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CAPÍTULO 2

CANSADA, CON FRÍO Y SIN ánimo para trivialidades incómodas, Heather se obligó a sonreír con expresión cortés. Un instante después se arrepintió y cambió la expresión con la misma deliberación: sonreír demasiado en un momento así sería visto como inadecuado y ya era plenamente consciente de que era tan bienvenida como un excremento en una piscina.

—Gracias, señor Ramsey, por esperarme. Es muy amable de su parte.

El señor Ramsey la fulminó con la mirada.

—Pues si hubieras venido por aquí más a menudo, habrías tenido tu propio juego de llaves de la casa de tu madre. —Respiró ruidosamente, transmitiendo en un único sonido bronquial todo lo que opinaba sobre Heather Evans—. Tu pobre madre. Es... es todo muy triste, sin duda. Muy triste. Una situación terrible en todos los sentidos.

—Sí, lo es. —Heather hizo sonar las llaves en la mano y contempló los arbustos y los árboles altos que ocultaban la casa de su madre desde el camino—. No quiero entretenerlo más, señor Ramsey.

Él se puso rígido al escucharla y las bolsas debajo de sus ojos se tornaron de un gris un poco más oscuro. Heather no dijo nada, dejando que el silencio se desparramara por la mañana nublada, y enseguida vio que él trataba de decidir si decirle lo que pensaba. Pero al final, él se volvió y regresó a su propia casa.

Heather permaneció en el lugar unos instantes más, respirando hondo y escuchando el silencio. Balesford era un vecindario residencial amplio, con casas separadas y cercas altas, rostros extrañamente similares y el mismo acento por todas partes. Teóricamente, era parte de Londres, enclavado como estaba en el límite con Kent, pero una parte muy anémica: sin color, sin vida.

Suspiró y agitó las llaves antes de inspirar con fuerza y dirigirse a la cancela, semioculta por los frondosos arbustos perennes. Del otro lado había un pulcro jardín con macizos de flores demasiado grandes y un sendero de grava que llevaba a la casa. No tenía nada de especial ni de raro y, sin embargo, Heather sintió que se le contraía el estómago mientras subía por el sendero. No era una construcción cálida, nunca lo había sido; el yeso tosco, enguijarrado, sombrío, se fundía con las ventanas desnudas para sugerir un lugar cerrado, que siempre había estado así. La puerta estaba pintada de un color magnolia apagado y en el suelo, junto a ella, había una maceta de terracota redondeada. Estaba llena de tierra negra y en la superficie anaranjada, lisa, alguien había rayado un corazón con líneas irregulares y superpuestas. Heather miró la maceta con cierta sorpresa; su madre nunca le había parecido alguien a quien le gustase lo rústico; además, ¿por qué estaba vacía? Su madre nunca dejaba las cosas sin terminar, lo que, puestos a pensar en cómo había terminado todo, resultaba bastante curioso. Por un largo y tembloroso instante, Heather creyó que se echaría a llorar, allí, en el escalón de entrada, pero se pellizcó rápidamente el brazo y las lágrimas retrocedieron. “No hay tiempo para eso”. En el umbral había unas plumas, de alguna paloma, sin duda. Heather hizo una mueca y las alejó con la punta de la deportiva; cogió luego la llave correcta del manojo.

Entró en un vestíbulo cargado de silencio y polvo; cuando abrió la puerta, algunas cartas y un montón de correo basura se desparramaron por el suelo. Era media mañana, pero el cielo plomizo de septiembre y los árboles altos de fuera mantenían el lugar cargado de sombras. Se apresuró a encender todas las luces que vio, y parpadeó cuando una recargada pantalla cobró vida en tonos pastel.

La sala de estar estaba ordenada y polvorienta. No había tazas sucias ni libros a medio leer sobre el sofá. Sobre el respaldo de una silla se veía un viejo abrigo rojo de lana gruesa en cuyas mangas se habían formado bolitas. La cocina estaba en estado muy similar; todo limpio y en su lugar. Su madre, observó Heather, hasta había dado la vuelta a la hoja del calendario para que mostrara el mes de septiembre, aun sabiendo que no llegaría al resto del mes.

—¿Qué sentido tenía, mamá?

Dio suaves golpes con los dedos en las páginas satinadas, y se fijó en que no había nada escrito en las cuadrículas, ni una sola nota que dijera “cancelar lechero/suicidarme”.

Heather subió pesadamente las escaleras; la alfombra gruesa ahogaba el ruido de sus pasos. El dormitorio principal estaba pulcro como el resto de la pequeña casa. El tocador de su madre estaba ordenado y limpio, con tarros de crema y frascos de perfume en hileras como soldados. Junto a un espejo de mano antiguo había un par de cepillos. Heather se sentó y los contempló. Aquí su madre había mostrado más descuido, menos minuciosidad. Había pelos atrapados entre las cerdas, rubios con alguna cana hirsuta ocasional.

“Materia orgánica”, pensó Heather. No sabía por qué, pero la frase pareció asentársele en el pecho, pesada y venenosa. “Dejaste materia orgánica, mamá. ¿Fue intencionado?”.

El único objeto fuera de lugar sobre el tocador era una bola de papel algo amarillento, cubierto de una letra apretada. Para desviar su atención de los cepillos, Heather la cogió y la alisó, esperando encontrar uno de sus propios artículos; su madre no mantenía contacto frecuente en ella, pero estaba segura de que seguía con ojo crítico la carrera de su hija. Sin embargo, vio enseguida que era la página de un libro, posiblemente uno antiguo, a juzgar por la textura del papel y la tipografía. Había una anticuada xilografía que al principio no logró descifrar: mostraba lo que parecía ser una cabra, o tal vez un cordero, de pie encima de otro animal. ¿Un perro o un lobo, tal vez? El abdomen del lobo había sido abierto y cabras más pequeñas estaban introduciendo piedras grandes dentro de la abertura sospechosamente limpia. Los ojos de Heather se posaron sobre el texto, que le informó que cuando el lobo despertó, sintió sed y fue a la orilla del río a beber...

Era la página de un libro de cuentos de hadas, pero no tenía ni la menor idea de lo que había estado haciendo su madre con ella. A Colleen nunca le habían gustado los cuentos antiguos y macabros; la hora de los cuentos, cuando Heather había sido niña, había consistido en una dieta estricta de ponis felices y niñas en internados. La página la hizo sentir incómoda: la extraña ilustración, la forma en la que había sido arrugada y abandonada sobre la mesa. ¿Habría querido su madre que la viera?

—Quién sabe qué estabas pensando, ¿verdad? Debiste de haber... debiste de haber perdido la razón, no lo sé...

De pronto, la habitación le resultó demasiado cerrada y sofocante, el silencio, demasiado ensordecedor. Heather se puso de pie, se tropezó con el tocador y tiró un frasco de perfume, que se destapó y la sobresaltó aún más.

—Mierda.

La fragancia, floral y espesa, inundó la habitación. La hizo pensar en la sala mortuoria, específicamente en la sala de espera, en la que había habido varios arreglos florales de buen gusto, como si eso pudiera distraerla de lo que estaba por ver. Sacudió la cabeza. Era importante no concentrarse en eso, le había dicho su compañero de apartamento, Terry. No pienses en el olor, no pienses en el viento que golpea los acantilados desiertos y, por favor, no pienses en el efecto particular que una caída al vacío tendrá sobre la materia orgánica de un cuerpo...

—Mierda. Necesito aire.

Heather empujó la bola de papel dentro de un cajón donde no pudiera verlo y bajó las escaleras. Cuando se dirigía a la puerta trasera, el sonido del timbre resonó por la casa.

De inmediato, la sensación de opresión en el pecho fue reemplazada por fastidio. Seguro que era alguien que vendía algo, pedía contribuciones para alguna obra de caridad o quería hablar sobre Dios. O tal vez era el maldito señor Ramsey. Se dirigió a la puerta, saboreando de antemano la expresión en el rostro del vecino cuando le dijera “¿Pero no ve que estoy de duelo, con qué derecho viene a...?”, y se sorprendió al encontrarse en el umbral con una mujer mayor, alta, bien vestida. No llevaba carpeta ni hucha petitoria en las manos, sino una fuente de comida con tapa, y en el rostro, una expresión compasiva.

—Ejem..., ¿qué necesita?

—¿Heather? Pero claro que eres tú.

La mujer sonrió y Heather sintió que su fastidio se disolvía por completo. Llevaba el cabello canoso muy corto, en un estilo que no favorecería a la mayoría de las personas, pero tenía buenos pómulos y un rostro alargado y atractivo. Heather no podía adivinar su edad; claramente era bastante mayor, más que su madre, pero tenía pocas arrugas en la piel, y ojos grises enérgicos y límpidos. “Mary Poppins”, pensó Heather distraída. “Me recuerda a Mary Poppins”.

—Soy Lillian, vivo más arriba, querida. Solamente quería pasar y asegurarme de que estuvieras bien. —Levantó la fuente, por si Heather no la había visto—. ¿Puedo dejar esto en algún sitio?

Heather dio un salto hacia atrás para despejar la entrada.

—Disculpe. Claro que sí, pase.

La mujer avanzó con confianza por el corredor en dirección a la cocina; daba la impresión de que conocía la casa.

—Es solo un guiso —anunció mientras dejaba el recipiente sobre la encimera—. Cordero, zanahorias, cebollas y esas cosas. No eres vegetariana, ¿verdad, querida? No, eso pensaba. Simplemente caliéntalo en el horno suave. —Al ver la expresión en el rostro de Heather, volvió a sonreír—. Sé lo que pasa cuando tienes que enfrentarte con algo así. Es muy fácil olvidarse de comer bien y eso no ayuda para nada. No dejes de comer algo caliente todas las noches. Colleen era una amiga querida. Se tiraría de los pelos si supiera que podrías venirte abajo por todo esto.

Heather asintió, tratando de seguirle la conversación.

—Es muy amable por pensar en mí..., ejem..., Lillian. ¿Conocía bien a mi madre? A Colleen, digo. ¿Dijo que vivía por aquí? Se habrá mudado en los últimos años, ¿no es así? —Estaba tratando de recordar a Lillian de su infancia o de las pocas visitas que había hecho de adulta, pero no lograba ubicarla.

—Vivo la vuelta de la esquina. —Lillian estaba observando la cocina, como notando cada mota de polvo que hubiera mortificado a Colleen. Si bien a Heather el señor Ramsey le había inspirado desdén de inmediato, la idea de decepcionar a Lillian le resultaba extrañamente alarmante—. A veces Colleen y yo solíamos pasar la tarde juntas, tomando té y hablando de cosas de ancianas.

Heather asintió, aunque le resultaba raro pensar en su madre como una “anciana”.

—¿Qué impresión le dio? Quiero decir, en el último mes. —La pregunta pareció desconcertar a Lillian, de modo que Heather descruzó los brazos y trató de parecer más relajada—. No la veía tanto como hubiera debido hacerlo. Todo esto me ha impactado mucho.

—Tu madre era una mujer fuerte. Sorprendentemente fuerte. Pero es algo generacional, ¿sabes? La gente de mi edad, bueno, no hablamos sobre nuestros sentimientos. —Lillian esbozó una sonrisita—. No es algo que solamos hacer, y lo cierto es que si Colleen no estaba bien, yo no me enteré de nada.

Heather pensó en la bola de papel sobre el tocador y la expresión apenada del agente de policía cuando le entregó el anillo de boda de su madre.

—Entonces ¿nada de lo que decía le resultaba extraño? ¿No notó ningún comportamiento raro?

—Cielos... —Lillian bajó la mirada como si Heather acabara de decir una palabrota delante del párroco—. Colleen mencionó que eras periodista, pero...

—Perdón, no... —Heather apartó la mirada, esbozando una media sonrisa. “Soy incapaz de tener una conversación banal. Seguro que a mamá eso le hubiera resultado gracioso”.

—Puedo ofrecerle una taza de té.

—No, gracias, querida. —Lillian hizo un gesto con la mano en dirección a Heather—. Lo que menos quiero es entrometerme en este momento. Solamente quería dejar la comida y conocerte. Colleen hablaba de ti todo el tiempo, ¿sabes?

—¿En serio? —Heather volvió a sonreír, pero esta vez con esfuerzo—. No nos llevábamos siempre bien, la verdad. Fui una chica muy difícil, como seguramente le habrá contado.

—No, en absoluto. —Lillian se quitó una pelusa de la manga—. Solo tenía elogios para su niña preferida.

Heather tuvo la repentina impresión de que Lillian mentía, pero asintió de todos modos. La mujer se dispuso a marcharse y le apretó suavemente el brazo al pasar.

—Si necesitas algo, querida, no dejes de avisarme. Como te dije, estoy muy cerca y con mucho gusto puedo cocinar o hasta lavarte la ropa si te sientes abrumada... —Heather la siguió por el pasillo como una colegiala descarriada; tenía la sospecha de que a menudo la gente seguía a Lillian así, arrastrada por su estela.

—¡Ah, pero mira eso! —Lillian se había detenido junto a la consola del vestíbulo, donde Colleen solía amontonar la correspondencia y dejar las llaves todos los días. Había una fotografía enmarcada de Heather que la mostraba de adolescente, sentada sobre la cama de su antigua habitación. Alta y desgarbada, con el cabello oscuro sobre los ojos, sostenía un diploma al mérito que le habían dado en la escuela por un ensayo o un cuento corto, ya no lo recordaba. Al ver la fotografía, Heather volvió a sentir la opresión en el pecho; estaba hecha unas semanas antes de que su padre muriera y las cosas entre su madre y ella comenzaran a envenenarse.

—Es la fotografía tuya que más me gusta —dijo Lillian, y sonó complacida por motivos que Heather no podía adivinar—. ¿No es encantadora?

Heather abrió la boca, sin saber qué responder. En la foto estaba vestida con una camiseta negra de Expediente X que le quedaba enorme y tenía una expresión malhumorada. No tenía ni idea de por qué su madre la había enmarcado, y mucho menos qué le veía de encantadora esta desconocida.

—Bueno, me voy entonces. —La mujer ya estaba afuera y su calzado blanco hacía crujir la grava—. Recuerda, querida, si necesitas algo, me avisas.

Heather recogió la correspondencia de la alfombra del vestíbulo y la dejó caer sobre la encimera de la cocina. Muchos folletos satinados, algunas facturas, varios menús de comida para llevar. Con un gesto de concentración, separó lo que necesitaría resolver y luego arrojó el resto al cubo de la basura. Algo en el fondo del recipiente se había podrido —un resto de comida, probablemente, de la última cena de su madre— y el repentino olor a carne putrefacta le revolvió el estómago. Sintiéndose descompuesta, Heather se dirigió a la puerta trasera, segura de que el aire fresco la haría sentirse mejor.

Los altos árboles de hojas perennes ocultaban la vista de los vecinos. Cuando era niña —cuando vivía allí, cuando se enredaba en las piernas de su madre—, los árboles eran más bajos, incluso más acogedores. Entonces ensombrecían el jardín, ocultaban a Heather y mantenían el mundo exterior fuera. Junto a la puerta trasera había un pequeño cuadrado de hormigón con dos sillas de hierro, una mesita y otra maceta de arcilla que solamente contenía tierra. Vacía. Con el aire fresco se sintió mejor. Se preguntó por qué se habría puesto a vagar por la casa, recorriendo habitaciones y contemplando fotografías. Revisando el tocador. “Porque me estoy cerciorando de que ya no está aquí”, pensó, e hizo una mueca. “Una parte de mí todavía cree que la encontrará en el baño, limpiando el inodoro, o en la sala de estar, viendo la televisión. Estoy viendo si hay fantasmas”.

—Me cago en todo. —Respiró hondo y esperó a que las náuseas retrocedieran—. Qué desastre, mamá. En serio.

Su mente volvió a la página arrugada y pensó en el estado mental de su madre en los días antes de que se quitara la vida. ¿En qué habría estado pensando? Era difícil imaginar a su madre —una mujer con sentimientos cuasi religiosos sobre la utilización de posavasos y marcapáginas— arrancando una página de un libro, y ni que decir de hacerla una bola como si fuera basura. Pero allí estaba el oscuro meollo de todo, la aterradora verdad a la que Heather no quería mirar de frente: su madre no había estado en su sano juicio. Algo había sucedido que le había quitado la razón; un desconocido cruel y mortífero había tomado residencia dentro de la cabeza de su madre.

—Nada de esto tiene sentido para mí. Nada.

Muy poco tiempo después de llamarla para que se hiciera cargo del cuerpo de su madre, la policía la había puesto en contacto con un terapeuta, que había sido muy amable y había pasado mucho tiempo hablando sobre el estado de shock, sobre cómo las personas con depresión severa podían ser muy hábiles ocultándola, aun de sus seres más queridos. Heather había escuchado con paciencia, asintiendo, aturdida; aunque comprendía perfectamente bien lo que explicaba el terapeuta, le había resultado... raro. Los viejos instintos se le habían comenzado a despertar, los que le decían cuándo una historia era disparatada y cuándo era veraz.

—No seas ridícula —se dijo escuchando lo fría y débil que sonaba su voz—. Estás paranoica.

Fuera, en la calle delante de la casa, alguien hizo sonar el claxon y Heather dio un respingo. Lágrimas calientes le corrían por las mejillas y se las secó, molesta, con el dorso de la mano. Después de un instante, sacó el teléfono del bolsillo y vio que una notificación de mensaje de texto le hacía guiños.

Hola, cuánto tiempo. Oí que estás de vuelta por Balesford. ¿Quieres que nos veamos? Sentí mucho lo de tu madre, espero que estés bien. xxx

Nikki Appiah. Heather paseó la mirada por los árboles oscuros, preguntándose si los vecinos estarían observando e informando sobre ella de algún modo, desde detrás de sus cortinas de tul. Sorbió y parpadeó rápidamente para despejar los ojos antes de escribir una respuesta.

¿Estás de centinela del vecindario o qué? Sí, estoy de vuelta por un tiempo. ¿Estás por aquí? ¿Vamos al Spoons? Necesito una copa.

Hizo una pausa y luego agregó un emoticono con rostro verdoso de vómito.

La respuesta de Nikki apareció casi de inmediato.

Son las once de la mañana, Hev. Pero sí, encontrémonos en el centro. Ha pasado demasiado tiempo y me gustaría verte la cara (aun si está verdosa). ¿Nos vemos en una hora? xxx

Heather guardó el teléfono. Se estaba poniendo más oscuro y el aire comenzaba a oler a minerales: la lluvia llegaría pronto y era mejor alejarse de allí. Una ráfaga de viento agitó los arbustos y, por un instante, a Heather le pareció que había demasiado movimiento allí, como si algo estuviera moviéndose con el viento, para ocultar sus pasos. Escudriñó las sombras, tratando de divisar una figura, luego regresó a la puerta trasera, convenciéndose de que su imaginación buscaba cosas de las que asustarse. La casa seguía pareciéndole vacía y desconocida, una cajita de vulgaridad.

—¿Qué estabas pensando, mamá?

Su propia voz le sonaba triste y desconocida, de modo que se secó las últimas lágrimas de la mejilla y atravesó la casa para salir hacia el coche de alquiler.

Tiempo de lobos (versión española)

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