Читать книгу El Mulato Plácido o El Poeta Mártir - Joaquin Lemoine - Страница 15
XI
ОглавлениеRaquel se levantó de su asiento i haciendo una señal con los ojos a la costurera Carolina, que se hallaba presente, salió con ella como abrumada por un secreto pesar, i ambas se dirijieron al salon. Sentóse la primera sobre un sofá, reclinándose en un cojin. La otra tomó asiento en uno de los sillones que estaban colocados en las estremidades del sofá i comenzaron a hablar en voz baja i al parecer de una manera confidencial.
Al mismo tiempo Berta apoyada de codos en la baranda de una de las ventanas del comedor que daban al huerto, Gabriel i Alberto a su lado, contemplaban desde allí el horizonte del cielo cubierto de cenicientas nubes, que descendian revistiendo como con una mortaja las cumbres de las montañas lejanas: la opaca luz de un dia nublado: la espesura del huerto que blandamente mecida por la fresca i balsámica brisa, dejaba ver, allí en su fondo los pedazos del lago que correspondian a los claros de la arboleda que se abrian o cerraban alternativamente con el vaiven del follaje, semejante al flujo i reflujo de las olas de un mar verdoso: la alondra que volando rizaba con su alas vibrantes la faz del lago: los pájaros canoros que saltaban de rama en rama; el movimiento de las errantes golondrinas que se agrupaban debajo de las cornizas de las ventanas de las que pendian sus nidos: el ladrido del perro amarrado en uno de los rincones del huerto: los jilgueros i canarios que se ajitaban gorjeando dentro de sus jaulas, colgadas aquí i allí en las copas de los árboles.
Berta entonces dirijiéndose a Gabriel le dijo:
—¿Quieres que despues de conocer las habitaciones bajemos al huerto?
—Con mucho gusto, señorita, le contestó.
—Es preciso que te orientes en la casa i que la conozcas desde luego.
—Tiene usted razon, señorita, contestó Gabriel, con cierta tristeza que armonizaba i aumentada talvez con la tristeza de la naturaleza.
—Vamos entonces, dijo Berta. I salieron los dos, seguidos de Albertito que brincando con travesura seguia a su hermana jugando con los lazos rosados que ceñian su cintura i que caian a lo largo de su vestido de muselina blanca.
Atravesaron una parte del corredor, entraron al costurero, deteniéndose poco en él i pasaron al salon de recibo en el que encontraron a Raquel conversando aún con la costurera Carolina.
En el ángulo del salon correspondiente al en que estaba el piano habia una pequeñísima mesa circular llena de pequeños floreros i adornos de bronce i porcelana, sobresaliendo de en medio de ellos un retrato grande de Raquel, con sus ojos tan inflamables i sombrios que parecian dos estrellas nubladas; con su negra i ondulante cabellera que cubre sus hombros como un manto lleno de pliegues i con su graciosa i pequeña frente entreoculta por los bucles naturales de su cabello; con su tipo romano.
Gabriel se detuvo como paralizado delante de ese retrato, i despues de devorarlo con una mirada chispeante, murmuró:
—¡Que hermosa mujer! Hágame el bien señorita Berta de decirme ¿quién hizo este retrato de su mamá?
—Un fotógrafo que tiene su tienda en la calle de la Compañía, cerca de la plaza de armas.
—¡Ah! ya caigo en cuenta. He oido decir que es el mejor fotógrafo de Mantanzas, i que no hai ni en la Habana ninguno que merezca compararse con él.
—Así he oido tambien.
Con estas últimas palabras recorrieron sucesivamente las alcobas de Manfredo, i de Raquel, que estaban una en seguida de otra; i bajando por una plataforma escalonada se dirijieron al huerto. Atravesando a lo largo de la calle central de árboles, llegaron a la orilla del lago, contemplaron a su borde las hojas secas que flotaban en la superficie del lago, las sombras de los árboles que temblaban sobre sus ondas azules, no sin sostener una conversacion animada.
A momentos blanqueaban los ojos del jóven mulato al fijarlos en Berta, con cierta mal disimulada impresion.
En ese momento una nube de mariposas se posaron sobre las flores de uno de los jardines, i apenas Berta las divisó, ¿vamos Gabriel a cojerlas? esclamó, rebozando de alegria, i sosteniendo con una mano un rozon mal prendido de su peinado i recojiendo con la otra los diáfanos pliegues de su vestido, acudió corriendo por entre las tortuosas sendas de rosas i jazmines en pos de las mariposas. Casi todas volaron, espantadas, a los jardines inmediatos, i solo una quedó cautiva entre sus dedos de marfil.
Gabriel aparentemente impasible quedó de pié en el mismo lugar, siguiendo con la vista a esa encantadora niña, que parecia una vestal haciendo las veces de jardinera.
Berta regresó de prisa, ajitando las manos, a juntarse con Gabriel, i le dijo:
—Ya ves lo que tiene el no ser neglijente como tú. Si ustedes los hombres necesitan armas para cazar, a nosotras las mujeres nos bastan las manos. Si tú hubieras ido conmigo en persecusion de las mariposas talvez habrias esclavisado otra mas.
—Es que yo desde mui niño he odiado la esclavitud, señorita Berta. Es por eso que me aflije hasta la esclavitud de las mariposas, que deben ser tan libres como el hombre, pero no como el hombre cubano; porque Cuba es ya el único asilo de la esclavitud. Yo daria mi sangre por borrarla de nuestro suelo. I la libertad, por desgracia, es aún considerada por los cubanos, como una bella quimera, como uno de esos sueños dorados que probablemente ha tenido usted, señorita, i en los que ha visto flotar las flores del huerto, i las estrellas del cielo.
—¡Tienes razon, Gabriel. Pobre mariposita! A nosotros en su lugar no nos gustaria que nos cortaran el vuelo i la libertad; ¿no es cierto? dijo, i arrojó ese volátil i matizado animalito que aleteando cruzó los aires.
—Gabriel, vamos ahora a los cenadores.
—Vamos, señorita.
Acto contínuo se dirijieron a uno de ellos, i entraron a él. Berta se sentó en un asiento rústico de madera i Gabriel quedó de pié a su lado.
—Pero hasta ahora nada me has dicho Gabriel de la impresion que te ha causado la casa i el huerto. ¿No ha sido buena?
—Tan buena impresion me ha hecho, señorita, esta hermosa mansion, que temo no poder espresarla, i por eso prefiero callar; por que las palabras nunca se elevan a la altura de las grandes impresiones. Se me figura que he nacido a una vida nueva desde que me encuentro en medio de las delicias de este hogar, respirando sus perfumes i abrigándome a su sombra. Me parece haber sido introducido a un pequeño paraiso habitado por ánjeles.
—¡Cuanto me alegro Gabriel que estés tan contento! ¡Ojalá sigas en adelante tan complacido como hasta aquí!
—En medio de esta familia que respira alegria, bondad i una ternura tan espontánea seria un pecado señorita el descontento i la tristeza.
—Pero tú no cuentas Gabriel con que suele haber en la vida causas ajenas a la voluntad i a lo que nos rodea que enturvian la felicidad; o que a veces la misma felicidad es la sombra de la desgracia.
—¡Cuanta razon tiene Usted, señorita! Acaso sin darse cuenta del alcance de sus propias palabras ha hablado Usted, con la madurez de la esperiencia i me ha abismado en un mundo de tristes ideas en que suele caer mi alma, constantemente víctima de íntimos sufrimientos.
—La verdad Gabriel es que de esperiencia poco hemos de saber tú i yo, porque somos jóvenes. A nuestra edad es preciso sonreirse cuando el pesar nos muestra su ceño airado. Tórnate alegre, i déjate de palabras graves. Allá cuando los golpes del destino nos hieran en el camino de la vida, entonces nos preocuparemos de ellos. ¡Mira! ¿sabes lo que se me figura la esperiencia?
—¿Qué?
Unas de esas brujas o viejas de aspecto repugnante que nos representan en la niñez, con el nombre de duendes o hechiceras.
Gabriel sonrió en silencio.
—Vamos Gabriel a ver si ha llegado mi papá, dijo la hermosa niña, i regresaron ambos a la casa llenos de animacion i jovialidad.