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Capítulo 1

Impulso expansivo, redistributivo e industrializador: la política fiscal bajo el peronismo1

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Federico Grillo*, Sebastián Katz** y José Luis Machinea***

Dele al pueblo, especialmente a los trabajadores, todo lo que sea posible. Cuando parezca que ya les está dando demasiado, deles más. Todos tratarán de asustarle con el espectro del colapso económico. Pero todo es mentira. No hay nada más elástico que la economía, a la que todos temen tanto porque no la entienden. (Consejo de Perón al presidente chileno Ibáñez, citado en Gerchunoff y Llach, 2018)

El presente capítulo estudia la evolución de las finanzas públicas durante la experiencia peronista de gobierno en el período 1946-55 poniendo el foco en las tensiones que esa evolución trajo aparejada sobre el desempeño agregado de la economía. Como se sabe, con el objetivo de impulsar un ambicioso programa de reforma social y económica a través del que intentó responder a las demandas –muchas de ellas, largamente postergadas– de la novedosa coalición social que lo llevó al poder, el gobierno de Perón promovió un activo involucramiento gubernamental en la asignación de los recursos económicos. Fue ese un aspecto insoslayable de aquella experiencia de gobierno. Una de las manifestaciones de esa mayor presencia estatal fue que el gasto público consolidado (incluyendo a provincias y municipios) se incrementó en forma marcada para ubicarse a fines del período de gobierno en torno de un nivel equivalente al 25% del PBI, lo que contrastaba con un sector público que, aún después del mayor intervencionismo de la década del treinta, típicamente representaba el equivalente a menos de un quinto de la economía nacional. Pero ese hecho –que, por otra parte, estaba relativamente en línea con tendencias observadas en el período en una gran cantidad de países– estuvo lejos de ser el único reflejo, o necesariamente el más relevante, de la creciente influencia estatal en el proceso de toma de decisiones económicas.

En un clima de ideas que –luego de la Depresión y a la salida del conflicto bélico– desconfiaba naturalmente de las soluciones de libre mercado, en todas las latitudes –incluidas muchas de las principales naciones capitalistas– se favorecía una amplia intervención estatal orientada a asegurar el pleno empleo y a promover la redistribución del ingreso. Al mismo tiempo, en el contexto de las economías de menor desarrollo relativo, existía un consenso optimista en que el postergado impulso industrializador vendría de la mano de una activa planificación estatal de la actividad económica. En ese sentido, las políticas del gobierno peronista sintonizaban plenamente con el clima de opinión reinante. Sin embargo, la intensidad que caracterizó al impulso expansivo y redistributivo y el modo en que la administración intentó tomar ventaja de una coyuntura externa inicialmente favorable para promover una acelerada industrialización a través de mecanismos fiscales muy poco transparentes fueron rasgos puramente idiosincrásicos de la experiencia peronista.

Pese a las particulares características que asumió la experiencia local, las áreas en que la influencia estatal se manifestó estuvieron a tono con los consensos internacionales de posguerra. En primer lugar, en el marco de una concepción del desarrollo “orientada hacia adentro”, el Estado –tanto en su dimensión de planificación y regulación económica, de protección de la actividad doméstica como en su rol directo como productor– fue concebido como el principal impulsor del esfuerzo industrializador en el que se había embarcado el país a partir de las circunstancias generadas por los conflictos bélicos y el período de entreguerras. Profundizando los pasos ya dados desde el inicio de la Segunda Guerra, el gobierno de Perón avanzó decididamente en la dirección de un mayor involucramiento del Estado, principalmente en la provisión de servicios públicos. La nacionalización de los ferrocarriles y de las compañías telefónicas en manos de capitales extranjeros fueron posiblemente los movimientos más visibles en esa dirección, pero no los únicos. Aun cuando el propio Perón no fue tan lejos como muchos de sus seguidores pretendían, el gobierno se involucró en las áreas más diversas, desde aquellas consideradas estratégicas por las Fuerzas Armadas hasta otras menos “vitales” para el complejo militar/industrial.

En segundo término, y también en sintonía con el clima intelectual de posguerra y de las demandas de su propia base de sustentación política, el gobierno peronista promovió, a través de diversos mecanismos, una amplia redistribución de los ingresos en favor de los sectores urbanos y, en particular, de los trabajadores. Las políticas tributarias –a través de la creación o aumento de diversos impuestos directos– y de gasto público –a través de un mayor peso de las erogaciones en educación, salud y vivienda y del impulso al propio empleo estatal– así como la introducción de nuevos beneficios sociales desempeñaron, desde ya, un rol muy importante al respecto.

Pero, más allá del flamante estado de bienestar que se creaba en línea con las concepciones predominantes en otras latitudes, muchos de los mecanismos –no menos contundentes– utilizados para inducir la mencionada redistribución transcurrieron a través de vías alternativas, de escasa transparencia institucional y poco apego a las reglas presupuestarias. Tanto la nacionalización de los depósitos y la centralización del crédito a partir de los redescuentos otorgados por el Banco Central como el control estatal establecido sobre el comercio exterior fueron así instrumentos centrales en el impulso redistributivo desplegado por las políticas del peronismo y la fuente de generación de marcados desbalances a nivel agregado. Por un lado, una política crediticia de sesgo –en general– muy expansivo a tasas reales fuertemente negativas fue un factor clave para compensar los efectos que, sobre la rentabilidad del sector industrial, tenían las políticas distributivas orientadas a inducir una mejora sistemática de los salarios reales, con aumentos que superaron largamente a la evolución de la productividad. Por otro lado, el IAPI fue uno de los pivotes de un esquema de fuerte redistribución intersectorial del ingreso nacional a través del cual el fisco se apropió de la bonanza de los términos de intercambio de los primeros años de la posguerra y financió buena parte de las políticas públicas orientadas en favor de los sectores urbanos. Del mismo modo, a partir del momento en que se reviertan esos favorables términos de intercambio, aunque de manera ahora ampliamente perdidos a través de una política no sostenible de subsidios públicos, las actividades del IAPI intentaron compensar, al menos parcialmente, la gran apreciación del tipo de cambio aplicable a las exportaciones del sector agropecuario. La manera de hacerlo fue comprando a precios más altos a los productos agropecuarios y subsidiando el precio de comercialización en el mercado interno en el intento de preservar, al mismo tiempo, los salarios reales.

Aunque se trataba de actividades de naturaleza evidentemente fiscal, ninguna de estas acciones del IAPI se reflejó debidamente en el presupuesto público que aprobaba el Congreso de la Nación. Su financiamiento ocurría, en realidad, a través de los préstamos que los bancos públicos redescontaban a su turno en el Banco Central. Debido, como se dijo, a las reducidas tasas a las que se concedían, la gran mayoría de esos créditos fueron licuados por el alza del nivel de precios. Algo similar ocurrió con los créditos que el Banco Hipotecario otorgaba como parte de la agresiva política de vivienda que impulsaba el gobierno. En la medida en que el ritmo de evolución de esos créditos superó largamente al de los depósitos privados, una parte sustantiva de los redescuentos otorgados por el Banco Central representó, en la práctica, emisión monetaria destinada a financiar por fuera del presupuesto una gama muy relevante de actividades fiscales. Los generosos redescuentos otorgados y las ostensibles transferencias de riqueza desde los depositantes también beneficiaron, como se dijo anteriormente, a los tomadores de préstamos del sector privado.

Lo que todas estas acciones revelan es la determinación de las autoridades de utilizar, con fines menos moderados y mucho más ambiciosos, varios de los instrumentos –reformulados– de política e instituciones heredados de la respuesta a la Depresión (Gerchunoff y Machinea, 2014). Bajo el mismo prisma puede leerse un tercer aspecto crucial para entender la acción estatal y las políticas fiscales desplegadas por el peronismo: la promoción del pleno empleo. En línea con las ideas keynesianas en boga, la nueva carta orgánica del recién nacionalizado BCRA incorporó el objetivo explícito de promover “el máximo pleno empleo de los recursos humanos y materiales disponibles”. Sin embargo, en lugar de promover “una expansión ordenada de la economía nacional” –tal como también mandaba la reformada carta orgánica de la institución– el fuerte impulso expansivo del gasto agregado de los años iniciales se tradujo muy rápidamente en excesos de demanda generalizados que presionaron peligrosamente sobre la balanza de pagos y los precios internos.

Tal como se examina en las páginas siguientes, el análisis de las cuentas públicas revela que, en su determinación de alcanzar el pleno empleo y aumentar el salario real, la política fiscal llevada adelante por el gobierno en esos primeros años fue, en realidad, muy procíclica, resultado de la imprudente administración de la bonanza de los términos de intercambio. En efecto, fruto de una acelerada expansión de la absorción interna, la holgura de divisas de los años inmediatos de posguerra se agotó ya a mediados de 1948 y el sector externo se transformó velozmente en un cuello de botella para la continuidad de la expansión, dando inicio a una nueva etapa que agudizaría de allí en adelante los problemas de balanza de pagos ya presentes en la dinámica macroeconómica local. Del mismo modo, la tasa de inflación –que había sido ya más elevada durante la guerra, sobre todo en algunos rubros mayoristas– se ubicó en un inusual escalón superior, del orden del 25% promedio anual y con picos de casi el 60% a inicios de 1952, inaugurando lo que más tarde sería caracterizado como el ingreso de la economía argentina a una novedosa etapa de inflación crónica. El inicio de los ciclos recurrentes de stop-go (la nueva modalidad que adoptaron, en ausencia de financiamiento externo, los problemas de balanza de pagos) y el ingreso a una etapa de inflación crónica serían, desde ese momento y por el próximo medio siglo, una de las marcas registradas de la dinámica agregada de la economía argentina.

En 1949 el gobierno tomó nota de las dificultades e implementó medidas correctivas, como la contención del gasto y la disminución del déficit fiscal, la drástica reducción de varias actividades del IAPI y el inicio de un tratamiento más favorable al sector agropecuario a través de una mejora de sus precios relativos y de una mayor asignación del crédito dirigido al sector.

A inicios de 1952, con la intensa sequía que afectó a la cosecha pero especialmente con la reelección asegurada, lo que permitía al gobierno un mayor margen para tomar decisiones impopulares, se puso en marcha un programa antinflacionario que incluía el congelamiento de precios y salarios por dos años. La política de ingresos, acompañada no sólo con la disciplina fiscal de los últimos años sino también con un endurecimiento de la política monetaria, permitió reducir la inflación y ordenar la macroeconomía. Sin embargo, la situación volvería a complicarse en los últimos años del mandato: aun cuando la economía mostraba un incipiente ritmo de crecimiento, las cuentas fiscales y externas volverían a reflejar una preocupante ampliación de los desbalances.

Una pregunta relevante –quizá la más importante de este capítulo– refiere a las razones que condujeron al gobierno a llevar tan lejos el impulso expansivo y distribucionista, al punto de malograr en forma imprudente condiciones iniciales excepcionalmente propicias para una política económica que intentaba incorporar el progreso social a la agenda del crecimiento. ¿Fueron errores en la percepción de la duración y naturaleza de la perturbación en los términos de intercambio los que condujeron a pensar que se trataba de un shock positivo de tipo permanente? ¿Había concepciones equivocadas que despreciaban los problemas de la inestabilidad y la disciplina monetaria y crediticia y, en todo caso, sólo se detenían cuando la restricción externa –una restricción de presupuesto “dura” e imposible de violar para la economía local– se hacía operativa (véase D’Amato y Katz, 2018)? ¿Se trataba, más bien, del intento de asegurar rápidamente las condiciones para una rápida industrialización, una mayor autarquía económica y una menor vulnerabilidad a los avatares del sector externo lo que motivaba buena parte de las políticas dirigidas a un supuesto ahorro de divisas futuras como la nacionalización de empresas de capital extranjero y la repatriación de deuda externa en un mundo que, se creía, marchaba a un mayor proteccionismo y a nuevos conflictos bélicos? ¿O, en realidad, junto con la necesidad de inducir una necesaria reparación social hubo, asimismo, otras razones de economía política “menos legítimas” asociadas al ciclo político y dirigidas a consolidar la base de sustentación del gobierno y a asegurar la reelección de Perón?

Antes de considerar y ponderar estas diferentes –aunque no excluyentes– hipótesis en la sección cuarta del trabajo, las dos secciones previas analizan, respectivamente, el clima de ideas que motivó el corpus de intervenciones estatales y de políticas fiscales del gobierno peronista y la evolución de las cuentas públicas y sus diversos mecanismos de financiamiento.

La economía de Perón

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