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Hacia un programa fuerte

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Considerado todo esto, conviene decir que la investigación sociológica de la cultura permanece dominada por “programas débiles” caracterizados por una inadecuación hermenéutica y una ambivalencia respecto a la autonomía cultural y por mecanismos abstractos pobremente especificados para fundamentar la cultura en procesos concretos. En esta sección final, pretendemos traer a colación tendencias actuales en la sociología cultural en las que se adivinan signos de los que pudiera brotar, finalmente, un programa fuerte auténtico.

Con el paso de los ochenta a los noventa, vimos el resurgimiento de la “cultura” en la sociología americana y el ocaso del prestigio de las formas anticulturales del pensamiento macro y micro. Esta línea de trabajo, con sus características de un programa fuerte en desarrollo, ofrece la mejor expectativa de una verdadera sociología cultural que, finalmente, pudiera constituirse como una gran tradición de investigación. Con toda seguridad, un buen número de tradiciones organizadas en torno a la “sociología de la cultura” disponen de un poder considerable en el contexto de Estados Unidos. Uno piensa, en concreto, en los estudios de producción, consumo y distribución de la cultura que se detiene en los contextos organizacionales más que en el contenido y en los significados (p. ej. Blau, 1989; Peterson, 1985). Uno también piensa en el trabajo inspirado por la tradición marxista occidental que pretende vincular el cambio cultural con el funcionamiento del capital, especialmente en el contexto de la forma urbana (p. ej., Davis, 1992; Gottdeiner, 1995). Los neoinstitucionalistas (véase DiMaggio y Powell, 1991) ven la cultura como significante, pero solo como fuerza legitimadora, solo como un entorno externo de acción, no como un texto vivido. Y, por supuesto, existen numerosos apóstoles norteamericanos de los Estudios Culturales Británicos (p. ej., Fiske, 1987) que combinan con mucho virtuosismo las lecturas hermenéuticas con reduccionismos cuasi materialistas. Con todo, es igualmente importante reconocer que ha surgido una corriente de trabajo que concede un lugar mucho más destacado a los textos saturados de significado y autónomos (véase Smith, 1998). Estos sociólogos contemporáneos son los “hijos” de la primera generación de pensadores culturalistas —Geertz, Bellah, Turner y Sahlins son los principales entre ellos—, quienes escribieron contra la corriente reduccionista de los sesenta y setenta e intentaron poner de relieve la textualidad de la vida social y la autonomía necesaria de las formas culturales. En la intelectualidad contemporánea constatamos esfuerzos para alinear estos dos axiomas de un programa fuerte con el tercero, que identifica los mecanismos concretos a través de los cuales la cultura labra su obra.

No se han hecho esperar las respuestas a la cuestión de los mecanismos de transmisión, en una dirección positiva, gracias al pragmatismo americano y las tradiciones empiristas. La influencia de la lingüística estructural sobre la intelectualidad europea sanciona un tipo de teoría cultural que puso la atención en la relación entre cultura y acción (cuando no fue atemperada por los discursos “peligrosamente humanistas” del existencialismo o la fenomenología). Simultáneamente, la formación filosófica de pensadores como Althusser y Foucault dio pie a un denso y tortuoso tipo de escritura, donde las cuestiones de causalidad y autonomía podían girar en torno a infinitas y esquivas espirales de palabras. Por el contrario, el pragmatismo americano ha suministrado el suelo fértil de un discurso donde se premia la claridad, donde rige la creencia de que los juegos del lenguaje complejo pueden reducirse a afirmaciones simples, donde arraiga la idea de que los actores deben jugar algún papel en la traducción de las estructuras culturales a las acciones concretas e instituciones. Entretanto, la influencia del pragmatismo puede encontrarse en la obra de Ann Swilder (1986), William Sewell (1992) o Gary Alan Fine (1987), en la que se realizan esfuerzos por vincular la cultura con la acción sin recurrir al reduccionismo materialista de la teoría de la praxis de Bourdieu.

Otras fuerzas también han jugado un importante papel en el surgimiento del programa fuerte emergente en la sociología cultural americana. Posiblemente lo más sorprendente de estas ha sido una vigorosa apreciación del trabajo del último Durkheim, con su insistencia en los orígenes culturales más que estructurales de la solidaridad (para una consulta de esta literatura véanse Emirbayer, 1996; Smith y Alexander, 1996; Alexander, 1986b). Un atinado acoplamiento entre la oposición durkheiminiana de lo sagrado y lo profano y las teorías estructuralistas de los sistemas de signos ha hecho posible que reflexiones de la teoría francesa pudieran traducirse en un discurso y tradición sociológica diferenciada, muy implicada con el impacto de los códigos y codificaciones culturales. Numerosos estudios sobre la preservación del límite, por ejemplo, reflejan esta tendencia (véase Lamont y Fournier, 1993) y es instructivo contrastarles con las alternativas de un programa débil reduccionista respecto a los procesos de la “alteridad”.

Las nuevas inspiraciones del programa fuerte son más interdisciplinares. De manera más evidente ha crecido el interés en antropólogos culturales como Mary Douglas, Victor Turner y Marshall Sahlins. Posmodernos y posestructuralistas también han jugado su papel, pero con un mayor sesgo de optimismo. El nudo entre poder y conocimiento, que ha atrofiado los programas débiles europeos, ha sido destacado por teóricos americanos como Steven Seidman (1988). Para teóricos como Richard Rorty, el lenguaje tiende a considerarse más como una fuerza creativa para el imaginario social que como una cárcel. Como resultado, los discursos y los actores están provistos de una gran autonomía respecto al poder en la construcción de las identidades. Estas tendencias interdisciplinares son de sobra conocidas. Pero también existe un caballo negro de la interdisciplinariedad al que nos gustaría prestar atención. El aumento del interés en la teoría sobre la narrativa y el género sugiere que esta pudiera convertirse en una fuerza decisiva en el periodo de la segunda tentativa. Sociólogos culturales como Robin Wagner-Pacifici y Barry Schwartz (1991), Margaret Somers (1995), Wendy Griswold (1983), Ronald Jacobs (1996) y los autores de este artículo leen en la actualidad a teóricos como Northrop Frye y Frederic Jameson, historiadores como Hayden White y filósofos aristotélicos como Ricoeur y MacIntyre. Recurrir a esta teoría se debe en parte a su afinidad con una comprensión textual de la vida social. Su sutil atracción obedece a que traduce muy bien a modelos formales lo que puede aplicarse en trabajos comparativos e históricos. Un estímulo suplementario para este acercamiento es el de que la autonomía cultural queda asegurada (en su sentido analítico, véase Kane, 1993) por la estructura interna de formas normativas con sus repertorios interpenetrados de caracteres, líneas de argumentación y las consiguientes evaluaciones morales.

Es importante destacar que mientras los textos saturados de significado ocupan un lugar central en esta corriente americana de la sociología del programa fuerte, los grandes contextos no se ignoran. De hecho, las estructuras objetivas y las luchas viscerales que caracterizan el mundo social real son tan importantes como el trabajo de los programas débiles. Se han realizado contribuciones notables en áreas tales como la censura y la exclusión (Beisel, 1993), raza (Jacobs, 1996), sexualidad (Seidman, 1988) y violencia (Wagner-Pacifici y Schwartz, 1995). Estos contextos se tratan, sin embargo, no como fuerzas en sí mismas que determinan en última instancia el contenido y la significación de los textos culturales. Con todo, son considerados como instituciones y procesos que refractan los textos culturales de un modo colmado de significado. Son los asideros en los que las fuerzas culturales se combinan o pugnan con las condiciones materiales e intereses racionales para producir resultados particulares. Y, más allá de esto, son considerados como metatextos culturales por sí mismos, como expresiones concretas de los ideales omniabarcantes en curso.

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