Читать книгу Ruina y putrefacción - Jonathan Maberry - Страница 16
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—¿No van a atacarnos? —murmuró Benny.
—No si somos listos y tenemos cuidado. El truco es moverse despacio. Responden a los movimientos rápidos. Al olor también, pero eso lo tenemos cubierto.
—¿No pueden oírnos?
—Pueden —dijo Tom—. Así que cuando lleguemos al pueblo, no hables a menos que yo lo haga, e incluso entonces… menos es más, y un volumen bajo es mejor que uno alto. He visto que hablar despacio ayuda. Muchos de los muertos gimen… así que están acostumbrados a sonidos graves.
—Esto es como los exploradores —dijo Benny—. El señor Feeney nos decía que cuando estamos en la naturaleza debemos actuar como si fuéramos parte de la ella.
—Para bien o para mal, Benny… esto también es parte de la naturaleza.
—Eso no me hace sentir bien, Tom.
—Esto es Ruina y Putrefacción, niño… Nadie se siente bien aquí. Ahora guarda silencio, y mantén los ojos abiertos.
Caminaron más despacio a medida que se acercaban a las primeras casas. Tom se detuvo y pasó unos minutos estudiando el pueblo. La calle principal subía hasta donde ellos estaban, así que tenían una buena panorámica. Moviéndose muy despacio, Tom sacó el sobre de su bolsillo y desdobló el retrato de erosión.
—Mi cliente dijo que era la sexta casa de la calle principal —murmuró Tom—. Puerta principal roja y cerca blanca. ¿La ves? Ahí, después del viejo camión de correos.
—Ajá —dijo Benny sin mover los labios. Estaba aterrado por los zombis que estaban en sus jardines a no más de veinte pasos.
—Estamos buscando a un hombre llamado Harold Simmons. No hay nadie en el jardín, así que tal vez tengamos que entrar.
—¿Entrar? —preguntó Benny, con voz temblorosa.
—Ven —Tom comenzó a moverse despacio, apenas levantando los pies. No imitaba exactamente el paso lento y deslizante de los zombis, pero sus movimientos eran fluidos. Benny hizo su mejor esfuerzo para imitar todo lo que Tom hacía. Pasaron dos casas en las que había zombis en sus jardines. La primera casa, a su izquierda, tenía tres zombis al otro lado de una cerca de alambre que les llegaba a las caderas. Dos niñas pequeñas y una mujer mayor. Sus ropas eran jirones que ondeaban como banderillas de fiesta en la brisa cálida. Cuando Tom y Benny caminaron junto a ellas, la mujer mayor giró hacia ellos. Tom se detuvo y esperó, con la mano tocando la empuñadura de su espada, pero los ojos muertos de la mujer no se detuvieron en ellos. Unos pasos más adelante, a su derecha, cruzaron un jardín, en el que estaba un hombre en bata de baño, mirando hacia una esquina de la casa como esperando a que algo sucediera. Estaba en pie entre hierbajos y enredaderas que envolvían sus pantorrillas. Parecía haber estado así durante años, y, con una sensación de horror, Benny entendió que probablemente así fuera.
Benny quería dar la vuelta y correr. Su boca estaba tan seca como la arena, y el sudor corría por su espalda empapando su ropa interior.
Se movieron a un paso constante por la calle, siempre despacio. El sol se dirigía a la parte occidental del cielo, y oscurecería en unas cuatro o cinco horas. Benny supo que no podrían volver a casa antes del ocaso. Se preguntó si Tom lo llevaría de regreso a la gasolinera… o si estaba lo bastante demente para guarecerse en una casa vacía del pueblo fantasma. Si tuviera que dormir en una casa de zombis, incluso si no había zombi alguno, Benny estaba seguro de que se alteraría más que una vaca loca.
—Ahí está —murmuró Tom, y Benny miró hacia la casa con la puerta roja. Un hombre estaba en el interior, mirando hacia fuera por un ventanal. Alguna vez había tenido pelo color arena y una barba rala, pero ahora el cabello y la barba casi habían desaparecido, y la piel de su cara parecía cuero restirado.
Tom se detuvo afuera de la cerca de madera blanca despintada. Miró del retrato de erosión al hombre en la ventana y de regreso.
—¿Benny? —dijo en voz baja—. ¿Crees que sea él?
—Ajá —confirmó Benny en un chillido.
El zombi en la ventana parecía mirarlos. Benny estaba seguro de ello. La cara desgastada y los pálidos ojos muertos apuntaban directamente a la cerca, como si hubiera estado esperando todos esos años que un visitante llegara a la puerta de su jardín.
Tom presionó la puerta con un dedo de su pie. Estaba cerrada.
Moviéndose muy despacio, Tom se inclinó y descorrió el cerrojo. El proceso tomó más de dos minutos. Un sudor nervioso corría por la cara de Benny, y no podía apartar los ojos del zombi.
Tom empujó la puerta con su rodilla, y la abrió.
—Muy, muy despacio —dijo—. Luz roja, luz verde… Hasta la puerta.
Benny conocía el juego, aunque, en realidad, nunca había visto un semáforo funcionando. Entraron en el jardín. La mujer mayor en el primer jardín se volvió de pronto hacia ellos. Y también el zombi de la bata de baño.
—Alto —siseó Tom—. Si tenemos que correr, ve a la casa. Nos podemos encerrar y esperar a que se dispersen.
La mujer y el hombre de la bata los encaraban, pero no avanzaron.
La escena transcurrió así por un minuto que pareció una hora.
—Tengo miedo —dijo Benny.
—Está bien sentir miedo —dijo Tom—. Temer es sabio. Sólo no dejes que te invada el pánico. O podría matarte.
Benny casi asintió, pero se contuvo.
Tom dio un paso lento. Luego otro. Era un avance irregular, con el cuerpo meciéndose como si sus rodillas estuvieran entumecidas. El zombi de la bata de baño giró y observó fijamente la sombra de una nube que se movía por el valle, pero la mujer no apartaba la vista de ellos. Su boca se abría y se cerraba, como si estuviera masticando despacio.
Pero pronto ella también se apartó para mirar la sombra en movimiento.
Tom dio un paso y luego otro. Benny lo siguió al fin. El proceso era terriblemente lento, pero a Benny le parecía que se movían demasiado rápido. Sin importar el esfuerzo que hicieran, le parecía que todo lo hacían mal, que los zombis —todos ellos, de un lado y otro de la calle— de pronto correrían hacia ellos y gemirían con sus voces resecas y polvosas, y que una gran masa de muertos hambrientos los rodearía.
Llegaron a la puerta y Tom tocó el picaporte.
Su mano hizo girar el pomo y la cerradura se abrió con un clic. Tom empujó suavemente la puerta y entró en la oscuridad de la casa. Benny echó un rápido vistazo a la ventana para asegurarse de que el zombi siguiera allí.
Sólo que ya no estaba.
—¡Tom! —gritó Benny—. ¡Cuidado!
Una figura oscura se arrojó hacia Tom desde las sombras del corredor de la entrada. Quiso asirlo con dedos blancos como la cera y gemía con un apetito indecible. Benny gritó.
Entonces pasó algo que Benny no pudo comprender. Tom estaba ahí y de pronto no estaba. El cuerpo de su hermano se movió con gran rapidez mientras se balanceaba hacia el costado del brazo derecho del zombi, se agachaba, agarraba desde atrás las espinillas del zombi, y empujaba con el hombro la espalda del antiguo Harold Simmons. El zombi cayó instantáneamente hacia delante, de cara, levantando nubes de polvo de la alfombra. Tom saltó a la espalda del zombi y usó las rodillas para aplastar los dos hombros contra el suelo.
—¡Cierra la puerta! —ladró Tom mientras extraía un rollo de cordel de seda delgado de un bolsillo de su chamarra. Enredó el cordel alrededor de las muñecas del zombi y tiró de él para juntar y atar las dos manos detrás de la espalda de la criatura. Levantó la vista—. ¡Benny, la puerta, ya!
Benny salió de su estupor y notó que había movimiento en su visión periférica. Miró a la mujer, las dos niñas y el zombi de la bata, tambaleándose por el caminito del jardín. Benny azotó la puerta y la aseguró, y luego se recargó contra ella, jadeando, como si hubiera luchado cuerpo a cuerpo con un zombi hasta derribarlo. Con una sensación de horror, entendió que lo que había atraído a los otros zombis probablemente había sido su propio grito de advertencia.
Tom sacó una navaja plegable y cortó el cordel de seda. Mantuvo su peso sobre el zombi que se retorcía mientras hacía un lazo grande, como un nudo de horca. El zombi seguía tratando de volver la cabeza para morder, pero a Tom no parecía preocuparle. Tal vez sabía que el zombi no podía alcanzarlo, pero Benny seguía aterrado por aquellos dientes grises y podridos.
Con un hábil giro de la muñeca, Tom metió la cabeza del zombi dentro del nudo, atorándolo bajo la barbilla, y luego tiró del cordel, cerrando el lazo y obligando a la criatura a apretar las mandíbulas, que se sellaron con un clac. Tom enredó más cordel alrededor de la cabeza del zombi, de modo que el hilo pasaba bajo la mandíbula inferior y sobre la coronilla. Cuando dio tres vueltas de cordel, lo ató con fuerza. Aplastó el cuerpo del zombi, inmovilizó sus piernas y sujetó sus talones uno al otro.
Luego Tom se puso en pie, guardó el resto del cordel en el bolsillo y plegó su navaja. Se sacudió el polvo de las ropas y volteó hacia Benny.
—Gracias por la advertencia, niño, pero ya lo tenía.
—¡Con un…!
—Esa boca —lo interrumpió Tom en voz baja.
Tom fue hacia la ventana y miró hacia el exterior.
—Hay ocho de ellos allá afuera.
—¿No… es decir… no deberíamos… sellar las ventanas, tapiarlas con maderos?
Tom rio.
—Oyes demasiadas historias. Si empezáramos a clavar tablas, el sonido alertaría a todos los muertos vivientes en el pueblo. Quedaríamos sitiados.
—Pero estamos atrapados.
Tom lo miró.
—“Atrapados” es un término relativo —dijo—. No podemos salir por la puerta del frente, pero me imagino que habrá una detrás. Terminaremos nuestro trabajo aquí y luego saldremos con calma y en silencio, y seguiremos nuestro camino.
Benny se quedó mirándolo y luego al zombi, que intentaba escapar, retorciéndose y gimiendo.
—Tú… acabas de…
—Es práctica, Benny. He hecho esto antes. Vamos, ayúdame a levantarlo.
Se arrodillaron a ambos lados del zombi, pero Benny no quería tocarlo. Nunca antes había tocado un cadáver de ningún tipo, y no quería empezar con el que recién había tratado de morder a su hermano.
—Benny —dijo Tom—, ya no puede lastimarte. Está indefenso.
La palabra indefenso golpeó duramente a Benny. Le hizo recordar la imagen del Viejo Roger —sin ojos, sin dientes, sin dedos— y las dos mujeres que lo cuidaban. Y todos esos torsos desmembrados en la carreta.
—Indefenso —murmuró—. Dios…
—Vamos —dijo Tom con suavidad.
Juntos levantaron al zombi. Era ligero, mucho más ligero que lo que Benny había esperado, y lo cargaron y lo arrastraron al comedor, lejos de la ventana de la sala. La luz del sol entraba en rayos inclinados a través de las cortinas apolilladas. Los restos de una comida se habían convertido en polvo hacía largo tiempo sobre la mesa. Sentaron al zombi en una silla, y Tom sacó el rollo de cordel y lo amarró a ella. El zombi siguió luchando, pero Benny comprendió. El zombi realmente estaba indefenso.
Indefenso.
La palabra flotaba en el aire, fea y llena de un nuevo y terrible significado.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Benny—. Es decir… después.
—Nada. Lo dejamos aquí.
—¿No deberíamos enterrarlo?
—¿Por qué? Ésta fue su casa. El mundo entero es un cementerio. Si fueras tú, ¿preferirías estar en una cajita de madera bajo la tierra fría, o en el lugar donde viviste? Un lugar donde fuiste feliz y amado.
Ningún pensamiento le atraía a Benny. Tembló incluso aunque en la habitación hacía mucho calor.
Tom sacó el sobre de su bolsillo. Aparte del retrato de erosión doblado, había una pieza de papel membretado color crema en el que había varios renglones escritos a mano. Tom los leyó en silencio, suspiró y se dirigió a su hermano.
—Inmovilizar a los muertos es complicado, Benny, pero no es la parte más difícil —le tendió la carta—. Es ésta.
Benny tomó la carta.
—Mis clientes, la gente que me contrata para venir aquí, usualmente tienen un mensaje para sus seres queridos. Cosas que quisieran decir ellos mismos, pero no pueden. Cosas que necesitan que sean dichas, para que puedan tener un cierre. ¿Entiendes?
Benny leyó la carta. El aliento se atoró inesperadamente en su garganta, y asintió a medida que las primeras lágrimas rodaban por sus mejillas.
Su hermano volvió a tomar la carta.
—Necesito leerla en voz alta, Benny. ¿Entiendes?
Benny asintió.
Tom acomodó la carta para que la alumbrara la luz polvorienta, y leyó:
Mi querido Harold. Te amo y te extraño. Te he extrañado desesperadamente durante todos estos años. Todavía sueño contigo cada noche, y cada mañana rezo por que hayas encontrado la paz. Te perdono por lo que trataste de hacerme. Te perdono por lo que hiciste a los niños. Te odié por largo tiempo, pero ahora entiendo que no fuiste tú. Fue aquella cosa que pasó. Quiero que sepas que me ocupé de nuestros hijos cuando se convirtieron. Están en paz, y pongo flores en sus tumbas cada domingo. Sé que a ti te hubiera gustado. Le he pedido a Tom Imura que te encuentre. Es un buen hombre, y sé que será gentil contigo. Te amo, Harold. Que Dios pueda darte Su paz. Sé que cuando llegue mi hora me estarás esperando. Me esperarás con Bethy y el pequeño Stephen, y estaremos todos juntos otra vez en un mundo mejor. Por favor, perdóname por no tener el valor para ayudarte antes. Siempre te amaré.
Tuya por siempre,
Claire
Benny estaba llorando cuando Tom terminó. Se dio la vuelta, cubrió su rostro con las manos y sollozó. Tom se le acercó, lo abrazó y besó su cabeza.
Luego se alejó, tomó aliento, y sacó un segundo cuchillo de su bota. Éste, sabía Benny, era el favorito de Tom: una daga negra y larga, de doble filo, con una empuñadura estriada y una hoja de diecisiete centímetros. Benny no creía que fuera a ser capaz de mirar, pero levantó la cabeza y vio a Tom poner la carta en la mesa delante de Harold Simmons y aplanarla. Luego se colocó detrás del zombi y empujó suavemente su cabeza hacia delante, de modo que pudiera poner la punta de su cuchillo contra el hueco en la base del cráneo.
—Puedes mirar a otro lado si quieres, Benny —dijo.
Benny no quería ver, pero no apartó la mirada.
Tom asintió. Volvió a tomar aire y luego clavó la hoja en la parte trasera del cuello del zombi. La daga se deslizó casi sin esfuerzo dentro del espacio entre la columna y el cerebro, y el filo de la hoja rebanó por completo el tallo cerebral.
Harold Simmons dejó de resistirse. Su cuerpo no se estremeció; no hubo espasmo de muerte. Simplemente cayó hacia delante, retenido por el cordel de seda, y se quedó quieto. La fuerza que hubiera estado activa en él, el patógeno o radiación o lo que fuera que hubiese acabado con el hombre y dado paso al zombi, se había ido.
Tom cortó las cuerdas que retenían los brazos de Simmons y levantó ambas manos para ponerlas sobre la mesa, de modo que las palmas del muerto mantuvieran la carta en su lugar.
—Ten paz, hermano —dijo Tom.
Limpió su cuchillo y retrocedió. Miró a Benny, que estaba sollozando abiertamente.
—Esto es lo que yo hago, Benny.