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4 Roma, 5 de agosto del año del Señor de 1492

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Un desconocido que pasaba por allí, oye los gritos de socorro de Stéfano

El cuerpo le dolía como si por encima le hubiese pasado una manada de búfalos, la pierna derecha no daba señales de vida y de un momento a otro la cabeza iba a saltar hecha pedazos. Se frotó los ojos y fue a rociarlos por los rincones de donde quiera que hubiera caído, pero no atinó a distinguir nada, y la mente le jugó una mala pasada al proyectarle que, de resultas del golpe en un punto sensible de su anatomía, lo mismo se había quedado ciego. Estaba tendido bocarriba, los brazos pegados a los costados, y fueron las manos las que al roce de lo que había debajo le revelaron que era tierra, una tierra reseca y cuajada de guijarros, que a la altura de los riñones y la espalda se le estaban clavando como puñales.

Con idea de escapar de aquel suplicio, hizo por incorporarse, ponerse primero en cuclillas y a continuación de pie, pero las fuerzas no le respondieron y la única pierna con ciertas garantías le temblaba de manera tan ostensible, que resolvió darse la vuelta y probar bocabajo. Por una asociación de ideas más que evidente, mientras redoblaba sus esfuerzos por cambiar de postura, le rondó la imagen de una tortuga a la que un niño travieso hubiera dado la vuelta y pugnara por recobrar su posición natural para echarse a andar.

Ahora, a la manera de una serpiente, empezó a reptar, a avanzar con el movimiento de los codos y con la rémora de la pierna que no obedecía las directrices de su cerebro, y en su desplazamiento a ninguna parte fue topándose con guijarros como los que se le habían clavado en la espalda y en los riñones, con montoncitos de tierra apilados unos detrás de otros y con lo que al tacto reconoció como cascotes y piedras de tamaño considerable.

La oscuridad y un silencio fracturado por el roce de su cuerpo sobre el suelo seguían siendo sus únicos acompañantes y en su mente empezaron a desmenuzarse los recuerdos, que conforme avanzaba el tiempo iban aproximándolo con más fiabilidad a lo que había sucedido.

Había pasado buena parte de la noche en una de las tabernas del Trastévere, donde había dado cuenta de un sinfín de vasos de vino, su fijación por las cartas le había hecho perder hasta el alma, y se había desahogado con una puta cuyo nombre había olvidado, pero que apostaría se lo había birlado a una heroína del mundo clásico. Luego de haber traspuesto media Roma, a la altura del monte Opio, la luna se había oscurecido, había renunciado a alumbrar su camino y entre tropezón y tropezón se había visto obligado a andar a tientas y confiar en su intuición para no terminar descalabrado.

Seguía anclada a su memoria la zona por donde había transitado, resbaladiza y sembrada de matorrales, de residuos de mármol, de alimañas, así como aquella última zancada en la que, en vez de encontrarse con el acomodo de la superficie, se encontró con un agujero lo suficientemente amplio como para haberse tragado su cuerpo entero. Luego, mientras se precipitaba cielo abajo, sin saber adónde, el cosquilleo en el estómago, la sequedad en la boca, la sensación de vacío e indefensión y el estallido de su cuerpo roto al estamparse contra la dureza del suelo.

De lo que, en cambio, no guardaba recuerdo alguno era del tiempo que llevaba en aquella cueva. Igual la noche en que había sufrido el percance aún no había tocado a su fin y había estado inconsciente dos o tres horas, que igual llevaba durmiendo días o semanas. Y se asió a la esperanza de que la grieta por la que había caído e intuía sobre su cabeza, más pronto que tarde permitiera el paso de un rayo de sol, que lo orientase y despejase sus dudas.

Mientras tanto, por más que fuese a un ritmo en exceso lento, seguía reptando y reptando, en un intento de al menos hacerse una idea de la forma y dimensiones de la trampa en la que lo habían cazado. Sus esfuerzos pronto se vieron recompensados y, tras varios recorridos hacia arriba y hacia abajo, aventuró que aquello era una cámara de planta rectangular no muy amplia, y para descanso de su cuerpo comprobó que uno de los lados más cortos presentaba un reborde a ras de suelo de una altura de tres o cuatro cuartas. A duras penas logró tomar asiento en él y al pasar las manos por la lisura de la pared y su rectitud, cayó en la cuenta de que igual se había precipitado al interior de una de tantas construcciones antiguas que proliferaban bajo la superficie de Roma.

En estas digresiones andaba embebido, cuando un rayo de sol, poco más que un hilo, vino a iluminar el espacio de delante de sus pies. Minuto a minuto el hilo fue ganando espesor y con él el área sobre la que proyectaba su claridad. Sus uñas escarbaron la tierra que ahora se veía rojiza y punteada por fragmentos de ladrillo y, escarbando y escarbando, apartando a un lado la tierra, fueron a tantear la superficie dura y lisa de lo que se ocultaba debajo: un pavimento enlosado cuyo color no adivinó, pero que lo reafirmó en la idea de que antaño aquel recinto en el que se hallaba había sido habitado por hombres como él y no era un accidente de la naturaleza.

Alzó los ojos y muy por encima del agujero por donde el sol penetraba vislumbró un cielo rosáceo, que al poco se hacía azul y lo ponía en conexión con la vida. Una vida que en el exterior daba por hecho seguiría como de costumbre, sin que nadie lo echara de menos. Faltaba poco para que hombres y mujeres circularan por las inmediaciones del agujero y quién sabe si no reparaban en él y no les daba por asomar la cabeza.

De sus conjeturas y reflexiones lo sacaron unas toses, que provenientes del exterior se iban haciendo cada vez más cercanas. No iba a dejar pasar aquella oportunidad. Igual no volvía a aparecer nadie hasta dentro de horas o días, o él no se apercibía de ello, o no aparecía nunca. Y haciendo bocina con las manos se puso a gritar, a pedir socorro. Ya se estaba figurando la cara de asombro de quien caminaba próximo a él, su cabeza dando vueltas y viendo de localizar la procedencia de las voces. O lo mismo no, lo mismo se agobiaba, salía a todo correr y desaparecía de por vida.

Por encima de su posición le llegó el eco de unas pisadas, que al cabo de unos instantes se detuvieron, y a las pisadas vinieron a reemplazar la cabeza de un hombre y su voz, que se abría paso a través del agujero:

—¿Quién está ahí?

—Me he caído en este agujero. Ayudadme. Os lo ruego por Dios Padre Todopoderoso.

—No perdáis la calma. Voy en busca de ayuda. Enseguida estoy de vuelta.

—Yo os diré cómo podéis ayudarme, buen hombre. Mejor vais a Campo dei Fiori y allí, a la derecha del abrevadero, veréis un carro con un mulo. Es un mulo bayo de los que se ven pocos por Roma, y el carro está medio despintado. Es mío, me sirve para acarrear fruta del campo. Traedlo aquí. En su interior hay una cuerda lo bastante larga y resistente como para llegar abajo y aguantar mi peso. Os recompensaré.

—No hay recompensa más valiosa que el amor de Nuestro Señor Jesucristo y hacer el bien.

No más haber dejado de oír la voz del hombre que se había brindado a socorrerlo, una sombra cruzó por delante de sus ojos y lo puso en guardia. Había sido un estúpido con dejarse embaucar, quién sabe si no regresaba y se quedaba con el carro y el mulo, siempre y cuando continuase amarrado a una de las argollas del abrevadero. Una actitud tan altruista no se ajustaba a la idea que se había forjado sobre el ser humano. Su filosofía de vida se apoyaba en dos premisas: nadie hace nada por nadie; y primero yo, luego yo, y después yo. Y empezó a hervirle la sangre por haber confiado en un individuo al que no conocía de nada, aunque, bien mirado, ¿qué otra cosa podía hacer?

Se cruzó de brazos, corrió los párpados y se dispuso a esperar. Semanas atrás, en el evangelio de la misa a la que asistió en la iglesia de San Clemente, había quedado impresionado por una parábola que narraba la historia de un samaritano que se encontró en el camino a un hombre medio muerto, a quien habían asaltado unos bandidos. El samaritano se acercó a él, derramó en sus heridas aceite y vino y las vendó, y montándolo luego en su cabalgadura lo trasladó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó de su bolsa unos denarios y se los entregó al posadero con el ruego de que mirara por él y le prometió que, si gastaba más, a su vuelta se lo reintegraría.

Quién no le decía que el hombre que se había prestado a socorrerlo no era como el buen samaritano de la parábola y regresaba y lo sacaba del agujero. Y hasta que regresaba, se puso a discurrir la manera de auparse a las alturas con el menor coste posible. De todas maneras, entre el porrazo que aún lo tenía aturdido, la fatiga por tanto reptar y la pierna que seguía más muerta que viva, el ascenso no iba a resultarle tarea fácil. Aunque, bien pensado, si desde arriba se actuaba de la forma que se estaba figurando, él apenas tendría que esforzarse, solo cuidar de que el nudo con el que iba a asegurar la cuerda a la altura de la cintura estuviera lo suficiente apretado como para no soltarse y no tanto como para dejarle sin aire. Ignoraba la edad del hombre al que aguardaba, si bien de resultas de su voz aseguraría que se trataba de una persona madura. Tampoco se hacía una idea de su físico, de si era alto o bajo, fuerte o débil. Fuera como fuese, tal detalle lo apreciaba irrelevante, tampoco se vería obligado a sudar en demasía, por cuanto su trabajo iba a consistir en desenganchar el mulo del carro y atar la cuerda al gancho del tiro. Era una operación tan simple, que hasta un niño podría realizarla.

El tiempo iba pasando, del buen samaritano no había ni rastro y por vez primera le invadió una sensación de claustrofobia, que provocó que la respiración se avivase, el rostro se congestionase y el sudor corriese por el cuello, el pecho y la espalda. Y para echar más leña al fuego le dio por maliciarse que el buen samaritano estaría muerto de la risa, tomándose unos vasos de vino a su salud, bosquejando en qué se fundiría los ducados que iba a sacar por la venta del carro y el mulo. Pero lo que más encanallado lo tenía era que, si gracias a la intervención de otro transeúnte acababa fuera del agujero, no iba a poder darse el gusto de ajustarle las cuentas a aquel aprovechado que se había burlado de él. Y esa reflexión acabó por hundirlo del todo y convencerlo de que, si en un plazo más o menos aceptable no aparecía, se pondría a gritar de nuevo.

Por nada de esto tendría que haber pasado si, después de haberse desahogado en la taberna, se hubiese ido a dormir al carro y a la mañana siguiente, abiertas ya las puertas de la muralla, lo hubiese arreado a su casa en el campo. Pero con excedente de vino en el cuerpo le daba invariablemente por lo mismo, por patearse media Roma a la luz de la luna y aguardar a que el aire fresco de la noche le apagara la borrachera. Y juró por todos los Santos que, si salía de esta y recuperaba el mulo y el carro, renunciaría al vino y se daría por satisfecho con zumo de frutas y agua.

El asesino del cordón de seda

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