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CAPÍTULO 9

EL PRIMER INDICIO DE QUE algo no andaba bien fue el gato.

Por lo general, cuando Fiona entraba en su casa después de un día largo de convencer a adolescentes malhumoradas de que se pasaran la pelota unas a otras, Byron de inmediato pasaba a custodiarle los tobillos y se le enredaba con entusiasmo alrededor de las zapatillas hasta no dejarle otra opción que abrir una lata de comida para gatos. Pero cuando dejó caer la bolsa de la compra sobre la alfombra del vestíbulo —haciendo que un repollo saliera disparado—, el diablillo perezoso no apareció por ningún lado. La casa estaba en silencio. No se oía el ruido de arena para gatos en la cocina ni los golpes culpables de cuando salía de los armarios.

—¿Byron?

Mascullando por lo bajo, Fiona llevó la bolsa de la compra a la cocina y encendió las luces a su paso. Byron era un gato hogareño, demasiado sofisticado, caro y —había que admitirlo— estúpido como para estar afuera sin supervisión, pero cada poco tiempo encontraba algún escondite nuevo dentro de la casa y desaparecía durante unas horas. En una ocasión se había metido dentro de una maleta abierta debajo de la cama. Sin embargo, no solía hacerse el travieso a la hora de la cena.

Fiona comenzó a hacer más ruido de lo necesario en los armarios, mucho más de lo que se necesitaba para coger una lata de paté de pollo y vaciarla dentro de un recipiente de plástico. Por lo general, estos ruidos precisos hacían que Byron saliera de su escondite a la velocidad de un rayo, pero la casa permaneció en silencio. Dejó el recipiente en el suelo y esperó. Nada.

—¿Byron? Pequeña bestia.

En ese momento, recordó la ventana descolgada que había tenido intención de reparar en las últimas semanas. No era probable que Byron hubiera podido escabullirse por allí, ¿pero y si lo había hecho? Decidida a alejar la idea de su mente, se dirigió al piso superior. Lo mejor sería buscar por todas partes antes de ser presa del pánico.

El segundo indicio fue el olor. La golpeó en la escalera, un olor salvaje y desconcertante, como de jaulas en un zoológico. Puso cara de preocupación al llegar al descansillo, pensando que tal vez Byron se había sentido mal y había vomitado en alguna parte, aunque el vómito de gato nunca tenía ese olor tan fuerte.

—Byron, criatura del demonio, ¿estás bien? Tu comida es bastante cara, te lo advierto; te agradecería que no anduvieras vomitándolo por toda...

Las palabras se frenaron, devoradas por el silencio y el hedor.

—¿Byron?

Se detuvo junto a la puerta del dormitorio, sintiendo que se le comprimía el estómago en las sombras de la noche. El olor era peor allí. Era demasiado fácil imaginar que todo tipo de cosas horrendas aguardaban en la oscuridad: Byron muerto sobre la cama, cubierto de vómito, con su cerebro de gatito destruido por la fiebre. O tal vez otra cosa, algo peor. Una figura en la oscuridad, quizá, observándola.

Enfadada consigo misma, Fiona encendió la luz y vio con alivio cómo se le revelaba la habitación amplia y desordenada: las puertas del armario semiocultas debajo de prendas colgadas; la enorme cama, demasiado grande para ella, cubierta de almohadones. La mesilla de noche con el montón de novelas románticas con las puntas de las hojas dobladas por el uso. Fue hasta la cama y se sentó para desatarse los cordones de las zapatillas deportivas.

—Has encontrado un ratón, seguro —dijo a la habitación—. Lo has matado y has hecho un desastre y ahora te sientes demasiado culpable como para aparecer. Eso explicaría el olor.

Libre ya de las zapatillas, se inclinó para recogerlas... justo a tiempo para ver que una mano asomaba desde debajo de la cama y se cerraba alrededor de su tobillo.

El susto y el impacto fueron como un martillazo en todo el cuerpo. Fiona emitió un extraño sonido sibilante —fue como si el terror le hubiera cerrado los pulmones en un momento— y trató de desprenderse de un salto, pero la mano alrededor del tobillo tenía fuerza y tiró hacia atrás con violencia, haciéndole perder el equilibrio y caer pesadamente al suelo.

Cayó boca abajo y la gruesa alfombra no pudo mitigar el golpe del mentón contra el suelo. Cuando abría la boca para gritar, sintió un gran peso sobre la parte trasera de las piernas. Quienquiera que fuese el que había estado oculto debajo de la cama había salido y se estaba colocando rápidamente encima de ella. Fiona se retorció frenéticamente, intentando liberarse, pero la persona era más grande y más fuerte. Se volvió y tuvo un atisbo de un rostro oculto por una máscara negra de lana; enseguida le sobrevino otro golpe a la cabeza, lo que le nubló la vista.

—¡No, no no...!

Levantó los brazos y lo golpeó una y otra vez, horrorizada ante la extraña debilidad de sus hombros. El miedo le había quitado toda la fuerza; el hombre la empujaba contra la alfombra y la inmovilizaba con su peso. Durante un instante extraño y frágil, Fiona recordó cómo había guardado todos los bancos con sus alumnas de séptimo: lo hacían en grupos de tres, pero Fiona podía levantar uno ella sola, porque era fuerte, muy fuerte a pesar de su estatura, todos lo decían, todos decían que... Con otro espasmo de terror y vergüenza, se dio cuenta que se había orinado encima.

—¡Suéltame!

Por fin logró asestar un golpe y la cara del hombre retrocedió, pero volvió a abalanzarse sobre ella y la mordió, hundiéndole los dientes en la mano como si fuera un perro rabioso. El hedor, que no se había disipado, se intensificó hasta el punto de cortarle la respiración.

—¡Suéltame, socorro, socorro!

Con desesperación, Fiona se arrastró hacia atrás por la alfombra, sintiendo que las muñecas y la parte baja de la espalda le quemaban. Si lograba liberarse y bajar las escaleras, tal vez hubiera alguien en la calle. Le sangraba la mano y el corazón parecía salírsele del pecho. El hombre volvió a lanzarse sobre ella y, esa vez, Fiona vio que tenía un paño blanco en la mano enguantada que oprimió contra su cara. La agredió una mezcla de olores y sintió agujas de dolor en los ojos.

—Escúchame —dijo él en voz baja, como si estuvieran hablando en una biblioteca. Presionó el rostro contra la oreja de Fiona—. Escúchame. He venido a llevarte a casa.

Más tarde, cuando los dos humanos habían desaparecido, Byron salió del zapatero, arrastrando el abdomen contra el suelo. La casa seguía invadida por el olor que lo había asustado al principio, por lo que bajó sigilosamente a la puerta de entrada, que solamente olía a sangre.

Tiempo de lobos (versión española)

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