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Ser un hombre (en primavera)

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Cuando éramos jóvenes (entusiasmo, misantropía y ca­­misetas negras) escuchábamos cintas de casete con Doolittle en una cara (Automatic for the people en la otra), robábamos jirones al futuro y teníamos una teoría: la llamábamos la «dictadura del tirante» y arrancaba exactamente el 20 de marzo. Un día después del fuego. Un par de horas antes de que el sol tomara las calles sin permiso ni vergüenza. Ya estoy aquí, parecía decir. Es la hora.

La primavera. Un adolescente no es más que un ca­­chorro con cuatro libros a la espalda y un par de planes. Poco más. El equinoccio de primavera (primavera = primer verdor) es el icono de la renovación y la juventud, de la belleza y las flores. De la vida que regresa (siempre regresa) a colmar de colores las estaciones y recordarnos por qué jugamos a este juego sin sentido.

Al mediar de la primavera (escribe Pla en su Viaje a pie) llegan las primeras, pequeñas fresas de bosque y de jardín, y su perfume parece entremezclarse con el olor de las violetas. La «torpe y obstinada primavera» (González-Ruano, siempre César), unas horas felices para todos. Las terrazas de los cafés se llenan; aparece la primera mujer tostada –—¿Dónde? ¿Cómo?— y la vida misma parece ponernos un clavel en la solapa.

Primavera fue la última palabra que escribió Sylvia Plath antes de suicidarse y a la consagración de la primavera está dedicado lo mejor que compuso Stravinsky.

Yo no sé nada (o poco) de lo que se cuece en la cabeza de una mujer cuando el invierno llega a su fin y la primavera atropella los días grises, las dudas y el nórdico. Pero sí sé lo que pasa en el mundo de un hombre cuando los primeros rayos de sol atracan la pereza y las mujeres toman las playas de nuestra Normandía con cien mil buques de guerra disfrazados de tirantes y vestiditos del Zara. En primavera nos volvemos a enamorar (y ya van…) de todas y cada una de las mujeres que hemos detestado en invierno; y lo que antes era no hoy es sí, y lo que ayer era lana hoy es piel. Y al hombre cabal que éramos lo secuestra un loco y un niño con una espada de madera y un castillo donde esconder una sonrisa. En primavera solo cabe rendirse y celebrar la derrota. A su salud.

Nada importa

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