Читать книгу Ruina y putrefacción - Jonathan Maberry - Страница 12
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Caminaron varios kilómetros bajo el sol abrasador. El gel de pimienta se diluía con el sudor y debía aplicarse cada hora. Benny estuvo en silencio durante la mayor parte del camino, pero a medida que sus pies empezaban a dolerle y su estómago empezaba a gruñir, su temperamento fue empeorando.
—¿Ya vamos a llegar?
—No.
—¿Cuánto falta?
—Un tanto.
—Tengo hambre.
—Pronto nos detendremos.
—¿Qué hay de comer?
—Frijoles y carne seca.
—Odio la carne seca.
—¿Trajiste alguna otra cosa? —preguntó Tom.
—No.
—Entonces será carne seca.
Los senderos que Tom elegía eran estrechos y con frecuencia pasaban de asfalto a grava y a tierra.
—No hemos visto un zom en un par de horas —dijo Benny—. ¿Cómo es posible?
—A menos que escuchen o huelan algo que los atraiga, tienden a quedarse cerca de casa.
—¿Casa?
—Bueno… de los lugares en los que solían vivir o trabajar.
—¿Por qué?
Tom dedicó a eso un par de minutos.
—Hay muchas teorías, pero eso es todo lo que tenemos: teorías. Algunas personas dicen que los muertos no tienen la inteligencia para pensar que existe algo más que la tierra donde están parados. Si nada los atrae o los mueve, simplemente se quedan donde están.
—Pero necesitan cazar, ¿no?
—“Necesitar” es un concepto complejo. La mayoría de los expertos está de acuerdo en que los muertos atacan y matan, pero no se ha comprobado que realmente cacen. Como dices, cazar deriva de una necesidad concreta, y no sabemos que los muertos necesiten algo en realidad.
—No entiendo.
Llegaron a la cima de una colina y miraron hacia un camino de tierra, sobre el que una vieja gasolinera se alzaba debajo de un sauce llorón.
—¿Alguna vez has oído que alguno se quede sin comer y muera de hambre? —preguntó Tom.
—No, pero…
—La gente del pueblo cree que los muertos sobreviven comiéndose a los vivos, ¿no?
—Bueno, sí, pero…
—¿Qué “vivos” crees que se coman?
—¿Eh?
—Piénsalo un poco. Hay poco más de trescientos millones de muertos vivientes sólo en Estados Unidos. Agrégale unos treinta y tantos millones más en Canadá y ciento diez millones en México, y tienes algo así como cuatrocientos cincuenta millones de muertos vivientes. La Caída ocurrió hace unos catorce años. Así que… ¿qué es lo que comen para mantenerse con vida?
Benny lo pensó.
—El señor Feeney dice que se comen unos a otros.
—No lo hacen —dijo Tom—. Una vez que un cuerpo empieza a enfriarse, dejan de comerlo. Por eso hay tantos muertos vivientes parcialmente comidos. No se atacan ni se comen unos a otros, incluso si los encierras en la misma casa durante años. Hay gente que lo ha hecho.
—¿Qué les pasa?
—¿A los atrapados? Nada.
—¿Nada? ¿No se pudren y se mueren?
—Ya están muertos, Benny —una sombra pasó sobre el valle y oscureció momentáneamente el rostro de Tom—. Pero ése es uno de los misterios. No se pudren. No por completo. Se deterioran hasta cierto punto, y luego simplemente dejan de pudrirse. Nadie sabe por qué.
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo puede algo nada más dejar de pudrirse? Eso es estúpido.
—No es estúpido, niño. Es un misterio. Tanto como el misterio de por qué se levantan los muertos. Por qué atacan a los humanos. Por qué no se atacan entre ellos. Todo eso es un misterio.
—Quizá comen, no sé, vacas y esas cosas.
Tom encogió los hombros.
—Algunos lo hacen, si pueden atraparlas. Mucha gente no lo sabe, por cierto, pero es verdad… Comen cualquier cosa viva que puedan atrapar. Perros, gatos, pájaros… hasta insectos.
—Ah, bueno, entonces eso explica…
—No —lo interrumpió Tom—. La mayoría de los animales son demasiado rápidos. ¿Has intentado atrapar un gato? Ahora imagínate hacer eso si sólo eres capaz de caminar arrastrando los pies y no puedes pensar para diseñar una estrategia. Si un montón de muertos llegara hasta unas vacas en un corral o un campo cercado, podrían ser capaces de matarlas y comérselas. Pero todos los animales de corral escaparon hace mucho, o murieron en los primeros meses. No… Los muertos no necesitan alimentarse en absoluto. Simplemente existen.
—Morgie dice que aquí los animales salvajes se convierten en zoms.
—Nop. Hasta donde se ha podido averiguar, sólo los humanos regresan. No tenemos la ciencia para intentar averiguar el porqué, y no sé si esto será verdad en todas partes, pero sabemos que es cierto aquí. De lo contrario, cada vez que mordieras un hot dog, éste te devolvería la mordida.
Llegaron a la gasolinera. Tom se detuvo ante el antiguo despachador y golpeó la superficie de metal tres veces, luego dos, y luego cuatro veces más.
—¿Qué haces?
—Saludar.
—¿Saludar a…?
Se produjo un gemido bajo, y Benny se volvió para ver a un hombre de piel gris dando despacio la vuelta a la esquina del edificio. Vestía un viejo overol con manchas oscuras y, de modo incongruente, una guirnalda de flores frescas alrededor del cuello. Caléndulas y madreselvas. El rostro del hombre quedó en la sombra durante algunos pasos, pero entonces caminó hasta quedar bajo la luz del sol y Benny casi gritó. La boca gimiente no tenía dientes, los labios y las mejillas estaban hundidos. Lo peor de todo: a medida que el zombi alzaba las manos hacia ellos, Benny vio que todos sus dedos habían sido cortados a la altura de las falanges.
Benny hizo un ruido de asco y se echó hacia atrás, con los músculos tensos para darse vuelta y correr, pero Tom le puso una mano en el hombro y le dio un apretón para tranquilizarlo.
—Espera —dijo.
Un momento después la puerta de la pequeña tienda de la gasolinera se abrió, y un par de mujeres de ojos adormilados salieron, seguidas por un hombre un poco mayor con una barba larga y marrón. Eran todos delgados y estaban vestidos con túnicas que parecían hechas de sábanas viejas. Cada uno llevaba una gruesa guirnalda de flores. El trío miró a Benny y Tom y luego al zombi.
—¡Déjenlo en paz! —gritó la más joven, una chica negra en sus últimos años de adolescencia, mientras corría por el suelo de tierra hacia el hombre muerto para quedar entre él y los hermanos Imura, con los pies bien plantados y los brazos extendidos para escudar al zombi.
Tom levantó una mano y se quitó el sombrero para que pudieran verle la cara.
—Paz, hermanita —dijo—. Nadie ha venido a hacer daño.
El hombre barbado sacó unos lentes de un bolsillo bajo su túnica, y miró con los ojos entrecerrados a través de los cristales sucios.
—¿Tom…? —dijo— ¿Tom Imura?
—Hola, Hermano David —puso la mano en el hombro de Benny—. Éste es mi hermano Benjamin.
—¿Qué haces por aquí?
—Vamos de paso —dijo Tom—. Pero quería venir a dar mis respetos. Y enseñarle a Benny los modos de este mundo. Nunca antes había estado fuera de la cerca.
Benny notó el énfasis que ponía Tom a la palabra este.
El Hermano David caminó hacia ellos rascándose la barba. De cerca era más viejo de lo que parecía. Tal vez cuarenta años, con ojos profundos y marrones y unos cuantos dientes de menos. Su ropa estaba limpia pero desgastada. Olía a flores, ajo y menta. El hombre estudió a Benny durante un largo momento, durante el que Tom nada hizo y Benny se agitó, nervioso.
—No es un creyente —dijo el Hermano David.
—La fe es difícil de conseguir en estos tiempos —dijo Tom.
—Tú crees.
—Hay que ver para creer.
Benny pensó que el intercambio tenía la cadencia de una letanía de iglesia, como si fuera algo que hubieran dicho antes y que volverían a decir.
El Hermano David se inclinó hacia Benny.
—Dime, joven hermano, ¿vienes aquí trayendo daño y dolor para los Hijos de Dios?
—Eh… ¿no?
—¿Traes daño y dolor para los Hijos de Lázaro?
—No sé quiénes son, señor. Sólo estoy aquí con mi hermano.
El Hermano David dio vuelta hacia las mujeres, que empujaban gentilmente al zombi para dirigirlo de vuelta al lado lejano del edificio.
—Aquél, el Viejo Roger, es uno de los Hijos de Lázaro.
—¿Qué? ¿Quiere decir que es un zo…?
Tom hizo un ruido para callarlo.
Una sonrisa tolerante destelló sobre la cara del Hermano David.
—No usamos esa palabra, hermanito.
Benny no supo qué responder, así que Tom acudió a rescatarlo.
—El nombre viene de Lázaro de Betania, un hombre que fue levantado de entre los muertos por Jesús.
—Sí, recuerdo haber oído de eso en la iglesia.
La mención de la iglesia abrillantó la sonrisa del Hermano David.
—¿Crees en Dios? —preguntó, esperanzado.
—Supongo…
—En estos tiempos —dijo el Hermano David—, con eso estás mejor que la mayoría —y dedicó un guiño disimulado a Tom.
Benny miró más allá del Hermano David, a donde las muchachas se habían llevado al zombi.
—Estoy, vaya, totalmente confundido. Ese tipo era… Ya sabe. Estaba muerto, ¿no?
—Muerto viviente —corrigió el Hermano David.
—Eso. ¿Por qué no estaba tratando de…? Ya sabe —hizo la mímica de agarrar y morder.
—No tiene dientes —dijo Tom—. Y ya viste sus manos.
Benny asintió.
—¿Ustedes le hicieron eso? —le preguntó al Hermano David.
—No, hermanito —dijo el Hermano David haciendo una mueca—. No, otras personas le hicieron eso al Viejo Roger.
—¿Quién?
—¿No querrás decir “por qué”?
—No… Quién. ¿Quién haría una cosa así?
El hermano David dijo:
—El Viejo Roger es sólo uno de los Hijos que han sido torturados así. Puedes verlos por todo este condado. Hombres y mujeres con los ojos arrancados, los dientes extraídos o las mandíbulas destrozadas a balazos. A casi todos les faltan dedos o manos enteras. Y no voy a hablar de algunas de las otras cosas que he visto que han hecho. Cosas que tú eres demasiado joven para saber, hermanito.
—Tengo quince —dijo Benny.
—Eres demasiado joven. Yo recuerdo cuando tener quince significaba que aún eras un niño —el Hermano David se dio vuelta y miró a las dos jóvenes regresar sin el viejo zombi.
—Está en el cobertizo —dijo la joven negra.
—Pero está agitado —dijo la otra, una pelirroja pálida de veintitantos años.
—Se calmará después de un rato —dijo el Hermano David.
Las mujeres estaban en pie ante el despachador de gasolina y miraban a Tom, aunque Tom parecía haber encontrado de pronto algo fascinante en el movimiento de las nubes. La propensión habitual de Benny hubiera sido hacer alguna broma a expensas de Tom, pero no quiso. Giró hacia el hombre barbado.
—¿Quién hace esas cosas de las que está hablando? A ese viejo. A los… otros que mencionó. ¿Qué clase de malditos hacen eso?
—Cazarrecompensas —dijo la muchacha pelirroja.
—Asesinos —dijo la muchacha negra.
—¿Por qué?
—Si tuviera una respuesta —dijo el Hermano David—, sería un santo en vez de un monje de estación de paso.
Benny volteó hacia Tom.
—No entiendo. Tú eres un cazarrecompensas.
—Supongo que eso soy para algunas personas, sí.
—¿Tú haces ese tipo de cosas?
—¿Tú qué crees? —preguntó Tom, pero Benny ya sacudía la cabeza—. ¿Qué sabes tú en realidad de los cazarrecompensas?
—Matan zombis —dijo Benny, y se encogió al ver las expresiones de disgusto en las caras del Hermano David y las dos mujeres—. ¡Bueno… eso hacen! Para eso están los cazarrecompensas. Vienen a Ruina y Putrefacción y cazan a los… este… ya saben, a los muertos vivientes.
—¿Por qué? —preguntó Tom.
—Por dinero.
—¿Quién les paga? —preguntó el Hermano David.
—La gente del pueblo. La gente de otros pueblos —dijo Benny—. He oído que el gobierno lo hace a veces. Casi siempre para limpiar de zoms una ruta comercial y cosas así.
—¿De quién oíste eso? —preguntó Tom.
—De Charlie Matthias.
El Hermano David miró intrigado a Tom, quien dijo:
—Charlie Ojo Rosa.
Las caras del monje y las dos mujeres hicieron muecas de asco. El hermano David cerró los ojos y sacudió la cabeza despacio de un lado a otro.
—¿Qué pasa? —preguntó Benny.
—Se pueden quedar a cenar —dijo el Hermano David, tieso, con los ojos todavía cerrados—. Dios pide compasión y generosidad para todos Sus hijos. Pero… una vez que hayan comido, quiero que continúen su camino.
Tom puso una mano en el hombro del monje.
—Nos iremos ahora.
La pelirroja caminó hacia Tom.
—Era un día hermoso hasta que ustedes llegaron.
—Deberían irse de aquí —dijo la mujer más joven.
—No —continuó el Hermano David, cortante, y luego lo repitió con más suavidad—: No, Sarah —dijo a la pelirroja—. No, Shanti —dijo a la adolescente negra—. Tom es nuestro amigo y estamos siendo groseros —abrió los ojos y Benny pensó que el hombre, ahora, parecía de setenta—. Lo siento, Tom. Por favor perdona a las hermanas, y perdóname a mí por…
—No —dijo Tom—. Está bien. Sarah tiene razón. Era un lindo día, y decir el nombre de ese hombre fue incorrecto de mi parte. Me disculpo contigo, con ella, con la hermana Shanti y con el Viejo Roger. Ésta es la primera vez que Benny sale aquí a Ruina. Él conoce a… ese hombre… y ha oído muchas historias. Historias de caza en este lado. Es un niño y aún no comprende —hizo una pausa—. No lo he llevado a Sunset Hollow todavía. ¿Entienden?
Los tres Hijos de Dios lo estudiaron durante un rato, y uno por uno asintieron.
—¿Qué es Sunset Hollow? —preguntó Benny, pero Tom no contestó.
—Y gracias por su oferta de una comida —dijo—, pero tenemos kilómetros por recorrer, y creo que Benny tendrá un montón de preguntas que hacer. Algunas de ellas será mejor que se pronuncien en otro lado.
La hermana Sarah acercó su mano y tocó la cara de Tom.
—Lamento mis palabras.
La hermana Shanti tocó su pecho.
—Yo también.
—Nada tienen que lamentar —dijo Tom.
Las mujeres le sonrieron y acariciaron su mejilla. Shanti giró y puso las manos a ambos lados del rostro de Benny.
—Que Dios proteja tu corazón aquí afuera en el mundo —y con eso besó su frente y se alejó. La hermana Sarah sonrió a los hermanos y siguió a Shanti.
Benny miró a Tom.
—¿Me perdí de algo?
—Probablemente —dijo Tom—. Vamos, niño, a caminar.
El Hermano David se interpuso en el camino de Tom.
—Hermano —dijo—. Preguntaré una vez y con eso terminamos.
—Pregunta.
—¿Estás seguro de lo que estás haciendo?
—¿Seguro? No. Pero estoy decidido a hacerlo —buscó en sus bolsillos y sacó tres frascos de cadaverina—. Ten, Hermano. Que te sirva en tu trabajo.
El Hermano David agradeció inclinando la cabeza.
—Que Dios vaya contigo, delante de ti y en tu interior.
Se dieron la mano y Tom caminó de vuelta al sendero de tierra. Benny, sin embargo, se quedó donde estaba un momento más.
—Mire… señor —empezó despacio—, no sé qué dije o hice que estuvo mal, pero lo siento, ¿sabe? Tom me trajo aquí, y está un poco loco, y no sé qué… —se detuvo. No había un mapa en su mente para guiarlo por esa conversación.
El Hermano David le ofreció la mano y le dio la misma bendición que le había dado a Tom.
—Sí —dijo Benny—. Usted también, ¿sí?
Se apresuró a alcanzar a Tom, que estaba a cincuenta metros más lejos en el camino. Cuando miró hacia atrás, el monje estaba en pie junto al oxidado despachador de gasolina. El Hermano David levantó la mano, pero Benny no supo si era en un movimiento de bendición o un gesto de despedida. Fuera lo que fuese, le asustó.