Читать книгу El Mulato Plácido o El Poeta Mártir - Joaquin Lemoine - Страница 8
IV
ОглавлениеDelante de los jardines que se estendian frente a la fachada de la casa, habia en vez de los muros que ordinariamente dan a la calle una laboreada i alta verja de hierro, adornada con ramas i hojas de bronce dorado; por entre sus rejas subian enredándose pasionarias i jazmines.
El ambiente perfumado del huerto i de los jardines de esa casa romántica se exhalaba fuera de ella; la voz chillona de los loros, el caprichoso concierto de los canarios, confundido a veces con las armonias del piano i los sones del violin, detenian a menudo a todo el que transitaba por esa calle, especialmente en las dulces i albas noches de verano, alumbradas por el fulgor de la luna.
¿Quienes moraban en ese encantador i poético retiro? ¿Era una familia de artistas que habia reunido lo bello bajo todas sus formas para rodearse i simbolizar con él las delicias del hogar doméstico?
A la verdad, no era fácil saberlo.
En las noches de luna veíase dibujarse en el fondo de los jardines de esa casa, una mujer de hechicera belleza, deslumbrando a quien la contemplaba al pasar, embellecida, melancolizada con los blancos fulgores del astro de la noche que armonizaban con el color de su tez de alabastro pálido. Envuelta, como en una bruma, en el prestijio de lo apartado, cubierta con el velo de lo desconocido que inspira un poder irresistible en las cosas, adquiria su belleza un májico atractivo.
Cuando se la divisaba al través de las rejas de la calle vagando errante i pensativa, como la sombra de la tristeza entre las sombras de los árboles que se alzaban en el patio; recojiendo con sus aristocráticas manos de marfil, las flores de los jardines para formar con ellas pequeños ramilletes; regando con cariño i casi con ternura fraternal, el arbusto, la enredadera i la flor; acariciando con delicadeza un macetero que contenia la corona del poeta; descansando por fin de su dulce tarea de jardinera sobre una silleta de hierro debajo del follaje de una palmera, hubiérase creido que esa mujer no era sino el ideal de la fantasia del que la contemplaba.
Era tal la aérea suavidad de sus pisadas que parecian no alcanzar ni a imprimir la huella de sus piés sobre el verde césped i el húmedo musgo que tapizaba su camino; tal la dulce vaguedad de sus facciones; tal la indecision de su mirada dirijida hácia el cielo i perdida en el espacio; tal el misterio indescriptible de sus pupilas azules cuya luz parecia el último reflejo de la antorcha lejana que alumbra temblando el fondo sombrio de una prision, que el ojo que contemplaba a esa mujer se sentia herido, como la pupila que pasa rápidamente de la oscuridad a la luz.
Era de estatura mediana, de formas delgadas, de rostro ovalado, de cabello rubio, cuyas ondas caian a lo largo de su talle jentil, como una lluvia de oro, lo mismo que sobre su graciosa i pequeña frente, a manera de cortinas doradas.
¡No era una belleza de estos tiempos! El artista habria creido divisar en ella una estátua griega; el creyente una mujer bíblica; ¡el poeta un ánjel enviado del cielo!