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Véndeme Madrid

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—Buenas tardes, señor Terrés.

—Bien hallada.

—Soy Claudia, tengo dieciocho años y tengo un gran dilema.

—Así me gustan a mí las preguntas, al grano.

—A pesar de mi edad, siempre he creído que tenía las cosas claras en cuanto a mi futuro, aunque quizá tenga unos cuantos pájaros en la cabeza, pero es la bendita culpa del cine y de JKR.

—¿Quién es JKR? ¿Son las siglas de los componentes de One Direction? ¿Las iniciales de un tatuaje de Ma­­rio Casas? ¿La maleni esa inglesa que escribió Harry Potter?

—Así que después de mucho pensar, decidí que el año que viene quiero estudiar Relaciones Internacionales, algo que solo puedo hacer en Madrid. Ya me he cansado de hablar con padres, profesores y orientadores de tres al cuarto que no tienen ni idea de lo que quiero ni de por qué. Por eso acudo a un profesional.

—¡Paren las máquinas! Espera. ¿Ese profesional al que te refieres soy yo? ¿En serio? Jovencita, para que te hagas una idea: te respondo esto en batín y pantuflas desde la novena planta del hotel Majestic de Barcelona, hincándome un bloody mary con el firme propósito de echar a patadas de mi habitación a esta resaca fiel como un San Bernardo, que no se va de mi lado la condenada. Para que te sitúes en torno a lo que puedo saber yo de recursos humanos, digo. Pero qué na­­rices: vamos al lío.

—Mi dilema es que me veo el año que viene encerrada en una residencia, pagando quince pavos por copa en locales atestados de gente, pasando miedo en el metro, perdiéndome en cuatro calles y encima distanciándome de las personas que tengo aquí…. Y lo único que te pido para que me des ánimos y me hagas recuperar la ilusión de coger la maleta es que me vendas Madrid. ¿Qué tiene Madrid? ¿Cuál es su magia? Y, sobre todo, ¿qué le puede ofrecer a esta pobre chiquilla de provincias?

—Acabáramos. Que el problema no es tu formación, eso lo tienes claro; ni siquiera tu familia (tienes un par de pelotas, enhorabuena por eso). El problema es que tienes miedo. Tan fácil. Tan difícil.

No te hablaré hoy del miedo, de los cambios o los cientos (miles) de razones para hacer la maleta sobre la cama de esa habitación a la que ya nunca volverás. Hoy solo te hablaré de Madrid. Y esta respuesta va a tener su gracia, porque te escribo, insisto, desde Barcelona, esa ciudad gris a la que ya he perdonado (serías tan increíble si te dejaras de tantas tonterías, Barcelona). Así que sí, qué narices. Aquí. Ahora. Desde la mejor habitación de la mejor planta del mejor hotel de Barcelona voy a explicarte por qué Madrid es la mejor ciudad del mundo.

Y es que Madrid es Madrid todo el año, pero nunca Madrid es tan Madrid como en septiembre. Las calles se desperezan, caen las primeras gotas de este otoño que se cuela entre las sábanas y tintinean las copas en la barra caoba del Cock. Una más. La penúltima. El Madrid de los atardeceres imposibles, los hermanos Alcázar en la Gran Vía y las niñas con sudario en la mesita bebiéndose Juan Bravo.

Sé que vivirás en Malasaña, que te besarán en los portales de Corredera Alta volviendo del Tupperware y que beberás copas de mierda en noches vulgares que no olvidarás nunca. Dormirás poco, llorarás más de la cuenta y echarás de menos aquella cama —que aún te espera— y maldecirás a aquel payaso que un día como hoy te vendió esta ciudad inexplicable. Pero un día bajarás por Espíritu Santo con una desconocida que ya llamas amiga (qué importa de dónde vienes, si estás aquí) y la vida se pintará de acacias y tejas, el color del cielo que abrasa la Gran Vía cuando atardece, y cada paso será una nota de una partitura que aún no entiendes, pero que ya intuyes. Y cruzarás Recoletos y el sol se pondrá en la Cuesta de Moyano, a la vera del Jardín Botánico y el Museo del Prado. Donde cada tarde reposan botines, fracasos, tesoros, llaves y brújulas bajo las tapas de aquellos libros de lance que esperan, sin prisa, la mano de otro dueño.

Y vivirás mil vidas y aprenderás a amar el cine en los Doré, harás cola en la barra del Cisne Azul —esas setas—, y pedirás otro vermú (otro más) y un pincho de tortilla en La Ardosa. Aprenderás a reverenciar El Prado (hay que hacerlo) y quizá descubras el arte (esto es necesario, Claudia) en exposiciones como la de Cézanne en el Thyssen. Pasarán los meses; dormirás poco, llorarás menos y recordarás con cariño aquella cama, porque ya no será la tuya. Ya nunca lo será. Porque la tuya está en Madrid.

Y un día, sin más, no existirá otra ciudad.

Porque no la hay.

Nada importa

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