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La robinsonada pacífica

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El vuelco del cangrejo

Colombia-Francia, 2009

De Óscar Ruiz Navia

Con Rodrigo Vélez, Arnobio Salazar Rivas, Yisela Álvarez

En El vuelco del cangrejo, debut como autor total del cortometrajista caleño Óscar Ruiz Navia (Amanecer, 2003; Licuefacción, 2007), el joven forastero blanco al rape Daniel (Rodrigo Vélez) arriba medio tronado y hermético a una lejana playa paradisiaca de La Barra en el Pacífico colombiano y debe esperar dos semanas el regreso de los pescadores para seguir adelante, mientras tanto se aloja en una cabaña del altivo afrolíder apodado Cerebro (Arnobio Salazar Rivas), paga el alquiler limpiando de basura las arenas y quemándola, evita toda compañía, en especial la del explotador blanco ya con infraestructura de futuro hotel playero El Paisa (Jaime Andrés Castaño), pero entabla amistad con la niñita Lucía (Yisela Álvarez), se deja sexoseducir pasajeramente por la sobrina nalgaparada Jazmín (Karent Hinestroza) y a veces se embriaga con los rústicos chavos supermachistas del pueblo, realiza en canoa una iniciática travesía por la jungla con su anfitrión y, tras sufrir el robo de sus escasos billetes escondidos, se larga por el mar en una oculta lancha de motor que le facilita su pequeña amiguita. La robinsonada pacífica aborda tangencialmente la primitiva, dura y áspera vida cotidiana de los pescadores descendientes de esclavos africanos cuyo único contacto cohesionante con la pudrición del país (“Este lugar ya no es el mismo”) es mediático y a cuentagotas, con la milicia contra las FARC en la monotemática TV, una salsa-himno al guerrillero Tirolibre resonando en los bafles cuasihoteleros y la fiebre del futbol apoderada del tiempo libre, todo ello de modo semidocumental y utilizando actores naturales (“Soy conocido en todo el continente del mundo como Cerebro Loco” / / “Entonces yo me llamo Doña Lucía”), para descubrir, nombrar y resignificar la existencia de ese relegado y desconocido grupo social, cual si se sumergiera en él, a medio camino entre las experiencias fundacionales límite de Los días del eclipse (Sokurov, 1988) y el hiperrealismo contemplativo del severo argentino Alonso (Los muertos, 2004), pero cuanto más encarnado, afectuoso, antiteórico y profundo. La robinsonada pacífica convoca la sencilla andadura de un anónimo cuento popular apenas novelado o aventurero (a la manera del Tournier de Viernes o los limbos del Pacífico), si bien lleno de incidentes feraces (la trampa de cangrejos), de pronto elíptico (la cogida contra la mesa), o explícito y sutil a un tiempo (el cortón, la visita a la fonda materna llena de ninfas endrinas), o de rítmico flujo roto por close-ups pasolinianos (durante el partido de fut ¡descalzo!). Y la robinsonada pacífica se da el lujo alegórico-político de culminar, como en el mejor viejo cine militante de los años setenta (Sanjinés), con los machetes acompasadamente enarbolándose en alto (“No soy su negro”) de los pobladores que derribarán en imágenes a oscuras la insultante empalizada del mínimo imperio hotelero vivido como un agravio tanto contra la naturaleza tropical como contra la humana a secas.

El cine actual, confines temáticos

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