Читать книгу El asesino del cordón de seda - Javier Gómez Molero - Страница 15
8 Roma, 25 de agosto del año del Señor de 1492
ОглавлениеStéfano acaba por confesar la verdad a Michelotto, nuevo capitán del cuerpo de guardia de Roma y mano derecha del papa
—Hará cosa de quince o veinte días enganché el mulo al carro que la noche de antes había cargado de melocotones, sandías y melones y, dejando atrás las tierras que cultivo, me encaminé en dirección a Roma. Estaba amaneciendo cuando llegué a Porta San Paolo, por la que crucé sin que nadie me molestara, a lo mejor porque a esas horas los guardias suelen estar medio dormidos y lo que menos les apetece es interrogar a alguien o fisgonear. Las tiendas y talleres de las calles por las que iba circulando estaban abriendo sus puertas, y los patrones y aprendices se aprestaban a exponer al público sus productos; los banqueros pesaban, cambiaban monedas y vendían mentiras; los tejedores extendían sobre bancos de madera sus telas y madejas de lana; de las tintorerías escapaba un insufrible olor a lejía y alumbre; niños y no tan niños, con sus bártulos a cuestas, iban camino de sus clases; más de un carruaje tirado por caballos engalanados anunciaba la presencia de alguien importante, y de casas de relumbrón emergían criados con sus cestos rumbo al mercado, lo que me hizo arrear al mulo para llegar cuanto antes. Nada más pisar Campo dei Fiori, en medio de dos campesinas que vendían conejos, pollos y gallinas de sus granjas, ocupé mi sitio de costumbre y en un ora pro nobis monté el puesto y vacié el carro de su carga. Antes de que se me adelantaran, me apresuré hacia el abrevadero y en una de las argollas de sus bordes amarré el mulo con el carro detrás. Sin pérdida de tiempo, regresé al puesto y me puse a pregonar a gritos mis mercancías. Aun cuando a esas horas tan tempranas todavía se pueda respirar y el sol no aprieta con el ensañamiento de después del rezo del ángelus, la mayoría de los que iban o venían protegían sus cabezas con sombreros y se daban aire con abanicos de paja y espejitos incrustados. Por delante de mi puesto desfilaban músicos, danzarines, comediantes, sacamuelas, vendedores de remedios milagrosos, buhoneros, mendigos y patrullas de soldados, que no perdían detalle para que no se cobrara más de lo estipulado, no se salieran con la suya los ladronzuelos y no estallaran altercados.
—Te estás yendo por las ramas Stéfano. Todo lo que me estás contando me lo conozco mejor que tú. Al grano —por un instante a Michelotto le dio la impresión de que aquel redomado embustero le estaba tomando el pelo.
—Disculpad, excelencia. Procuraré ceñirme a los hechos — declaró Stéfano, que mientras estuviese en posesión de la palabra no iba a recibir más golpes—. La jornada no se me dio mal, no bien quise darme cuenta lo había vendido casi todo y lo que me había quedado lo cambié por semillas de trigo, cebada y centeno. Con el anhelo de celebrarlo y refrescarme un poco, me dirigí a una casa de comidas de Vía Recta, a unos pasos del Panteón. Con el último bocado regresé adonde el mulo y el carro, me dejé caer en su interior y descabecé un sueño bajo un sol que amenazaba con derretir el toldo, y el chirrido de las cigarras y el chapoteo de unos niños en el agua del abrevadero como música de fondo. Apenas me desperté, ya la tarde más que avanzada, el sabor amargo que se me había instalado en la boca y la sequedad de la misma me hicieron desistir de mi intención de volver sobre mis pasos, trasponer las murallas por Porta San Paolo y tomar el camino de mi casa. Y sin explicarme muy bien por qué, me vi en el interior de una taberna del Trastévere en la que había estado otras veces, donde llegué a perder la noción del tiempo.
—¿Por quién me tomas? Me estás sacando de quicio. O abrevias o te muelo a golpes. O si lo prefieres, nos apresuramos a Torre di Nona —Michelotto estaba al borde del colapso.
—¡A Torre di Nona no! —Stéfano ya se estaba viendo enfrentado a empulgueras, peras venecianas y botas españolas.
—Te lo estás ganando a pulso —Michelotto volvió a hacer gala de su habitual flema.
Una vez hubo oído de labios de Stéfano el resto de su historia, por fin en sus justos términos y con la brevedad demandada, a lo que contribuyó de modo sustancial la daga que uno de los guardias le había puesto al cuello, Michelotto se interesó por que le revelara la suerte de prendas que lo adornaban, como para que un desconocido se hubiera prestado a ofrecerle ayuda así como así, después de haberse precipitado por una grieta del monte Opio.
—En el cielo escucharían los rezos que ofrecí al Altísimo y mi promesa de que, si alguien acudía a socorrerme y me sacaba de aquel agujero, llevaría al altar de la iglesia de San Clemente ramilletes de flores, cirios de los más caros, dos candelabros de oro macizo, una casulla para el sacerdote y una dalmática para el diácono.
—Y ¿cómo se desarrolló el rescate? ¿Resultó muy complicado?
—A la vuelta de lo que calculé serían dos o tres horas desde que me había prometido socorrerme, el buen samaritano regresaba, desuncía el mulo del carro, fijaba la cuerda en el gancho de los arreos y la arrojaba agujero abajo. Al verla descender, mis ojos no distinguieron una cuerda, sino la imagen de Nuestro Señor Jesucristo, que con los brazos abiertos venía a rescatarme. La cogí, me la até en torno a la cintura, la apreté con las dos manos y grité al buen samaritano que arrease al mulo y tirase del ronzal con todas sus fuerzas.
—¿Y qué pasó con tu buen samaritano?
—Al salir al aire libre y advertir cómo el sol quemaba mi piel y me forzaba a entrecerrar los ojos, me puse a llorar como un niño y abracé hasta por poco asfixiarlo al hombre que Dios había puesto en mi camino y me había salvado la vida. Me deshice en elogios a su bondad, le indiqué que mientras viviese estaría en deuda con él y me ofrecí a recompensarlo, ofrecimiento que rechazó, pues la única recompensa que interesaba a aquel bendito era la que Dios le tenía reservada en el cielo. Y ahí nos despedimos, él por su camino y yo por el mío.
—Tu relato ofrece tantos puntos débiles, que me impulsa a reconsiderar la conveniencia de seguir con el plan que tenía trazado: llevarte a Torre di Nona para que recuperes la memoria.
Las palabras de Michelotto fueron rubricadas por otro tremendo puñetazo asestado, en esta oportunidad, en el hígado de Stéfano.
—Os he contado las cosas tal y como sucedieron. Allá vos si no confiáis en mi palabra —se lamentó Stéfano, todavía doblado por el efecto del golpe.
—¿Cuál es el nombre de ese ángel y en qué barrio vive? — indagó Michelotto.
—Me quedé con las ganas de que me lo dijera. Prefería quedar en el anonimato más absoluto. Me aseguró que así su acción adquiría más mérito a los ojos de Dios.
—¿Por qué, una vez liberado del hoyo, no agarraste las riendas de tu mulo para regresar de inmediato al campo? ¿Por qué has esperado tanto tiempo para cruzar por Porta San Paolo? —preguntó Michelotto.
—De resultas de la caída en el agujero un hueso se me había desplazado de su sitio. Cada vez que daba un paso veía estrellas. A la pierna le eran precisos cuidados que solo me podían prestar en la ciudad. Y ya medio restablecido, por recomendación del curandero que me la recompuso, hube de quedarme tendido en el interior del carro sin moverme. Por fortuna, uno tiene amigos y gracias a ellos, que me llevaban alimentos y efectuaban curas, logré sobrevivir — alegó Stéfano, quien en realidad había retardado la salida por miedo a sufrir un asalto a lo largo del camino, dado que por esas fechas, en que la sede papal se hallaba vacante, se perpetraban frecuentes delitos.
—Y el cofre, ¿de dónde ha salido? A este paso acabarás por hacerme creer que te llovió del cielo o te lo regaló el buen samaritano —el vaso de la paciencia de Michelotto había rebosado. Lo agarró del cogote y le espetó—: andando, a Torre di Nona.
—Me lo encontré en la cueva en la que había caído. Estaba cubierto por un montón de tierra y escombros y tropecé con él. Abrirlo me llevó su tiempo y, no más meter las manos en su interior y verificar lo que guardaba, la cabeza empezó a darme vueltas y el corazón por poco se me sale por la boca. Tenía claro que si llegaba a salir con vida del agujero, me esperaba una existencia tan regalada como la del cardenal más rico o el mismo papa. Y nunca más me vería obligado a trabajar. Claro que ahora…
—¿Y tuviste la desfachatez de no hacer partícipe de tu hallazgo al hombre que te salvó? —a Michelotto no le cabía tanta indignidad.
—Le propuse repartirlo con él, pero se opuso a ello. Me dio a entender que los bienes terrenales le traían sin cuidado. ¿Qué podía hacer yo?
Minutos después de haber concluido el interrogatorio, Michelotto, Stéfano y dos de los hombres que hacían guardia en Porta San Paolo y llevaban en sus manos cuerdas y antorchas apagadas, guiaban sus pasos en dirección al monte Opio, en una de cuyas laderas los aguardaba la cueva a la que se descendía por una grieta de la superficie. Luego de unas tentativas fallidas de Stefano para dar con el punto exacto, que a Michelotto le parecieron hechas aposta para ganar tiempo, por fin dieron con lo que buscaban.
—Encended las antorchas y echad las cuerdas. Bajaremos Stéfano y yo —dispuso Michelotto a los dos guardias, que ignoraban la razón por la que estaban allí y lo que se le había perdido a su excelencia en el fondo de la tierra.
La antorcha en una mano y la cuerda en la otra, primero Stéfano y después Michelotto se introdujeron por la grieta medio tapada por hierbajos y fueron descendiendo hasta posar los pies en el suelo. Un olor insufrible, como a bicho muerto, que se propagaba desde el suelo hasta el techo, para quedar flotando en el espeso aire que allí circulaba, los forzó a contener la respiración. El resplandor de la llama iluminaba la pared de delante, que daba la impresión de estar tachonada de pinturas desvaídas cuya temática se le escapaba a Michelotto, quien sin apartar la vista de ellas avanzó con la intención de analizarlas más de cerca. Aunque igual había sido objeto de una ilusión óptica y lo que tenía enfrente de él era un simple muro desconchado.
En esta disyuntiva se hallaba, cuando su pie derecho, al avanzar, fue a tropezar con algo que por poco le hace trastabillarse y caer de bruces al suelo. Bajó la antorcha para averiguar de qué se trataba y al punto descubría que lo que había interceptado su paso era un cuerpo, que vestido con un hábito religioso estaba tendido bocabajo. Se agachó, le dio la vuelta, le limpió la tierra que le ocultaba la cara y constató que era la de un varón grueso, que en su momento habría sido bien parecido, y que tal vez fuera el monje sobre cuya desaparición alertó el otro monje que en Torre di Nona se esforzaba por sonsacar sus pecados a la bruja condenada a la hoguera.
Michelotto se hincó de hinojos y salmodió una plegaria. Sus ojos rastrearon los de Stéfano, que en cuclillas se daba golpes de pecho, lloraba y gritaba su arrepentimiento, por haber empujado por la grieta a aquel hombre cabal al que debía la vida.
—Merezco morir en la horca o en el fuego. Que Dios se apiade de mi alma.
Michelotto no se rebajó a efectuar comentario alguno ni a golpearlo hasta destrozarlo por completo o estrangularlo. Se limitó a despojarlo de la cuerda, atar con ella al monje que en vida tal vez hubiera lucido una tez sonrosada, y vocear a los dos guardias que tiraran con fuerza para arriba. Una vez lo hubieron izado y depositado en tierra firme, se repitió la maniobra, esta vez con Michelotto como protagonista del ascenso. No bien enfrentó sus ojos a los de los dos guardias y echó una última mirada al cadáver, los apremió a que fueran por cuantos materiales y aparejos estimasen precisos para taponar la grieta, por supuesto con Stéfano dentro, y trasladaran al monje al convento al que pertenecía. Hasta tanto el cierre del agujero no hubiera llegado a su término, no tenía intención de retirarse de allí. Había de estar seguro de que ningún otro desgraciado iba a caer por él.