Sí, bueno, es un tema complejo –coincidió Ruy Díaz y extrajo una pitillera, ofreciéndole uno de sus cigarrillos, con una borla dorada en torno al filtro–. Convengamos en que era gente un poco zafia, la que se dedicaba a esos menesteres –le dio fuego a Larrondo con su encendedor también dorado, en consonancia con la pitillera–. Gente muy básica, Larrondo. El propio Efraín es un hombre muy simple, no se olvide de eso. Un hombre sencillo, ¡algo simplón, incluso! No hay que exigirle demasiado a un hombre así. Pídale que le hable de su experiencia en la Escuela Militar, eso le encanta. O con los caballos, ya sabrá usted que fue un gran equitador en su juventud… Usted y yo pertenecemos a otro nicho –agregó con la actitud indolente del basset hound adherida a su rostro–. Crecimos en la ciudad, fuimos a la universidad. Somos gente más refinada, para decirlo sin rodeos.

Larrondo evaluó en su interior su propio refinamiento, no muy seguro de que fuera equiparable al de su interlocutor, sintiéndose igual halagado, encaramado de pronto a la misma tarima que él, en esa especie de autotraición automática que la gente como Ruy Díaz suscitaba en su entorno.

–Gente refinada, como su padre –matizó el propio interlocutor al advertir que había presionado una cuerda sensible–. Efraín es más frontal, ¡y más sano, a su modo! No creo, de hecho, que haya torturado personalmente a nadie, no iba a estar haciendo él esas cosas en persona. Eso requería de individuos aún más básicos, esa gente que abunda en cualquier institución, ¡las manzanas podridas! Gente sometida por la disciplina o por su propia falta de perspectiva, el mismo resentimiento que movilizaba a algunos de esos «revolucionarios» que debían cazar día y noche. Así podían desquitarse de su condición de suboficiales o las humillaciones que ellos mismos vivían en los cuarteles, de la paga insuficiente, los ascensos restringidos por el color de la piel o el apellido mapuche... Es la lucha de clases en estado puro, amigo mío, qué le voy a decir yo. La famosa lucha de clases, que a fin de cuentas ocurre siempre entre los de abajo…

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