Читать книгу El asesino del cordón de seda - Javier Gómez Molero - Страница 7
Prólogo
ОглавлениеMe hallo en un lugar donde ni en la más lúgubre de mis pesadillas imaginé que fuera a estar. La primera vez que rendí visita a las mazmorras de Torre di Nona –hace la friolera de once años– se debió a mi condición de capitán de la guardia de la ciudad de Roma, honor con el cual me distinguió su santidad Alejandro VI, no más haber tomado posesión del trono pontificio. El motivo que por entonces me convocó a esta prisión emplazada a orillas del Tíber fue inspeccionar sus dependencias y pasar revista a los instrumentos de tortura, merced a los cuales el verdugo es capaz de arrancar confesiones que en raras ocasiones se sostienen en pie.
A lo largo de esos once años me he codeado con los más altos jerarcas de la Iglesia, he conocido de primera mano a príncipes y reyes, he mantenido encuentros con destacados políticos, banqueros e intelectuales, he mandado sobre ejércitos de millares de hombres. Mi mesa ha rebosado de los vinos más caros y los bocados más exquisitos. He vestido gorgueras, calzas, camisas, casacas y jubones expresamente confeccionados para mí, que ya hubieran querido en sus arcones los más atildados petimetres. Y un dosel de guadamecíes, colchones de plumas y acariciadoras sábanas de seda han velado mis noches de insomnio. ¿Y ahora? ¿Qué queda ahora de lo que he sido, de lo que he poseído?
A día de hoy, con el viento encabritado en contra mía y el corazón en un puño, soy uno más de esa reata de presos, a cuál más desgraciado, con quienes, más allá de compartir la humedad de una celda, las ratas y los piojos, comparto un mañana que se vislumbra cuando menos comprometido. Brujas, asesinos, ladrones, herejes son algunos de mis conmilitones. Me sustento de mendrugos de pan y engaño la sed con agua sucia, por cuya superficie navega una armada de sanguijuelas. Por encima de mi cuerpo se entrecruzan harapos mugrientos, que apenas si bastan para tapar mis vergüenzas. Y un duro jergón roído de chinches y serpenteado por orines de Dios sabe quién provee un hueco a mi espalda cuando el sueño me abraza.
Y todo por haberme mostrado dócil a los mandados del santo padre y los suyos, por haberme prestado a sacar brillo a su nombre cada vez que lo mancillaban, por no haberle hecho ascos a tomar venganza de afrentas pasadas y perpetrar los crímenes más atroces que pensarse pueda. Por descontado, he mentido, he jurado en falso, he traicionado y, a sabiendas de que no me amparaba la fuerza de la razón, he segado la vida de algún que otro inocente. Fuera como fuese, no estoy por arrepentirme de mis actos, y mil años que viviera, mil años que obraría de la misma forma, pues, a fin de cuentas, quien estaba detrás de mi proceder no eran el papa ni sus allegados, era Dios Nuestro Señor, que no ignora lo que se hace y cuya capacidad de perdón no conoce techo.
Estaría en deuda con la verdad si admitiese que los tormentos que van en pos de que desvele la identidad de quienes en tiempos de bonanza se ocultaban entre las sombras, no me generan inquietud, pero lo que a decir verdad me agobia y me roba el sueño es la mengua de libertad, así como la imposibilidad de seguir prestando mis servicios a lo que queda de la familia de Alejandro VI. Con ser duro lo anterior, no lo es menos hacerme a la ausencia de la única mujer a la que de corazón he amado, a la que no cejo de orientar mi pensamiento y para cuya existencia ruego al Altísimo la más dulce de las suertes. Igual que Dios la puso en mi camino y concedió que se apiadara de mí, Dios la quitó de mi vista al otorgar su beneplácito a la repentina muerte de su santidad, lo que trajo consigo un nuevo orden de cosas, en el que yo no salí especialmente favorecido. La elección del nuevo pontífice, Julio II, dio pie a una etapa de mi vida en la que se me angostaron los caminos, me atrancaron las puertas, me soltaron los perros y terminé por dar con mis huesos en Torre di Nona, viéndome por ende forzado a renunciar al amor para el resto de mis días.
La puerta de mi celda acaba de abrirse con su sangriento chirrido, la voz de ultratumba del carcelero y sus manos manchadas de muerte me conminan a levantarme del lecho, renunciar al amparo de los barrotes y marchar detrás de él. Hasta hoy me habían interrogado –invariablemente en el interior de mi celda– sin hacer uso de la violencia, tratando de tirarme de la lengua con tanta habilidad como persistencia y con el compromiso de rebajarme la condena, en caso de que me aviniese a colaborar. Mas a la vista de la inutilidad de tan gentil y considerado procedimiento han determinado echar mano de métodos más expeditivos. De aquí a nada me las tendré que ver con la rueda, el potro, la espulguera, la pera veneciana, la bota española y una profusión de instrumentos de tortura que conozco como mis pecados, pero cuya denominación una cierta intranquilidad me dificulta recordar.
En tanto hago lo imposible por aparentar calma y arranco a entonar un Pater Noster, caigo en la cuenta de que a estas alturas de mi parlamento no os he proporcionado detalle alguno acerca de mi identidad. Y a la vuelta de un rato quién sabe si no me habrán abandonado los ánimos y me resultará de todo punto inviable revelárosla. Así que, después de haberos detallado la situación por la que estoy transitando, ha llegado el momento de deciros quién soy. Aun cuando mi nombre real sea Miguel Corella, hijo del conde de Cocentaina y natural de Valencia, desde que puse los pies en Roma tan solo vuelvo la cabeza al reclamo de la voz que me llama Michelotto.