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La línea defectuosa y sus consecuencias
ОглавлениеLa línea defectuosa que transita el corazón de los debates actuales se encuentra entre la “sociología cultural” y la “sociología de la cultura”. Creer en la posibilidad de una “sociología cultural” supone suscribir la idea de que toda acción, independientemente de su carácter instrumental, reflexivo o coercitivo respecto a los entornos externos (Alexander, 1988a) se materializa en un horizonte emotivo y significativo. Este entorno interno hace factible que el actor nunca sea totalmente instrumental o reflexivo. Es, más bien, un recurso ideal que posibilita y constriñe parcialmente la acción, suministrando rutina y creatividad y permitiendo la reproducción y la transformación de la estructura (Sewell, 1992). De igual modo, una creencia en la posibilidad de una “sociología cultural” implica que las instituciones, independientemente de su carácter impersonal o tecnocrático, tienen fundamentos ideales que conforman su organización, objetivos y legitimación. Descrito en el idioma particularista del positivismo, se podría decir que la idea de sociología cultural gira en torno a la intuición de que la cultura opera como una “variable independiente” en la conformación de acciones e instituciones, disponiendo de inputs cualquier enclave, ya sean las fuerzas vitales como las materiales e instrumentales.
Vista con una cierta distancia, la “sociología de la cultura” ofrece el mismo tipo de paisaje que el de la “sociología cultural”. Existe un repertorio conceptual común de términos como valores, códigos y discursos. Ambas tradiciones sostienen que la cultura es algo importante en la sociedad, algo que requiere atención en el estudio sociológico. Ambas hablan del giro cultural como un momento nuclear en la teoría social. Hablar de “sociología de la cultura” supone sugerir que la cultura es algo a explicar y ser explicado por algo totalmente separado del dominio del significado. Aquí el poder explicativo se extiende en el estudio de las variables “fuertes” de la estructura social, mientras los asentamientos estructurados de significados devienen las superestructuras e ideologías que están orientadas por esas fuerzas sociales más “reales” y tangibles. Desde esta aproximación, la cultura pasa a definirse como una variable dependiente “blanda”, cuyo poder explicativo consiste, en el mejor de los casos, en participar en la reproducción de las relaciones sociales.
El único desarrollo de importancia en la sociología pospositivista de la ciencia había sido el “programa fuerte” de Bloorbarnes. Este sostenía que las ideas científicas son convenciones tanto como invenciones, reflejos de procesos colectivos y sociales de producción de sentido más que un espejo de la naturaleza. En este contexto de la sociología de la ciencia, el concepto “fuerte” apunta a un desacoplamiento radical entre el contenido cognitivo y la determinación natural. Aquí defendemos que un programa fuerte podría también constituirse en el estudio de la cultura en sociología. Semejante iniciativa abogaría por un radical desacoplamiento entre la cultura y la estructura social. Solo una “sociología cultural”, afirmamos, puede ofrecer un programa fuerte semejante en el que el poder de la cultura, consistente en conformar la vida social, se proclame con toda su fuerza. Por el contrario, la “sociología de la cultura” ofrece un “programa débil” en el que la cultura es una variable tenue y ambivalente, su influencia se califica normalmente bajo una forma codificada por juegos de lenguaje abstrusos.
El compromiso con una “sociología cultural” y la idea de autonomía cultural es la única cualidad verdaderamente importante de un programa fuerte. Existen, sin embargo, otros dos rasgos que le definen. La especificidad de un programa fuerte radica en la capacidad de reconstruir hermenéuticamente textos sociales de una forma rica y persuasiva. Aquí se necesita una geertziana “descripción densa” de los códigos, narrativas y símbolos que constituyen redes de significado, y no tanto una “descripción ligera” que reduce el análisis cultural al bosquejo de descripciones abstractas tales como valores, normas, ideología o fetichismo y yerra al llenar estos recipientes vacíos con el jugoso vino de la significación. Metodológicamente esto exige poner entre paréntesis las omniabarcantes relaciones sociales mientras fijamos la atención en la reconstrucción del texto social, en la mapificación de las estructuras culturales (Rambo y Chan, 1990) que informan la vida social. Solo después de completar este paso podríamos intentar desvelar el modo en que la cultura interactúa con otras fuerzas sociales, poder y razón instrumental entre ellas, en el mundo social concreto (Kane, 1992).
Esto nos traslada a la tercera característica de un programa fuerte. Lejos de mantener la ambigüedad o reserva respecto al modo específico en que la cultura establece una diferencia, lejos de hablar en términos de lógicas sistemáticas abstractas como procesos causales (a la manera de Lévi-Strauss), afirmamos que un programa fuerte intenta anclar la causalidad en los actores y agencias próximos, especificando detalladamente el modo en que la cultura interfiere con lo que realmente ocurre. Por el contrario, como E. P. Thompson (1978) puso de manifiesto, los programas débiles vacilan y tartamudean sobre el asunto. Tienden a desarrollar defensas terminológicas elaboradas y abstractas que suministran la ilusión de un mecanismo concreto específico como también la de haber encontrado solución a los dilemas irresolubles de la libertad y la determinación. Tal y como se dice en el mundo de los grandes negocios, la cualidad se encuentra en el detalle, y mantenemos que solo resolviendo los asuntos de detalle es como el análisis cultural puede parecer plausible a los intrusos realistas, escépticos y empiristas que hablan de continuo del poder de las fuerzas estructurales de la sociedad.
La idea de un programa fuerte lleva consigo las indicaciones de una agenda. En lo que sigue hablaremos de esta. Con la mirada puesta, primeramente, en la historia de la teoría social, mostramos cómo esta agenda no acabó de brotar sino hasta los años sesenta. En segundo lugar, exploramos tres tradiciones populares contemporáneas en el análisis de la cultura. Defendemos que, a pesar de las apariencias, cada una de ellas se compromete con un “programa débil”, errando a la hora de encontrar, de un modo u otro, una definición de los criterios de un programa fuerte. Concluimos apuntando a una tradición emergente en la sociología cultural, ampliamente arraigada en América, que, así lo pensamos, aporta las bases para lo que puede ser un programa fuerte continuado.