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La aventura peregrinante

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El chico que miente

Venezuela-Perú-Alemania, 2011

De Marité Ugás

Con Iker Fernández, Francisco Denis, María Fernanda Ferro

En El chico que miente, opus 2 de la TVserialista limeño-venezolana en Cuba cinegraduada de 48 años Marité Ugás (cortos: Barrio Belén, 1988, y Algo caía en el silencio, 1989; primer largo: A la medianoche y media, 1999, codirigido con Mariana Rondón), sobre un guion escrito también con Rondón (a quien poco antes había apoyado como productora y editora en Postales de Leningrado, 2007), un lindísimo chico anónimo de 13 años y ojos hiperexpresivos (Iker Fernández) vaga errabundo sin compañía alguna a lo largo del litoral caribeño venezolano, recordando los hostiles días que pasó con su padre traumatizado (Francisco Denis) vegetando al interior de unas ruinas dejadas por el catastrófico deslave nacional de 1999 y en absurda busca de la madre huida del lugar hace una década, creyendo vagamente poder localizarla como pescadora de ostras en los cayos cercanos a unos manglares y platicando patrañas sobre su pasado a diestra y siniestra, en el curso de encuentros y desencuentros ambiguamente protectores con una anciana africana que amorosamente le da de comer, rudos pescadores inabordables, una matrona de familia difunta a punto de ser expulsada de su casa por vivir sola, macheteros que vejatoriamente lo corren de un camión de redilas, un explotador muchacho barquero negro algo mayorcito que acarrea ramas de palma, una chava que lo esconde en el carromato familiar rogándole llevarla con él, depredadores de las tuberías de un asentamiento cercado y, finalmente, cierta bella hembra de los médanos (María Fernanda Ferro) que bien podría ser (o haber sido) su añorada madre. La aventura peregrinante consuma el mutable prodigio de convertir la peregrinante travesía a pie del Chico, ese chavo mutante que resguarda con mentiras su irreconciliado e irrecuperable e irreconocible ánimo dolorido, en una suma de vivencias personales cual sondeo socioantropológico, una experiencia íntima tan intransferible como secreta, una road picture atropellada, un recorrido por excéntricos planetas tropicales lujuriosamente baldíos de algún tropical Principito Otro de Saint-Ex, una búsqueda tenaz y desesperada de la figura materna que en realidad equivale a un inconsciente deseo de reencuentro con el padre: una telemaquia iniciática disfrazada y en círculo. La aventura peregrinante hace el subjetivo / objetivo retrato simbólico de un país latinoamericano de naturaleza exuberante en un momento decisivo de su existencia pública y después, tras haber coincidido el cataclismo telúrico con la consolidación por tiempo indefinido del gobierno populista de Chávez en el poder, o sea, dentro de un territorio plural, un discurso de la arena y la tierra en vías de transformación, aún luchando contra prácticas tribales y anclado en costumbres arcaicas, que se expresan en ese engalanado transporte de un féretro a cuestas con tras pasos p’alante y uno p’atrás, o ese ritual de las estatuas sacras en la proa de las barcazas, o esos selváticos diluvios intempestivos, siempre liricósmicamente. La aventura peregrinante esboza apenas, pese a toda su modernidad itinerante a la deriva globalizadora, una delirante o brutal dimensión melodramática familiar, jamás logrando eliminar sus huellas por completo, insinuando en ecos sus anquilosados tentáculos aún en acción, a modo de resabios de relatos mentirosos y deformantes sustanciales de la realidad que acechan por todas partes, a semejanza de los embustes que asesta sin piedad ni pudor ni culpa el pequeño héroe encantador (diríase barruntando verbalmente en germen a El hombre que miente de Alain Robbe-Grillet, 1968) a cuanta criatura cruce por el camino que hace al andar. Y la aventura peregrinante ha sido el espejismo de un embeleco visual sin darnos cuenta entrañablemente exotista y antipatético.

El cine actual, confines temáticos

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