Читать книгу El Mulato Plácido o El Poeta Mártir - Joaquin Lemoine - Страница 14
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ОглавлениеEl momento deseado llegó por fin.
Un mulato adolescente pisaba con cierto aire modesto i arrogante a la vez, el umbral de la puerta del comedor, seguido de la consabida costurera que le acompañaba con esa risueña complacencia que se anticipa a veces a un éxito feliz.
De una estatura que parecia anticiparse a su edad, espigado, de cara casi redonda, frente preñada i lijeramente espaciosa, de negros, grandes i chispeantes ojos, mejillas algo abultadas en las que se revelaban la salud i la lozanía, labios encendidos i pronunciados cuya sonrisa mostraba las curvas de su dentadura tan blanca como un teclado de concha de perla en miniatura, de cabello tan crespo i menudo como el de un negro. Tenia tambien en su aspecto cierto erguimiento natural que parecia la emanacion involuntaria i sincera de un amor propio bien entendido i cierta, elegante flexibilidad en su porte i sus maneras que contrastaba con su aspecto i su color. La dulzura de su espresion, que parecia traslucir la bondad de su carácter se armonizaba con la seriedad de su continente, que anunciaba la madurez casi prematura de su juicio i de su intelijencia. En el movimiento de sus labios prontos a desplegarse a la primera impresion, en el fuego de sus rasgados ojos sobre cuyas negras pupilas parecia arder la chispa del talento, en su ceño al parecer casi siempre contraido por la fuerza del pensamiento, se revelaba, a primera vista, que el rayo de luz que iluminaba su intelijencia, reflejábase tambien sobre su rostro oscuro pero simpático.
Apenas el mulato se presentó en la puerta del comedor, todos los ojos llenos de curiosidad se volvieron i se fijaron en él. Todos, pues ya habian acabado de comer, se levantaron de la mesa con mas o menos precipitacion i rodearon a Gabriel. Este, despues de hacer una vénia profunda i respetuosa, permaneció de pié en direccion a la puerta.
Manfredo i Berta le colmaron de preguntas, i como a todas contestase con monosílabos, golpeándole Manfredo la espalda, i sonriendo con jovialidad le dijo:
—Vaya que eres un hombre de pocas palabras; la concision de tus respuestas te hace adecuado para ministro de Estado.
Gabriel al oir estas palabras, inclinó lijeramente la cabeza como para ocultar una sonrisa picarezca.
Alberto, el niño mimado de la casa, brincaba de alegria, palmoteaba, i dando gritos de júbilo infantil, al verse con un nuevo compañero, abrazó de la cintura a Gabriel i sin desclavarle los ojos le decia:
—¡Ya tengo con quien corretear en el huerto! Mira, tu jugarás conmigo al volantin; yo te regalaré los juguetes que me dió mi papá en premio de la buena leccion de lectura que le dí a mi madre.
Gabriel miraba, sonreia i acariciaba al niño en silencio.
Raquel entretanto contemplaba fijamente i con la frente algo inclinada al mulato huésped. Habia cierta vaguedad sombria en el semblante de esa mujer, cierta espresion de tristeza en su mirada, en su actitud, i hasta en la posicion de su mano sobre la que descansaba su sien con una especie de melancólico abandono.
—Pero, en fin, prorrumpió nuevamente Manfredo, dirijiéndose a Gabriel, ¿cuál es tu oficio? ¿cuál ha sido tu ocupacion hasta ahora? ¿quienes te conocen a tí que puedan recomendarte por tu buena conducta? ¿Cuál es tu familia? ¿Tienes padres? Las recomendaciones que hace de tí Carolina, son en verdad mui satisfactorias, pero, con todo, es preciso que te oigamos a tí mismo, porque nadie mejor que tu puede darnos cuenta exacta de tu vida, de tu conducta, de tu oficio (si lo tienes) i sobre todo, de tu nacimiento, porque las condiciones de un hombre, en cualquiera esfera a que pertenezca tienen su oríjen por punto de partida.
Gabriel, dirijiendo una significativa mirada a Manfredo, le contestó:
—¿Para todo, señor hace Ud. tanto gasto de desconfianza?
—¡Qué respuesta tan oportuna! murmuró volviendo el rostro Raquel.
—¡Ah! yo no te creo uno de esos aventureros errantes, sin asilo fijo, que no son útiles para nada, i lo que es mas, que no saben de dónde vienen ni a donde van en el camino de la vida; pero tu ves que es natural que antes de introducir a una persona en el seno de una familia, se cerciore uno de todo lo que se relaciona a su respecto. I tanto para mostrarte que soi franco contigo, como por inspirarte confianza, te diré que te esperábamos favorablemente predispuestos, i que noto desde luego que has causado una buena impresion en los de mi familia. I si tu proceder como lo espero, es ajustado, tendrás en mi esposa i en mí, algo mas que los señores que no presentan a sus sirvientes i esclavos sino un ceño airado, conforme a la despótica educacion española.—Ademas, Gabriel, satisfaremos tus necesidades; haremos las veces de tus padres, i vivirás bajo el ala de nuestra proteccion i cariño.
Despues, Manfredo, como indicando que habia acabado de hablar, se sentó sobre un mullido sillon de balance i comenzó a mecerse en silencio fijando con atencion la vista en Gabriel.
Este a su turno bajó la cabeza i los ojos, pasó la mano por la frente, mas de una vez, como para reprimir su emocion, i calló.... ¿Calló para no proferir una palabra mas? ¿Calló por que su conciencia se sentia abrumada al peso de las interpelaciones de Manfredo, o por que se ruborizaba, tal vez, de no tener que contestar satisfactoriamente?
Nó; rompió su largo silencio con la voz tan trémula de emocion que parecia anudársele en la garganta, i dijo:
—¡Ah!, señor, me ha arrastrado Ud. por las mas violentas i opuestas emociones. Sus palabras han hecho vagar mi corazon entre la humillacion i la complacencia, entre el temor i la desconfianza, entre el dolor i la felicidad. Detrás del primer impulso de simpatia con que Uds., me favorecian vinieron las sospechas i las desconfianzas de mi persona. I a la verdad, señor, que no sé qué contestar a las diferentes preguntas que me hace Ud., ni sé tampoco por cual comenzar.
—Mas calma Gabriel; si tomas el peso de mis palabras verás que todo lo que te he dicho está en sus cabales i que no hai en ellas nada de irregular.
—Señor, no crea usted que he perdido el sociego: voi a probárselo.
—¿Como?
—Contestando con serenidad a todas sus preguntas.
—Te oiré con gusto.
—Bien señor; me preguntaba usted por mi oficio. Mi oficio, señor, es el humilde oficio de peinetero. Apesar de mi poca edad he adquirido una destreza tal en la fabricacion de peines i peinetas de carei, que muchísimas señoritas de Matanzas, prefieren las mias a la de cualquier otro artesano. I puedo asegurarle con lejítimo orgullo, que hé adquirido ya alguna celebridad en mi oficio.
—I te encuentro razon para estar contento de ello, dijo Manfredo, interrumpiéndole.
—En verdad, señor; por que aun que esa humilde celebridad del artesano no tiene el noble lucimiento de una profesion científica, o la brillantez aristocrática de la carrera literaria, puesto que es debida a simple destreza de manos que el hombre mas imbécil puede adquirir con un poco de paciencia i asiduidad, sin embargo, asegura a lo menos el sustento diario. La mayor parte, señor, de las personas que van al taller del que soi oficial, preguntan con marcada preferencia por las peinetas fabricadas por Gabriel.
—¿I de donde te viene tanta celebridad?
—La razon es sencilla señor.
—¿Cuál? Por que por buenas que sean las peinetas que tú haces, tú comprendes que no pueden igualar a las estranjeras.
—Es verdad, señor: pero el patron de mi taller vendia mas baratas las mias que las estranjeras, i ademas contribuyó para que yo adquiriera lo que los artesanos llamamos parroquianos, el que yo distribuia mis peines i peinetas por todas las casas, lo que no hacia nadie.
—En efecto, Gabriel, era esa una ventaja considerable.
—I ademas, señor, puedo agregar, en obsequio de la verdad, que tuve la suerte de ser simpático a mis parroquianos, a tal punto que noté mas de una vez que habia casas en las que preferian mis peinetas a otras de igual precio i superior calidad, en fuerza de la simpatia que yo inspiraba.
—¿I en donde estaba tu taller?
—Mi taller, señor, está en la esquina de la plaza, cerca de la botica alemana.
—¡Ah! ya recuerdo haber visto allí una peineteria. I si mi memoria no me engaña, creo alguna vez haberte divisado al pasar por ahí.
—No seria raro, señor.
Rafael, Berta, Albertito i la costurera Carolina escuchaban entre tanto atentos el diálogo de Manfredo i Gabriel.
—Ya usted comprenderá, señor, agregó Gabriel, que no faltan personas que me conozcan. De entre ellas podria indicarle cuantas guste para que me recomienden ante usted. En cuanto a mi honradez, me humilla señor, sobre manera, que el que ha sido siempre escrupulosamente severo con ella, tenga, sin embargo, necesidad de probarla.
Yo creo, señor, que el trabajo que santifica al hombre, un nombre oscuro pero sin mancilla i el pan que se lleva a los labios cuando ha sido amasado con el sudor de la frente, responden de la honradez de una persona.
—Pero si tu oficio aseguraba tu subsistencia i tenias cariño por él como se trasluce al travez de tus propias palabras, ¿por que lo abandonas a trueque del servicio doméstico, cuyos salarios son tan mezquinos en este país, en donde el rico esplota el trabajo del pobre? I aun cuando esos salarios fuesen grandes, ¿podrian nunca igualar a las ganancias que te proporcionabas probablemente siendo ya un acreditado artesano?
—¡Ah! señor, cualquiera que escuchara sus reflecciones las creeria incontestables a primera vista, i sobre todo sin oirme. Pero no es así, el avaro artesano, en cuyo taller trabajaba yo, esplotaba de tal modo mi trabajo, que solo me dejaba de las utilidades tan escasísima parte, que apenas si alcanzaba a satisfacer mis necesidades i las de una pobre anciana que vivia a mis espensas en los últimos dias de su vida.
—Pero Gabriel, ¿no contaste con el porvenir?
—¡El porvenir!.... esclamó desconsolado Gabriel.
—I a la verdad, me parece que debiste haberlo tomado en cuenta, porque mas tarde habrias podido poner un taller, ser su jefe, i ganar mucho, i quizá llegar a enriquecer.
—Para poner, señor un taller propio, habria necesitado un capital o una proteccion que no tenia. El trabajar como dependiente, en el taller ajeno, no es sino para verse esplotado en beneficio de otros.
—Pero esos, a mi ver, no eran inconvenientes insuperables, Gabriel.
—Usted, señor, no me conoce aun. I el abandono de mi oficio ha sido un tributo a la independencia de mi carácter. Ademas, mientras otros quieren el dinero, yo lo miro con el mas profundo desprecio. Jamás he llevado impreso en mi corazon ese pedazo de vil metal que los hombres adoran. Prefiero mil veces las delicias de las dulces afecciones domésticas, de las que me he visto siempre desheredado, el aprecio íntimo de una persona querida o los encantos del hogar, a una montaña de oro. Prefiero una mirada cariñosa, una caricia sincera, un seno donde reclinar la cabeza, a todas las fortunas del mundo. Yo desde mui niño sabia que la jeneralidad de los hombres no piensan ni sienten como yo a este respecto; pero me inspira un goce indefinible la idea de ser una escepcion entre ellos. Por otra parte, señor, yo sentia mortificado mi amor propio al tener que tocar, a la manera de los mendigos, las puertas de los opulentos, para ofrecerles, como quien pide una dádiva, el fruto de mi trabajo honrado. Si la fortuna hubiera podido conducirme a una digna posicion social, la habria mirado como un don inapreciable para mí, como el ala de mis mas nobles aspiraciones. ¡Ah! pero eso era imposible, ¿De qué me habria servido, señor, tener una fortuna si todos hubieran dicho: Gabriel de la Concepcion Valdés, el mulato, el bastardo, el artesano?
—¿Bastardo? esclamó Manfredo.
—Hé ahí por qué, señor, continuó Gabriel, prefiero vivir, sepultado en el fondo de un hogar doméstico, olvidado de los conocidos de antes e ignorado de todos. Al menos, no habria humillacion en ese olvido, no lo habria en servir a mis señores, porque el cariño recíproco me ligaria con ellos i me elevaria a su altura.
—¡Bastardo! te he oido decir con sorpresa, mi querido Gabriel.—¿Eres bastardo?
—Bastardo... dicen que soi, señor. Yo no conozco mi oríjen. Mi pasado está lleno de vacio i oscuridad. Yo soi el fruto que ignora de que árbol se ha desprendido. No recuerdo haberme mecido en el regazo maternal. ¡Oh! ¡qué entrañas debió tener esa madre, si es que fuí abandonado por ella!.... Es imposible que esa mujer sea feliz, pero Dios quiera que lo sea, porque yo, aun sin conocerla, ¡la amo i la perdono!..
Calló i permaneció un momento con la frente inclinada....
Raquel contemplaba atónita ese cuadro tan triste i tan recargado de sombras: como una nube en el cielo, cruzó otra sombra por sobre su frente. Una gruesa i silenciosa lágrima surcó su mejilla, talvez, despues de otras lágrimas que en el curso de esa escena palpitante de dolor, de sinceridad i de ternura pasaron desapercibidas....
Quedó tan conmovido Gabriel, que parecian paralizárseles todos los resortes del alma, al contemplar la lágrima de esa mujer que cayó a su vista como un rayo sin tempestad. Aproximóse a ella con la mirada apasionada i chispeante i la dijo:
—¡Oh! señora, usted es la mujer mas buena que he conocido en el mundo. ¡Mis desgracias han hecho eco en su corazon, mis lágrimas han arrancado otras lágrimas de sus ojos! ¡Si yo pensaba antes de ahora en ser su camarero, de hoi mas, seré su esclavo, pero un esclavo voluntario!
Raquel fijó en el jóven mulato una mirada tristísima, balbuceó una palabra que, por el ademan, se inferia que era una palabra de agradecimiento, i profundamente impresionada bajó los ojos.
Gabriel a su turno la miró en silencio.
Manfredo fijó entonces en Raquel otra mirada penetrante i acudiendo a su lado la dijo con ternura:
—¿Qué tienes, esposa mia? ¿Por qué lloras?
—Nada, nada; contestó Raquel, con los ojos llorosos i el semblante risueño. ¡Es tan triste la historia del infortunado Gabriel, es tan simpática la desgracia i él sabe contar la suya con tanto sentimiento!
—¡Pero, vamos! repuso Manfredo: este es ya un diluvio de llanto. I a la verdad, ¿a qué hacer tanto gasto de sentimiento? Hai tanto porqué llorar i sufrir en este valle de lágrimas.
En ese momento el reloj de mesa que oscilaba sobre la chimenea, dió las dos de la tarde.
—Vaya que ha sido larga la sobremesa, agregó Manfredo. Yo tengo algunos asuntos que arreglar, i distraido con lo ocurrido, sin sentirlo he perdido el tiempo. Raquel, la dijo en seguida; ház que los sirvientas i nuestros hijos, hagan reconocer a Gabriel la casa i el huerto, para que los conozca.
I diciendo esto tomó su sombrero, palmeó risueño el hombro de su esposa, en señal de despedida i partió.