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CAPÍTULO 3

EL VIENTO SE HABÍA VUELTO fresco durante la mañana y había alejado los nubarrones, dejando el cielo limpio, frío, pero a la vez estimulante. Beverly se sentía complacida. Sus nietos, Tess y James, por lo menos podrían pasar unas horas fuera en el jardín. Como todos los niños, vivían obsesionados con sus teléfonos y sus dispositivos, pero Beverly se enorgullecía de que todavía fuera posible tentarlos para salir al jardín cuando el tiempo era agradable, y con eso en mente, se puso el abrigo —el de entretiempo, pues el otoño todavía era templado— y salió por la cancela trasera. Su jardín era hermoso, pero no tenía castaños de Indias, mientras que en el campo de atrás había dos bellos árboles de los que tal vez ya habrían empezado a caer los frutos.

Delante de ella estaba la hilera de árboles que rodeaba el campo, los dos castaños inmensos y una mezcla de robles, abedules y olmos. A la luz del sol, las hojas brillaban como vidrios pintados de verde, amarillo, rojo, dorado, y sí, allí estaban los frutos de los castaños de Indias sobre el césped, con sus espinosas cáscaras verdes que dejaban al descubierto las entrañas lechosas. Beverly comenzó a llenarse los bolsillos solamente con los que habían sobrevivido ilesos a la caída, buscando las que tenían una cara plana, que eran las mejores para jugar al conkers, el juego en el que se atraviesan con un bramante y se golpean las del adversario hasta romperlas. Vio una o dos cuyas cáscaras se habían abierto solo parcialmente. Las pisó en un lado con la bota y sonrió con satisfacción cuando la castaña quedó liberada, suave y recién nacida. Consiguió una con la cara bien plana.

—Creo que esta la guardaré para mí.

Beverly se la introdujo en el bolsillo interno del abrigo. Jugar al conkers no era divertido si no podía ganarle al menos a uno de sus nietos. La castaña que recogió inmediatamente después de esa, que estaba en la hierba junto a las raíces del viejo árbol, le resultó extraña al tacto. Haciendo una mueca, la elevó a la luz, sin notar la mancha roja en sus dedos hasta que sintió el olor: el de la puerta trasera de la carnicería en un día de calor.

Beverly dejó escapar un chillido y soltó la castaña. La hierba alrededor de sus pies estaba oscura, saturada de sangre, comprendió demasiado tarde.

—Ese maldito perro —refunfuñó alejando la mano del cuerpo como si se la hubiera quemado—. Otra vez ha vuelto a cazar algo.

Pero no se veía ninguna liebre destripada, ni siquiera un pájaro, cosas que había visto en el campo en el pasado. Por el contrario, cuando se acercó al tronco del viejo castaño de Indias, vio que la sangre brotaba de las raíces, como si el propio árbol estuviera sangrando. La hondonada enorme junto a la base, por lo general llena de barro y hojas secas, había sido rellenada con otra cosa.

—¡Ay, madre mía! ¡Ay, Dios mío, no, por Dios!

Los brazos de Beverly le colgaban a los lados del cuerpo, sus dedos estaban inertes. Había una cara en el hoyo, un rostro de mujer con los ojos cerrados y la boca abierta como si rezase. Tenía las mejillas cetrinas y salpicadas de materia oscura y le asomaban flores entre los dientes. “Flores rosadas”, observó Beverly, que nunca más pondría flores de ese color en su casa. “Rosas silvestres, por lo que parece”.

Aplastados debajo de la cabeza de la mujer había un par de pies, desnudos salvo por un anillo de plata alrededor del dedo gordo y el esmalte de uñas rosado pálido, y también había un brazo, con la palma de la mano hacia arriba, como si la mujer estuviera buscando ayuda o llamando a alguien. De manera completamente incongruente, Beverly vio también la manga de una chaqueta roja, con los botones anchos del puño perlados de gotas de humedad. Todo estaba tan apiñado que no podía ver el color del cabello de la mujer ni nada de su torso, si es que aún lo tenía, pero sí un lienzo suave de algo como cuerdas violáceas cayendo a cada lado del brazo. En la corteza del árbol encima de la hondonada, habían tallado un corazón: sin duda, el gesto romántico de algún amante.

Al borde del desmayo, Beverly se alejó tambaleándose del árbol y echó a correr hacia la casa, con el rostro empapado de lágrimas.

Tiempo de lobos (versión española)

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