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Tres programas débiles en la segunda tentativa de la sociología

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Una de las primeras tradiciones de investigación que emplearon la teorización francesa nouvelle vague, fuera del entorno parisino, fue el Centre for Contemporary Cultural Studies, también conocido como la Escuela de Birmingham. El golpe maestro de esta escuela fue verter las ideas sobre textos culturales dentro de una comprensión neogramsciana referida al papel de la hegemonía en el mantenimiento de las relaciones sociales. Esto dio pie al despertar de nuevas ideas relativas al funcionamiento de la cultura y su aplicación, de manera flexible, sobre una variedad de emplazamientos sin recaer en las reconfortantes viejas ideas sobre la dominación de clase. El resultado fue un análisis de “sociología de la cultura” que vinculaba las formas culturales a la estructura social como manifestaciones de “hegemonía” (si a los analistas no les gustaba lo que tenían ante los ojos) o “resistencia” (si les gustaba). En el mejor de los casos, esta modalidad sociológica podría ser notablemente esclarecedora. El estudio etnográfico de Paul Willis sobre los jóvenes escolares pertenecientes a las clases trabajadoras fue relevante en su reconstrucción del espíritu de la época de los “muchachos”. El estudio clásico de Hall et al. (1978) sobre el pánico moral referido a la delicuencia en los años setenta en Inglaterra contribuyó brillantemente en sus páginas iniciales a descifrar el discurso del declive urbano y del racismo que consumó la quiebra del autoritarismo. En un sentido, por tanto, el trabajo realizado en Birmingham podría aproximarse a un “programa fuerte” en su capacidad para recrear textos sociales y significados vividos. Donde yerra, sin embargo, es en el área de la autonomía cultural (Sherwood et al., 1933). A pesar de los intentos de rebasar la posición marxista clásica, la teorización neogramsciana exhibe las ambigüedades reveladoras del programa débil en referencia al papel de la cultura que se atisba en Los cuadernos de la cárcel. Conceptos como “articulación” y “anclaje” aluden a la contingencia que se desprende como resultado del ejercicio de la cultura. Pero esta contingencia se reduce, a menudo, a la razón instrumental (en el caso de élites que “articulan” un discurso para propósitos hegemónicos) o algún tipo de ambigua causación sistémica o estructural (en el caso de que los discursos estén “anclados” en relaciones de poder).

Al ignorar los obstáculos inherentes a la validación de la autonomía cultural, la sociología-de-la-cultura derivada del proyecto del “marxismo occidental” introduce una ambigüedad fatal sobre el mecanismo a través del cual la cultura se vincula a la estructura y acción sociales. No existe un ejemplo más claro de este último proceso que el de Policing the Crisis. Tras construir un retrato detallado de la delincuencia y de su concomitante alarma social y sus resonancias simbólicas, el libro va dando tumbos en una secuencia de torpes indicaciones relativas a que el pánico moral está ligado a la lógica económica del capitalismo y su quiebra incipiente, por tanto, que funciona legitimando la ley y el orden político en las calles, escondiendo, así, ciertas tendencias revolucionarias latentes. Desde esta perspectiva, los mecanismos concretos con los que la crisis incipiente del capitalismo (¿ha culminado ya?) se manifiesta, nunca han estado tan cerca de ser detallados como en las decisiones de los jueces, parlamentarios, editores de periódicos y oficiales de policía. El resultado es una teoría que, a pesar de su bagaje crítico y sus capacidades hermenéuticas superiores a las del funcionalismo clásico, curiosamente recuerda al mismo Parsons en su tendencia a invocar influencias y procesos abstractos como explicación adecuada para las acciones sociales empíricas.

Muy diferente a la Escuela de Birmingham, el trabajo de Pierre Bourdieu tiene un enorme mérito. Mientras que muchos de los acólitos de aquella escuela carecían de fundamento en su metodología sociológica básica, la obra de Bourdieu se dispone, de manera solvente, sobre proyectos de investigación de alcance medio de naturaleza cualitativa y cuantitativa. Sin embargo, sus conclusiones y afirmaciones son más modestas, menos tendenciosas.

Y en la parte más brillante de su obra, como la descripción del hogar kabila o de la danza del campesinado francés (Bourdieu, 1962, 1976), la descripción densa de Bourdieu le faculta para reconocer la musicalidad y decodificar un texto cultural que, al menos, es igual a la de los etnógrafos de Birmingham. A pesar de estas cualidades, la investigación de Bourdieu puede describirse mejor como programa débil dedicado a la sociología de la cultura más que a la sociología cultural. Una vez que han hecho notar la espesura de la ambigüedad terminológica que siempre define un programa débil, los comentaristas vienen a coincidir en que el espacio de la cultura en Bourdieu juega un papel más importante en la reproducción de la desigualdad que en el estímulo para la innovación (Honneth, 1986; Sewell, 1992; Alexander, 1995). En cuanto resultado, la cultura, forjada a través del habitus, opera más como una variable dependiente que como independiente. Es una caja de cambios, no un motor. Con todo, cuando se apresta a especificar con exactitud cómo se desencadena ese proceso de reproducción, Bourdieu es confuso. El habitus produce las sensaciones del estilo, la felicidad y el gusto. Sin embargo, para saber cómo estas sensaciones influyen en la estratificación se necesitaría algo más: un estudio detallado de entornos sociales concretos donde se toman decisiones y se asegura la reproducción social (véase Lamont y Fournier, 1992). Necesitamos saber más sobre el pensamiento de quienes seleccionan a los trabajadores en las empresas, y quienes deciden los campos discursivos en las editoriales, el impacto de la dinámica de la clase en el aprendizaje o la lógica del proceso de encuentros amorosos. Sin este “eslabón perdido”, nos queda una teoría que apunta a homologías circunstanciales, pero no puede producir evidencias incontrovertibles.

Los vínculos que establece Bourdieu para comprender la relación entre cultura y poder resultan insuficientes para ajustarse al modelo de programa fuerte. Para Bourdieu los sistemas de estratificación emplean estatus culturales que compiten entre sí en diferentes ámbitos. El contenido de estas culturas tiene poco que ver con el modo en que se organiza la sociedad, no tiene un impacto considerable. Mientras Weber afirmaba que las formas de escatología habían determinado los modos en que se organizaba la vida social, para Bourdieu el contenido cultural es arbitrario. En su formulación siempre existirán sistemas de estratificación definidos por la clase; la cultura se impone porque los grupos dominantes pueden emplear los códigos simbólicos para legitimar su dominio. De modo que lo que tenemos ante nosotros es una visión cercana al planteamiento de Veblen en la que la cultura suministra los recursos estratégicos de los actores, un entorno externo de acción, más que un texto que constituye el mundo en un proceso inmanente. Las personas se sirven de la cultura, pero no se implican directamente en ella.

El programa teórico de Michael Foucault —contenido en sus primeros trabajos— aporta el tercer programa débil que queríamos exponer aquí. Una vez más encontramos el cuerpo de un trabajo atravesado de contradicciones que opta por no hacer frente a las dificultades inherentes a un programa fuerte. Por un lado, los grandes textos teóricos de Foucault, La arqueología del saber y El orden de las cosas ofrecen un importante trabajo preliminar para un programa fuerte con su afirmación de que los discursos operan a partir de formas arbitrarias para clasificar el mundo y constituir el edificio del conocimiento. Las ramificaciones empíricas de esta teoría son dignas de todo elogio por haber reunido datos históricos de gran riqueza de un modo que se aproxima a la reconstrucción de un texto social. Hasta ahí bien. Desafortunadamente no ocurre nada de esto. Lo esencial de la cuestión es el método genealógico de Foucault; su insistencia en que el poder y el conocimiento se funden en poder/conocimiento. El resultado es una línea reduccionista de razonamiento análoga a la del funcionalismo (Brenner, 1994) donde los discursos presentan analogías con las instituciones, flujos de poder y tecnologías. La contingencia se concreta en el nivel de la historia, en el nivel de las colisiones y rupturas, no en el nivel del dispositif. Parece haber un pequeño espacio para una contingencia sincrónicamente organizada que pudiera comprender las fracturas entre las culturas y las instituciones, entre el poder y sus fundamentos simbólicos textuales, entre los textos y las interpretaciones que los actores efectúan de esos textos. Este vínculo del discurso con la estructura social en el dispositif no deja espacio para la comprensión de cómo un ámbito cultural autónomo puede apoyar al actor en la formulación de sus juicios, crítica o provisión de objetivos trascendentales que ofrece la textura de la vida social. El mundo de Foucault es aquel donde la cárcel del lenguaje de Nietzsche encuentra su expresión material con fuerza tal que no ha quedado espacio alguno para la autonomía cultural y, por extensión, para la autonomía de la acción. En respuesta a este tipo de criticismo, Foucault intentó pensar la resistencia en la última parte de su obra. Sin embargo, lo hizo bajo una forma ad hoc, que contempla los actos de resistencia como disfunciones azarosas (Brenner, 1994: 68) en detrimento de un estudio de los marcos culturales que podrían permitir a los “intrusos” generar y mantener la oposición al poder.

En la corriente investigadora actual más influyente que procede del legado foucaultiano podemos ver que la tensión latente entre el Foucault de la Arqueología y su avatar genealógico se resuelve decisivamente en favor de una configuración anticultural de la teoría. El trabajo sobre la “mentalidad gubernamental” se centra en el control de las poblaciones (Miller y Rose, 1990; Rose, 1993), a través de las técnicas administrativas y los sistemas expertos. Sin duda alguna, hay un reconocimiento de que el “lenguaje” es importante, que el gobierno tiene un “carácter discursivo”. Esto suena convincente, pero después de un examen riguroso encontramos que el “lenguaje” queda simplificado a los modos de discurso a través de los cuales los discursos técnicos e inexpresivos (gráficos, estadísticos, informativos, etc.) operan como tecnologías para permitir la “evaluación, el cálculo y la intervención” a distancia (Miller y Rose, 1990: 7). Hay aquí un pequeño esfuerzo por recuperar la naturaleza textual de los discursos políticos. Ningún esfuerzo por rebasar una “descripción tenue” e identificar las poderosas resonancias simbólicas, los apasionados y afectivos criterios por medio de los cuales las políticas de control y coordinación se valoran del mismo modo por ciudadanos y élites.

Sociología cultural

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