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Al siguiente fin de semana, Benny y Chong habían conseguido la edición sabatina del Bomba Local, porque tenía la sección más grande de oferta de empleos. Todos los empleos fáciles, como trabajar en tiendas, habían sido tomados hacía mucho. No querían trabajar en granjas, porque eso significaba levantarse cada mañana a la hora de “ni siquiera lo pienses”. Además, implicaba dejar la escuela por completo. No les gustaba la escuela, pero no era tan mala, y la escuela tenía softball, comidas gratis y chicas. La opción ideal era un trabajo de medio tiempo que pagara bien y les asegurara raciones, así que durante las siguientes semanas enviaron solicitudes a todo lo que sonara fácil.

Benny y Chong recortaron un montón de ofertas de empleo y las revisaron de una en una, luego de categorizarlas como “las que más pagan”, “las más geniales” y “no sé qué es esto pero suena bien”. Ignoraron todo lo que les parecía pesado desde el principio.

Lo primero en su lista fue “aprendiz de cerrajero”.

Sonaba aceptable, pero consistía en llevar un par de cajas pesadas de herramientas de casa en casa en la madrugada mientras un viejo alemán, que apenas podía hablar inglés, reparaba cerrojos en bardas e instalaba cerraduras de combinación de ambos lados de las puertas de los dormitorios, así como barras y tela de alambre.

Era un poco raro ver al tipo explicar a sus clientes cómo usar las cerraduras de combinación. Benny y Chong empezaron a apostar sobre cuántas veces en cada conversación un cliente diría “¿cómo dice?”, “podría repetir eso” o “no entiendo”.

El trabajo era importante, sin embargo. Todos tenían que encerrarse por la noche y usar una cerradura de combinación. O una llave: algunas personas todavía cerraban con llaves. De ese modo, si morían durante el sueño y se reanimaban como zoms, no podrían salir de sus habitaciones y atacar a sus familias. Asentamientos enteros habían sido arrasados porque el abuelo de alguien había salido en mitad de la noche a masticar a sus hijos y nietos.

—No entiendo —le confió Benny a Chong cuando se quedaron solos por un minuto—. Los zoms no pueden abrir una cerradura de combinación, pero tampoco darle vuelta a un picaporte. Ni tampoco usar llaves. ¿Por qué compra la gente estas cosas?

Chong se encogió de hombros.

—Mi papá dice que las cerraduras son tradicionales. La gente piensa que las puertas con cerradura mantienen afuera a las cosas malas, así que la gente quiere cerraduras en sus puertas.

—Eso es estúpido. Simplemente cerrar la puerta mantiene fuera a los zoms. Están muertos del cerebro. Los hámsteres son más listos.

Chong extendió las manos en un gesto que quería decir “así es la gente”.

El alemán instalaba cerraduras dobles, de modo que la puerta pudiera abrirse desde afuera en una emergencia real que no fuera de zoms, o si la gente de seguridad local tenía que entrar y limpiar a un zom nuevo.

De algún modo, a Benny y Chong se les había metido en la cabeza que los cerrajeros debían ver aquellas cosas, pero el viejo les dijo que nunca había visto un solo muerto viviente en horas de trabajo. Aburrido.

Peor todavía, el alemán les pagaba poco más que la pelusa de sus bolsillos y decía que les tomaría tres años aprender realmente el oficio. Eso quería decir que Benny y Chong no levantarían un destornillador por seis meses y no harían nada más que cargar cosas por un año. Al demonio.

—Pensé que no querías trabajar —dijo Chong mientras se alejaban del alemán sin intenciones de regresar en la mañana.

—No quiero. Pero tampoco quiero enloquecer de aburrimiento.

Lo siguiente en la lista era un revisor de cercas.

Esto era un poco más interesante, porque había zoms de verdad del otro lado de la cerca que mantenía al pueblo de Mountainside separado de la gran Ruina y Putrefacción. La mayoría de los zoms estaban lejos, parados en el campo o caminando torpemente hacia cualquier cosa que se moviera. Había hileras de postes con banderillas de colores brillantes a gran distancia en el campo, y con cada brisa el movimiento de la tela atraía a los zoms, alejándolos constantemente de la cerca. Cuando el viento amainaba, las criaturas empezaban a desplazarse en dirección de cualquier movimiento en el lado de la cerca del pueblo. Benny quería acercarse a un zom. Nunca había estado a menos de cien metros de uno activo. Los chicos mayores decían que, si se miraba a los ojos a un zom, el reflejo mostraba cómo se vería uno como muerto viviente. Eso sonaba extragenial, pero hubo un tipo con una escopeta siguiendo a Benny durante todo el turno y eso lo puso totalmente paranoico. Pasó más tiempo mirando por encima de su hombro que tratando de encontrar un sentido en los ojos de los muertos.

El de la escopeta iba a caballo. Benny y Chong tenían que caminar a lo largo de la cerca y detenerse cada dos o tres metros, agarrar los eslabones de las cadenas y sacudirlos para asegurarse de que no tuvieran partes oxidadas o desgastadas. Esto fue fácil durante el primer kilómetro y medio, pero después el sonido atrajo a los zoms, y para el cuarto kilómetro Benny tenía que agarrar, sacudir y soltar muy rápido para evitar que le mordieran los dedos. Si lo mordían, el de la escopeta le dispararía de inmediato. Dependiendo del tamaño, una mordida de zom podía convertir a alguien sano a muerto viviente en un periodo de entre pocos minutos a pocas horas, y en la capacitación se decía a todo el mundo que había política de cero tolerancia con las infecciones.

—Si los de las pistolas piensan siquiera que los han mordido, los mandarán derecho al infierno —dijo el entrenador—, ¡así que cuidado!

A fines de la mañana, Benny tuvo su primera oportunidad de verificar la teoría de que podía ver su reflejo zombificado en los ojos de uno de los muertos vivientes. El zom era un hombre pequeño con los harapos de lo que alguna vez había sido un uniforme de cartero. Benny se paró a tan poca distancia como se atrevió del lado seguro de la cerca, y el zom se tambaleó hacia él, su boca se movía como si masticara, la cara era tan pálida como nieve sucia. Benny pensó que el zom debía haber sido hispano. O aún era hispano. No estaba seguro de cómo entender la vida con los muertos andantes. La mayoría de los zoms retenía bastante de su color de piel para permitirle a Benny distinguir una raza de otra, pero a medida que el sol los horneaba año tras año, la gran masa parecía encaminarse hacia un gris uniforme como si “Muertos Vivientes” fuera una nueva categoría étnica.

Benny miró directamente a los ojos a la criatura, pero todo lo que vio fue polvo y vacío. No había ningún tipo de reflejo. Tampoco había hambre ni malicia. Nada. Los ojos de una muñeca tenían más vida.

Sintió que algo se retorcía en su interior. El cartero muerto no era tan aterrador como había esperado. Simplemente estaba ahí. Benny trató de leerlo, de conectar con lo que fuera que moviera al monstruo, pero era como mirar un agujero. Nada devolvía la mirada.

Entonces el zom se arrojó hacia él y trató de abrirse paso a mordiscos a través de los eslabones de la cadena. El movimiento fue tan repentino que se sintió mucho más rápido de lo que realmente fue. No hubo tensión ni contracción de los músculos de la cara, ninguna de las señales que a Benny le habían enseñado a buscar en oponentes en el basquetbol o la lucha. El zom se movió sin dudar y sin advertencia.

Benny gritó y se apartó de la cerca. Luego pisó un montón humeante de excremento de caballo y se dio un gran golpe en el trasero.

Todos los guardias echaron a reír.

Benny y Chong renunciaron durante el almuerzo.

A la mañana siguiente, Benny y Chong fueron al extremo lejano del pueblo para solicitar convertirse en técnicos de cercas.

La cerca se extendía cientos de kilómetros y rodeaba al pueblo y sus campos de cultivo, así que había que caminar mucho cargando la caja de herramientas de otro tipo gruñón. Durante las primeras tres horas fueron perseguidos por un zom que se había colado a través de un hueco en la cerca.

—¿Por qué no le disparan a todos los zoms que llegan a la cerca? —preguntó Benny a su supervisor.

—Porque la gente se asusta —dijo el hombre, un tipo desaliñado con cejas espesas y un tic en la comisura de la boca—. Algunos de los zoms son parientes de gente del pueblo, y ellos tienen derechos respecto de sus familiares. Ha habido mucho lío por eso, así que mantenemos en buen estado la cerca, y de vez en cuando alguien del pueblo reúne bastante fuerza en las entrañas para acceder a que los guardias hagan lo que es necesario.

—Eso es estúpido —dijo Benny.

—Así es la gente —replicó el supervisor.

Esa tarde, Benny y Chong caminaron lo que (estaban seguros) debía ser un millón de kilómetros, un caballo les orinó encima, los siguió una horda de zoms —Benny no pudo ver nada en absoluto con sus ojos polvorientos— y casi todo el mundo les gritó.

Al final del día, mientras se tambaleaban hacia sus casas sobre sus pies adoloridos, Chong dijo:

—Esto fue tan divertido como recibir una golpiza —lo pensó por un momento—. No… la golpiza es más divertida.

Benny no tuvo fuerzas para discutir.

Sólo había una vacante en el siguiente trabajo —“vendedor de abrigos de alfombra”—,* pero estaba bien porque Chong quería quedarse en su casa y descansar los pies. Chong odiaba caminar. Así que Benny se presentó, bien vestido con sus mejores jeans y una camiseta limpia, y con el cabello tan peinado como podía estar sin fijador.

No había mucho peligro en vender abrigos de alfombra, pero Benny no era tan hábil para entender el negocio. Benny se sorprendió de que fueran difíciles de vender, porque todos tenían uno o dos abrigos de alfombra. Eran lo mejor que podía haber en el mundo para vestir si había zoms alrededor con ganas de morder. Lo que descubrió, sin embargo, fue que cualquiera capaz de enhebrar una agujar los vendía, así que la competencia era feroz y las ventas escasas. Además, los vendedores de puerta en puerta cobraban sólo por comisión.

El vendedor en jefe, un tipejo grasiento llamado Chick, hacía que Benny se pusiera un abrigo de alfombra de manga larga —forro ligero para el verano, lanudo para el invierno— y luego le aplicaba un aparato que supuestamente simulaba la mordida más potente de un zombi macho adulto. Este “mordedor” de metal no podía rasgar la piel a través del abrigo, y entonces Chick empezaba su discurso acerca de la fuerza de la mordedura humana, abundando términos como gramos sobre kPa, avulsión y fuerza postdescomposición de los ligamentos dentales… pero el artefacto ese apretaba muy fuerte, y el abrigo era tan caliente que el sudor corría bajo las ropas de Benny. Cuando fue a su casa aquella noche, se pesó para ver cuántos kilos había perdido. Sólo medio kilo, pero Benny no tenía muchos de sobra.

—Éste luce prometedor —dijo Chong durante el desayuno al día siguiente.

Benny leyó en voz alta del periódico:

—“Fogonero.” ¿Qué es eso?

—No sé —dijo Chong con la boca llena de pan tostado—. Creo que tiene algo que ver con hacer barbacoa.

No era así. Los fogoneros, también llamados “lanzadores” trabajaban en equipo, sacando a rastras a zoms muertos de la parte trasera de carretas para echarlos al fuego siempre encendido en el fondo de la cantera Brinkers. La mayoría de los zoms en las carretas estaban hechos pedazos. La mujer que daba la capacitación hablaba de “miembros” y hablaba y hablaba del riesgo de infección secundaria. Luego ponía la sonrisa más falsa que Benny hubiera visto y trataba de venderle a los solicitantes los beneficios de salud física que se obtenían de estar constantemente levantando, arrastrando y arrojando. Incluso levantó su manga y enseñó sus bíceps. Tenía la piel pálida con pecas tan oscuras como manchas hepáticas, y la hinchazón súbita de sus músculos se veía como un tumor.

Chong quiso vomitar en su bolsa del almuerzo.

Los otros trabajos ofrecidos por la cantera incluían lavador de ceniza —“porque no queremos humo de zoms flotando sobre el pueblo, ¿verdad?”, preguntó la fenómeno pecosa— y limpiador de agujeros, que era exactamente aquello a lo que suena.

Benny y Chong no terminaron la capacitación. Abandonaron durante la presentación de diapositivas de fogoneros, sonrientes, levantando miembros y cabezas grises.

Un trabajo que no era asqueroso ni físicamente exigente, era el de reparador de generadores manuales. Desde que las luces se habían apagado en las semanas posteriores a la Primera Noche, la única fuente de energía eléctrica eran generadores portátiles accionados a mano. Probablemente había cincuenta en todo Mountainside, y Chong decía que eran sobras de los tiempos de la minería en los inicios del siglo veinte. Las leyes locales prohibían la construcción de cualquier otro tipo de generador. Artefactos electrónicos y máquinas complejas ya no se permitían en el pueblo, debido a un fuerte movimiento religioso que asociaba esa clase de energía con la “conducta impía” que había traído “el fin”. Benny oía ese argumento todo el tiempo, e incluso los padres de algunos de sus amigos los creían.

No tenía sentido para Benny. No eran las luces eléctricas ni las computadoras y automóviles los que habían hecho levantarse a los muertos. O, de serlo, Benny nunca había escuchado a nadie hacer una conexión lógica entre ambas cosas. Cuando le preguntó a Tom al respecto, su hermano pareció dolido y frustrado.

—La gente necesita algo a qué culpar —dijo—. Si no pueden encontrar respuestas racionales, con mucho gusto se entregarán a las fáciles. Cuando la gente no sabía de virus y bacterias, inculpaban a brujas y vampiros de las epidemias. Aunque no tengo idea de cómo llegó la gente del pueblo a ligar la existencia de electricidad y otras formas de energía con los muertos vivientes.

—Eso no tiene ni el más mínimo sentido.

—Ya sé. Pero creo que la verdadera razón es que si empezáramos a usar electricidad otra vez y a reconstruir la civilización que teníamos, entonces tendríamos exactamente la misma sociedad que existía antes. Y el ciclo tarde o temprano se repetiría. Creo que según su manera de pensar, si es que piensan siquiera, conscientemente, en eso, sería como si una persona con el corazón roto decidiera volverse a enamorar. Todo lo que pueden recordar es qué tan mal se sintieron y no pueden imaginarse pasar por eso de nuevo.

—Eso es estúpido —insistió Benny—. Y cobarde.

—Bienvenido al mundo real, niño.

El único electricista profesional del pueblo, Vic Santorini, tenía mucho tiempo de dedicarse únicamente a beber.

Cuando Benny y Chong se presentaron a la entrevista en la casa del tipo que era dueño del taller de reparaciones, él los hizo sentarse a la sombra de un porche alto y les dio vasos de té helado y galletas de menta. Benny estaba pensando que tomaría ese trabajo sin importar qué fuera.

—¿Saben por qué usamos solamente generadores manuales en el pueblo, chicos? —preguntó el hombre. Su nombre era señor Merkle.

—Claro —dijo Chong—. El ejército arrojó bombas nucleares a los zoms, y la radiación electromagnética que derivó arruinó todos los aparatos electrónicos.

—Y además el señor Santorini siempre está borracho —dijo Benny. Iba a decir algo sarcástico acerca de la extraña intolerancia religiosa a la electricidad cuando en el rostro del señor Merkle se dibujó una sonrisa circunspecta. Benny cerró la boca.

El señor Merkle les sonrió durante largo tiempo. Un minuto entero. Luego sacudió la cabeza.

—No, eso no es exactamente así, muchachos —dijo Merkle—. Es porque estas máquinas son simples, y las otras máquinas son ostentosas —pronunciaba cada sílaba como si fuera una palabra distinta.

Benny y Chong se miraron de reojo.

—Miren, muchachos —dijo el señor Merkle—, Dios ama la simplicidad. Es el Diablo el que ama la ostentación. Es el Diablo el que ama lo arrogante y lo pretencioso.

Oh, oh, pensó Benny.

—El señor Santorini pasó la primera parte de su vida instalando aparatos eléctricos en las casas de la gente —dijo el señor Merkle—. Ésa era la obra del diablo, y ahora él busca el olvido del demonio del ron para tratar de eludir el hecho de que le tocará un largo tiempo en el Infierno por incurrir en la ira del Todopoderoso. Si no fuera por hombres sin Dios como él, el Todopoderoso no hubiera abierto las puertas del Infierno y mandado a las legiones de los condenados a conquistar los reinos egoístas del hombre.

Por el rabillo del ojo, Benny pudo ver que los dedos de Chong se ponían blancos como hueso mientras se aferraba a los brazos de su silla.

—Puedo ver algo de duda en sus ojos, muchachos, y es justo —dijo Merkle, con la boca torcida en una sonrisa tan apretada que se veía dolorosa—. Pero hay muchas personas que han abrazado el camino de la virtud. Hay más de los que creemos que de los que no —aspiró por la nariz—. Incluso si no tienen aún el valor para abrazar su fe.

Se inclinó hacia delante, y Benny casi pudo sentir el calor de la mirada intensa de aquel hombre.

—La escuela, el hospital, incluso el ayuntamiento, obtienen electricidad proveniente de generadores manuales, y mientras haya gente razonable respirando bajo el cielo de Dios, no habrá maquinaria ostentosa en nuestro pueblo.

Había una jarra completa de té helado en la mesa, así como una pila bastante alta de galletas, y Benny entendió que el señor Merkle tenía probablemente mucho que decir sobre el asunto y quería tener cómodo a su público durante todo su discurso. Benny lo soportó tanto como pudo y entonces preguntó si podía usar el baño. El señor Merkle, que para entonces había pasado de la simple electricidad a la blasfemia destructora del alma que era la energía hidroeléctrica, apenas se inmutó, y le dijo a Benny a dónde ir dentro de la casa. Benny pasó al interior y cruzó la casa entera para salir por la puerta de atrás. Saludó a Chong con la mano mientras saltaba la cerca de madera.

Dos horas después, Chong alcanzó a Benny afuera de Lafferty’s, la tienda local. Le dedicó a Benny una mirada maligna.

—Qué buen amigo eres, Benny. Realmente te extrañaré cuando mueras.

—Oye, te di una salida. Cuando no regresé, ¿por qué fuiste a buscarme?

—No. Él te vio saltar la cerca, pero siguió con su sonrisa y dijo: “¿Sí sabes que tu amigo va a arder en el Infierno? Pero tú no escupirías en el ojo de Dios de esa forma, ¿verdad?”.

—¿Y te quedaste?

—¿Qué podía hacer? Tenía miedo de que me señalara, dijera “¡Satán!” y me cayeran rayos o algo así.

—¿Tachamos ese empleo de la lista?

—¿Tú qué crees?

Vigilante fue el siguiente trabajo, y resultó ser una buena elección, pero sólo para uno de ellos. La vista de Benny era demasiado precaria para detectar zoms a mucha distancia. Chong era como un águila, y le ofrecieron el trabajo en cuanto acabó de leer los números más pequeños de un cartel. Benny ni siquiera pudo ver que eran números.

Chong tomó el trabajo y Benny se alejó solo, mirando con desánimo a su amigo, sentado junto a su entrenador en una torre alta.

Después, Chong le dijo a Benny que le encantaba el trabajo. Estaba sentado todo el día, mirando los valles, hacia Ruina y Putrefacción que se estrechaba desde California hasta el Atlántico. Chong le dijo que en un día claro podía ver hasta a una distancia de treinta kilómetros, en especial si no había vientos que soplaran desde la cantera. Sólo él, allá arriba, a solas con sus pensamientos. Benny extrañaba a su amigo, pero en privado pensaba que el trabajo parecía más aburrido de lo que las palabras podían expresar.

A Benny le gustó cómo sonaba la palabra embotellador, porque creyó que era un trabajo de obrero, llenando botellas de gaseosa. A Benny le encantaba, pero a veces era difícil conseguirla. Algunas viejas, que traían los comerciantes, eran muy costosas. Una botella de Dr Pepper costaba diez dólares. Los productos locales venían en toda clase de recipientes reciclados, desde frascos de mermelada hasta botellas que alguna vez habían estado llenas con Coca-Cola o Mountain Dew. Benny se podía ver manejando el generador manual que movía la banda transportadora o ajustando corchos en cuellos de botella con un martillo de goma. Estaba seguro de que lo dejarían beber la gaseosa que quisiera. Pero mientras iba por el camino, se encontró a un adolescente mayor —Bert, el primo de su amigo Morgie Mitchell— que trabajaba en la planta. Cuando Benny alcanzó a Bert, casi sintió arcadas. Bert olía horrible, como algo que se hubiera encontrado muerto debajo de unas duelas. Incluso peor. Olía a zom.

Bert notó cómo lo miraba y se encogió de hombros.

—Bueno… ¿a qué esperabas que oliera? Embotello esa cosa ocho horas al día.

—¿Qué cosa?

—Cadaverina. ¿Qué, pensabas que trabajo haciendo gaseosas? ¡Ya quisiera! No, trabajo en una prensa para extraer aceites de la carne podrida.

El corazón de Benny se detuvo. La cadaverina era una sustancia de olor espantoso producida por hidrólisis de proteínas durante la putrefacción del tejido animal. Benny lo recordaba de la clase de ciencias, pero no sabía que estaba hecha de auténtica carne putrefacta. Cazadores y rastreadores la untaban en sus ropas para repeler a los zoms, porque a los muertos no les apetecía la carne podrida.

Benny preguntó a Bert qué clase de carne se usaba para fabricar el producto, pero Bert se hizo el tonto y finalmente cambió de tema. Justo cuando Bert estaba por abrir la puerta de la planta, Benny se dio media vuelta y regresó al pueblo.

Había un trabajo del que Benny ya sabía: artista de erosión. Había visto retratos de erosión clavados con tachuelas en cada pared de los puestos de vigilancia en la cerca del pueblo y sobre las paredes de los edificios alrededor de la Zona Roja, la extensión de campo abierto que separaba al pueblo de la cerca.

Este trabajo parecía prometedor, porque Benny era un artista bastante aceptable. La gente quería saber cómo se verían sus parientes si fueran zoms, así que los artistas de erosión tomaban fotos familiares y las zombificaban. Benny había visto docenas de esos retratos en la oficina de Tom. Un par de veces se preguntó si debía llevar la foto de sus padres a un artista para que los redibujara. Nunca lo había hecho, sin embargo. Pensar en sus padres como zoms lo hacía sentirse enfermo y enojado.

Pero Sacchetto, el artista supervisor, le dijo que intentara primero la imagen de un pariente. Decía que eso permitía entender mejor lo que estarían sintiendo los clientes. Así, como parte de su prueba, Benny sacó la foto de sus padres de su billetera y lo intentó.

Sacchetto frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—Los estás haciendo verse malos y aterradores.

Trató de nuevo con varias fotos de extraños que el artista tenía en su archivo.

—Siguen siendo malos y aterradores —dijo Sacchetto con los labios apretados y una sacudida de desaprobación.

—Son malos y aterradores —insistió Benny.

—Para los clientes, no —sentenció Sacchetto.

Benny casi se puso a discutir con él, diciendo que si él podía aceptar que sus propios padres fueran zombis comedores de carne —y aquello no tenía nada de agradable ni de tierno—, ¿por qué los demás no podían metérselo en la cabeza?

—¿Qué edad tenías cuando tus padres murieron? —preguntó Sacchetto.

—Dieciocho meses.

—Entonces no los conociste en realidad.

Benny dudó, y aquella vieja imagen destelló en su cabeza una vez más. Mamá gritando. La cara pálida e inhumana que debía de haber sido el rostro sonriente de Papá. Y luego la oscuridad mientras Tom lo llevaba a resguardo.

—No —dijo con amargura—. Pero sé cómo se ven. Conozco cosas acerca de ellos. Sé lo que son. Quizás estén muertos ya, quiero decir… Los zoms son sólo zoms.

—¿Lo son? —preguntó el artista.

—¡Sí! —restalló Benny, respondiendo su propia pregunta—. Y todos deberían pudrirse.

El artista cruzó los brazos y se apoyó en un muro manchado de pintura, con la cabeza inclinada mientras observaba a Benny.

—Dime algo, muchacho —comenzó—. Todo el mundo perdió parientes y amigos por los zoms. Todos están muy afectados por eso. Tú ni siquiera conociste a aquellos a quienes perdiste, eras demasiado joven, pero mantienes tu odio al rojo vivo. Sólo te he conocido durante media hora y lo veo brotar por tus poros. ¿A qué se debe? Estamos a salvo aquí en el pueblo. Haz tu vida y deja atrás aquello que no puedes cambiar.

—Tal vez soy demasiado listo para solamente perdonar y olvidar.

—No —dijo Sacchetto—, no lo creo.

Después de la entrevista, no se le ofreció el trabajo.

* Los abrigos de alfombra son una prenda de protección contra las mordidas de los zombis, elaborada justamente de ese material. N. del E.

Ruina y putrefacción

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