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El debate sociológico

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Alexander retomó en un sentido muy particular las discusiones en sociología relativas a la distinción y relación —referidas, ciertamente, al modelo parsoniano— entre acción, cultura y sociedad.1 Si bien el mencionado modelo buscaba dar cuenta de la interpenetración entre lo subjetivo y lo objetivo, el yo y la sociedad, así como entre la cultura y la necesidad, Parsons no desarrolló, a juicio de Alexander (1998), suficientemente un modelo multidimensional de análisis y se limitó a construir una teoría macrosociológica sobre las microfundaciones del comportamiento, ignorando el orden que emerge de la interacción. Alexander considera que el problema del proyecto de ese sociólogo y de sus críticos no estuvo en el orden de las macro o micro fundaciones del comportamiento, sino que el concepto de acción confunde actores (actors) (las personas que actúan), agencia (agency) (libertad humana, libre albedrío) y agentes (agents) (aquellos que ejercen el libre albedrío).

Esta confusión llevó en su momento a pensar la agencia como la capacidad que tiene cualquier sujeto racional para tomar decisiones a partir del conocimiento que posee y de las motivaciones que reconoce. De este modo, la sociología se orientó a entender a los actores como personas que enfrentan la cultura y sus normas, así como a la sociedad y sus interacciones como extrañas y ajenas al propio actor (Alexander, 1992). Para Alexander, los actores (actors) no son solo agentes (agents) en el sentido tradicional, las estructuras no son solo fuerzas que constriñen a los actores (actors) desde fuera. La cultura y la personalidad (personality] son estructuras y fuerzas que confrontan la agencia desde adentro y se vuelven parte de la acción en sentido “voluntario” (voluntary).

Si existe, a decir de Alexander, una estructura que pueda ser localizada por afuera del actor esta es el sistema social, como conjunto de relaciones económicas y políticas que las personas recrean en las interacciones. Sin embargo, su funcionamiento depende de que sean activadas por la acción, de tal suerte que “esta reformulación de la teoría de la acción pone un énfasis particular en el ambiente de la acción cultural, la cual debe ser entendida como una estructura organizada interna al actor en un sentido concreto” (Alexander, 1998: 216. Traducción propia). Así, la acción es “un constante proceso de ejercicio de la agencia dentro, no contra, la cultura” (1998: 218. Traducción propia). Esto significa que la agencia es una dimensión continua, “no en vez de” sino “a un lado de” las dimensiones de la creatividad y la invención: la agencia involucra la cultura, no es un proceso que se encuentra fuera de ella:

La acción implica un proceso de externalización, o re-presentación: la agencia está inherentemente conectada a la capacidad representacional y simbólica. Porque los actores tienen agencia, ellos pueden ejercer sus capacidades representacionales, re-presentando su entorno externo a través de la externalización. Esto no contradice el estatus estructural de la cultura, no tanto como la propuesta de “bricoleur” de Lévi-Strauss niega el poder del mito, o la insistencia de Durkheim en la “imaginación religiosa” elimina el ritual (Alexander, 1998: 218. Traducción propia).

Desde esta perspectiva, la sociología cultural planteó una posición en relación con la cultura muy diferente a la que desarrolló Parsons. Para este último, la cultura era una estructura que formaba parte de la acción y la organización social, pero no como un ambiente de la acción en su sentido concreto. Parsons falló, según Alexander (1998), en conectar la cultura con el actor porque en su aproximación del sentido no pudo entender que los actores socialmente situados construyen “valores” a través de los actos del habla. De hecho, los “valores” resultan para Alexander una referencia limitada para entender la acción, en tanto que siempre se deja fuera cualquier explicación sobre su naturaleza y los mecanismos que permiten entender de qué modo funcionan como orientadores de la acción. Esta falla que Alexander atribuye a Parsons no se debe a que este último no haya registrado la revolución de las perspectivas culturales en los años setenta —particularmente el giro dramatúrgico y discursivo—, cuyas principales cabezas fueron, entre otros, Kenneth Burke, Clifford Geertz y Paul Ricoeur.2 Alexander (1998) cree más bien que dicho soslayo obedeció en realidad a la poca simpatía que Parsons tenía por la cultura como sistema.

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