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5 Roma, 18 de agosto del año del Señor de 1492

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Miguel Corella, quien sirve como guardaespaldas al obispo César Borgia, es llamado al Vaticano por Rodrigo Borgia, padre de César y nuevo pontífice con el nombre de Alejandro VI

Había entrado en Roma por Porta Angelica, luego de haber cabalgado desde Spoletto y cubierto las veinticinco leguas que enlazaban las dos ciudades en poco más de cinco horas, para lo que había dispuesto de dos caballos, el que montó a la salida, de origen bereber, negro zaino y bragado, y el que llevaba de reata, un semental español, alazano y careto, de abundante hueso y alzada pronunciada. Cuando a la altura de Terni advirtió que a su primera montura empezaba a faltarle el resuello y estaba a pique de reventar, se deshizo de ella y sin perder un minuto se pasó a la segunda, que cubrió el tramo restante.

Si al partir camino de Roma estaba destacado en aquella ciudad de Umbría en la que no se le había perdido nada y que Cicerón había calificado de colonia latina in primis firma et illustris, no era fruto del azar, sino porque así lo había ordenado el obispo de Pamplona César Borgia, a quien servía como guardaespaldas, desde que dos años atrás su ilustrísima se hubo instalado en Pisa con el empeño de cursar los estudios de Teología. Aunque en honor a la verdad, tenía que reconocer que el jovencísimo prelado no había hecho sino acatar la voluntad de su padre, el nuevo pontífice, quien, para evitar habladurías, le había recomendado encarecidamente se abstuviese de asistir a su coronación en Roma y se desviase a Spoletto en unión de su séquito.

Con la carta para su hijo en la que le prohibía su presencia en Roma había llegado otra para él, igualmente cerrada con lacre y con el sello del anillo papal, en la que su santidad le pedía, por supuesto encarecidamente, que a la mayor urgencia hiciese acto de presencia en las dependencias del Vaticano, donde, una vez recibiese instrucciones del maestro de ceremonias Johann Burchard, pasaría a la sala de audiencias para mantener con él una entrevista privada.

A lo largo del camino que lo conducía a Roma, había dispuesto de tiempo para hacerse cábalas acerca de la razón que habría impulsado a Alejandro VI a convocarlo. Hasta donde a él se le alcanzaba, no le constaba que el papa lo conociera, al menos en persona, a lo sumo estaría al corriente del servicio que prestaba a su hijo César, y poco más. Entonces, ¿a qué venía citarlo y con tanta premura? Como no fuese para reprenderlo por acompañar al joven, a quien las putas se lo disputaban como un tierno bocado, a cubiles de los que salía la mayoría de las ocasiones sin un ducado y apestando a vino…

Aunque tampoco ese comportamiento se le antojaba tan desvergonzado como para censurarlo. Todos los estudiantes lo hacían y el joven obispo no iba a constituir la excepción. Tenía la sangre caliente, era apuesto y simpático, vestía de seda, tafetán o terciopelo con joyas y piedras preciosas al modo de un príncipe, el dinero lo manejaba a manos llenas, e iba seguido de una corte de españoles que le reían las gracias. Si se adentraba con él en aquellas tabernuchas era porque entre las obligaciones que había contraído al tomar posesión de su cargo se incluía la de no dejarlo solo ni a sol ni a sombra. De hecho, dormía a los pies de su cama y, por lo que pudiera pasar, ni en sueños se desprendía de la daga.

Que al santo padre le asistía el derecho de reprobarlo por «alentar» los malos hábitos de su señor no iba a ponerlo en entredicho. Pero se le hacía cuesta arriba entender que a un hombre de mundo como el que le había remitido la carta le inquietaran esas minucias, máxime cuando él en sus tiempos de estudiante en Roma y en Bolonia había tomado parte en jolgorios y frecuentado tabernas y prostíbulos.

Después de haber efectuado el cambio de caballo, como si el semental español que ahora montaba le hubiese insuflado una bocanada de optimismo, se había puesto a barajar que lo mismo la razón de tan inesperada citación se debía al deseo de su santidad de hacerle patente su felicitación por el trabajo desarrollado en Pisa. Y de modo especial por el arrojo exhibido la noche en que, a la salida de un burdel, por poco si pierde la vida al defender a César de la embestida de cuatro o cinco maleantes, que al revolver una esquina lo acechaban espada en mano y exigían su capa bordada en oro de la que colgaban piedras preciosas.

De Alejandro VI, más allá de lo que de él se rumoreaba, sabía lo que en contadas ocasiones le había revelado su hijo César cuando el vino lo volvía más parlanchín, a lo que venían a sumarse las informaciones que a cuentagotas le suministraban los dos preceptores del joven, Romolino de Ilerda y Vera de Ercilla, quienes no se tapaban de él a la hora de verter comentarios concernientes al antaño cardenal y ahora pontífice de la cristiandad.

Rodrigo Borgia acababa de cumplir los treinta cuando emprendió una relación con Giovanna Cattanei, a quien en Roma llamaban madonna Vannozza, una bella cortesana once años más joven, por la que el entonces cardenal Borgia perdió la cabeza, hasta el extremo de decidirse a formar con ella una familia tan estable como otra cualquiera, en cuyo seno fueron naciendo Juan, César, Lucrecia y Jofré. El cardenal, a fin de cubrir las apariencias y mirar por la honorabilidad de la cortesana, le fue procurando a lo largo de su vida en común tres maridos, uno tras otro, quienes, siempre y cuando se llenasen la bolsa de ducados, no ponían impedimento a aceptar de buen grado tan infamante situación: el primero, un empleado del Vaticano al que Rodrigo había recomendado para un puesto de escribano y que falleció relativamente pronto; el segundo, un preceptor que, por encima de calentarle el lecho a Vannozza, se prestó a educar a sus hijos, quien también desapareció; y un tercero del que Romolino y Vera no le habían dado razón alguna.

Por más que la relación se hubiese enfriado hasta acabar por romperse, la pareja continuaba respetándose y guardaban un inmejorable recuerdo el uno del otro. El cardenal había convivido con una mujer singular a la que dio unos hijos por los que se desvivía y cuyo porvenir no iba a consentir que se le fuera de las manos. La cortesana, por su parte, había mudado radicalmente de vida y prosperado lo indecible. De habitar una casa de pisos en la que tenía por vecinos a dos zapateros remendones, dos lavanderas, un carpintero, un herrador y una puta vieja española, a la que frecuentaba un canónigo, había pasado a ser dueña de un palacio en el barrio de Regola, así como de una viña extramuros, unas cuantas casas de huéspedes y alguna que otra taberna que le rendían jugosos dividendos.

Al cumplir César once años, Lucrecia, seis y Jofré, cinco, su padre juzgó acertado prescindir de los cuidados de madonna Vannozza y su compañía, y trasladarlos al palacio de los Orsini, en Monte Giordano, con idea de que fueran educados bajo la tutela de Adriana, una prima a la que Rodrigo dispensaba un cariño sincero y a la que hacía depositaria de sus cuitas y secretos más íntimos. Y sería en el palacio en cuestión donde, en una de las visitas con que sorprendía a su prole, iba a sus casi sesenta años a perder la cordura y el sentido del ridículo por culpa de Giulia Farnese, una jovencita de quince, que desde Capodimonte había recalado en Roma con el propósito de contraer matrimonio con el hijo de Adriana. El enlace entre la bella y virginal Giulia y Orso Orsini, «el Tuerto», se celebró en el exuberante palacio de su eminencia el cardenal Rodrigo Borgia, quien, en calidad de regalo de bodas, no tuvo inconveniente en cederlo a la feliz pareja para que se casasen como Dios manda.

Tras descabalgar y confiar el semental español a un palafrenero encajado en una librea del Vaticano, que al instante se evaporaba, y cuando se disponía a sacudirse el polvo de la vestimenta y a secarse el sudor del rostro con un pañuelo que había sacado de debajo de la camisa, notó a la altura del hombro la presión de una mano, que le hizo darse la vuelta.

—Vos debéis de ser Miguel Corella, el guardaespaldas de su ilustrísima César Borgia, obispo de Pamplona —el acento de Johann Burchard se evidenciaba de lo más peculiar y chocante, arrastraba las erres y un punto de rigidez le hacía parecer distante.

—Y vos, el maestro de ceremonias del santo padre —salió al paso Miguel, al tiempo que devolvía el pañuelo al sitio donde lo guardaba. Si no había saludado por su nombre al hombre alto y enjuto que lo había recibido, que iba admirablemente aseado, vestía jubón de seda azulón y calzas a juego y llevaba la cabeza destocada, era porque no estaba convencido de acertar a pronunciarlo con corrección.

—En poco más de una hora os recibirá en audiencia privada el pontífice. Hasta entonces nos queda mucho por hacer —Johann Burchard lo repasó de arriba abajo y no escatimó un aspaviento de disgusto, que subrayó con un movimiento de cabeza—. No pretenderéis presentaros de esa guisa. Seguidme.

Al rato Miguel Corella era otro hombre. Dos criados de Burchard lo habían metido en una tinaja de madera mediada de agua tibia y perfumada con pétalos de flores y ramas de plantas aromáticas, le habían frotado el cuerpo hasta despellejarlo con un jabón que olía a aceite de oliva y lo habían secado antes de pasarlo a una sala, donde, en vista de la abismal diferencia de altura entre el señor y su huésped, se habían puesto a revolver en el arcón en el que se guardaba ropa de todas las tallas.

—Esto ya es otra cosa —comentó el puntilloso Burchard, a quien faltó tiempo para escrutar el zuparello beige de tafetán con mangas rasgadas por las que asomaba una camisa blanca, y las calzas acuchilladas en rojo y ceñidas por un cinturón de cuero con filos bordados en blanco—. Ahora nos queda lo más engorroso.

Miguel Corella ajustó una mueca de extrañeza con la que venía a significar que ya estaba en disposición de presentarse ante su santidad Alejandro VI, con las máximas garantías para no dejar en mal lugar a su interlocutor, que qué otra cosa se vería en la obligación de hacer.

—A su debido tiempo se personará un sacerdote para conduciros a la sala de audiencias y os dejará a solas con el santo padre. A partir de ahí, todo dependerá de vos. No obstante, he de informaros que entre mis competencias está la de procurar que cualquiera que acuda a rendirle visita al papa, lo haga con el debido respeto y según unas normas de comportamiento, o, para expresarlo con un término más adecuado, de protocolo. Ni por asomo debéis olvidar que vais a estar frente al jefe del Estado de la Iglesia y representante de Cristo en la tierra.

Miguel Corella estaba empezando a ponerse nervioso y a sentirse más pequeño de lo que era, si es que eso fuese posible. Que le hubiera encantado crecer unas cuantas pulgadas estaba fuera de toda discusión, pero en ese aspecto la naturaleza se había mostrado cicatera con él, hasta el punto de que más de uno giraba la cabeza cuando pasaba por su lado y profería en voz baja comentarios que suponía ofensivos para su persona. Para compensarlo, esa misma naturaleza lo había dotado de la fuerza de un toro, de un valor que rayaba en la temeridad, de una inteligencia portentosa y de una sangre tan fría como la de un reptil.

—Al entrar os acercaréis al trono en que está sentado, os arrodillaréis ante él y le besaréis los pies y las manos. En cuanto os lo ordene, os pondréis de pie y así permaneceréis hasta que concluya la entrevista. Bajo ninguna circunstancia se os ocurra hablarle si no os lo ha pedido antes, ni contradecirlo. Y para dirigiros a él, debéis serviros del tratamiento de santidad o santo padre.

En pos de un sacerdote que marchaba como si le hubiesen metido fuego o estuviese huyendo de alguien, Miguel fue discurriendo a través de salas y más salas de suelos brillantes tal que armas recién bruñidas, de paredes cubiertas de tapices, colgaduras y maderas taraceadas, y de techos con pinturas que representaban temas religiosos y paganos, en su mayor parte inspirados en mitos griegos o en la historia de Roma. Los rincones que iba dejando atrás los invadían candelabros de varios brazos cuyos cirios estaban apagados, arcones de madera tallada que guardarían ropa, vitrinas en las que se exponían paños cubre cálices, mangas de cruces procesionales, un frontal de la Pasión bordado en oro, arquetas de tejadillo en madera y libros de pergamino, encuadernados con cuero estampado sobre madera con herrajes, esmaltes y piedras preciosas. Por entre las vitrinas se erguían atriles con pie de mármol y de metal, en los que no se resistió a echar un vistazo a códices abiertos por la mitad, cuyas hojas las iluminaban miniaturas coloreadas. Una mesa baja de mármol veteado sostenía el libro más voluminoso que sus ojos hubieran jamás contemplado, que de tan inmenso y pesado iba provisto de ruedas para trasladarlo. Y a la mesa la encerraba un corro de sillas de tijera, con asiento y respaldar de cuero en que reposar después de tanto trasiego o hacer tiempo hasta que llegara la hora de Dios sabe qué.

De donde quiera que fuese le venían aromas de cera, de incienso, de cirio encendido, que estimulaban a la meditación y al recogimiento, y a unos tramos del recorrido en que caminaban solos y en silencio sacerdote y guardaespaldas, sucedían otros en que se cruzaban con otros sacerdotes, en su mayoría jovenzuelos sonrientes, con dominicos y franciscanos de semblante entristecido, que dialogaban como si murmurasen, con funcionarios que a su paso dejaban la estela de un perfume mareante, con camareros, mayordomos y personal de limpieza que, como buenos italianos, discutían a voz en grito, y con otros que, vista su elegancia y apostura, la energía con que pisaban el suelo y el aire de importancia que se daban, serían miembros de alguna embajada extranjera con representación en la capital de los Estados Pontificios.

Quince o veinte pasos antes de que el largo corredor llegase a su fin, el sacerdote que le servía de guía se detuvo, torció la mirada a la derecha y su mano le señaló una puerta ceñida a media altura por dos espejos venecianos que circundaban marcos de cristal de roca. Tras llamar, la empujó, se volvió hacia Miguel Corella y le puso en su conocimiento que en su interior lo estaba esperando su santidad. Y fue en ese instante cuando por la mente del guardaespaldas resbalaron las últimas palabras de la breve, pero provechosa lección con que Johann Burchard acababa de obsequiarlo: «En cuanto el santo padre haga sonar la campanilla deberéis retiraros sin perderle la cara, no sin antes tener la deferencia de agradecerle mediante una reverencia la gentileza que ha mostrado al recibiros en audiencia».

El asesino del cordón de seda

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