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La incomodidad vecinal

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El hombre de al lado

Argentina, 2009

De Mario Cohn y Gastón Duprat

Con Rafael Spregelburd, Daniel Aráoz, Eugenia Alonso

En El hombre de al lado, segundo largometraje de los experimentalistas en TV interactiva de 34 y 40 años respectivamente Mario Cohn y Gastón Duprat (corto previo: Yo Presidente, 2006; primer film: El artista, 2008), con guion de Andrés Duprat, el exitosísimo aunque interiormente inseguro y familiarmente incomunicado diseñador artístico platense internacional Leonardo (Rafael Spregelburd) con inerte esposa demandante (Eugenia Alonso) e hija adolescente más bien autista (Inés Budassi) ve un día su propiedad más valiosa (la Casa Curutchet, la única mansión latinoamericana que diseñó Le Corbusier hacia 1948) horadada, invadida y afrentada en su privacidad por el rústico vecino acomplejadazo pero avasalladoramente dueño de sí mismo Víctor (Daniel Aráoz) que ha abierto un horrendo boquete con pretensiones de ventana para su casa de al lado, alegando querer solamente unos rayitos de sol (“Un poco del sol que vos no usás”), por lo que todos los intentos de amenaza, coima / soborno o connivencia amistosa compartiendo un matecito quemante, se estrellarán contra la tozudez hiperconvencida y convincente de ese taimado vecino incómodo que pese a todo forja el marco del ventanal tras un nylon, agasaja, intimida, socava y atropella la existencia del opulento en profunda crisis. La incomodidad vecinal arremete con su cámara acosante y hurgadora a su héroe, para exponer a la luz, exhibir sin piedad y burlarse con satírica mordacidad tanto de sus valores inservibles como su infeliz ausencia de capacidades relacionales, inútiles para llegarle eróticamente a una de las guapas alumnas que suele humillar desde su prepotencia o para calmar las iras explosivo-instintivas perfectamente acordes con sus prácticas significantes de ese infeliz vendedor de autos que, perturbador sospechoso de perturbado, ora se indigna por el gritoneo a un pariente subnormal, ora obsequia una espantosa escultura hecha con trozos de armas, balas y cartucheras. La incomodidad vecinal convoca ecos poderosos de la alfileteante interdependencia posbrechtiana de El sirviente de Pinter-Losey (1963), procurando situarse a un nivel juguetón que nunca parezca rebasar el de un teatro de marionetas del Raúl Ruiz de Misterios de Lisboa (2010) con dedos bailarines con botitas vaqueras entre trozos de frutas, sin siquiera insistir en su estilo simbólico, doblemente cartonero. Y la incomodidad vecinal acaba asumiendo su retorcida fábula prolongada como una corrosiva provocación ético-social en torno de la comunicación instintiva entre vecinos tan cercanos cuan desconocidos e ignorados, el desconocimiento mutuo a niveles de soledad extrema, la lucha de clases hoy sojuzgada e imposible, la envidia de la inalcanzable vitalidad ajena y los sarcasmos de la realidad fluctuante de todos tan temida, vehiculadora de cualidades a la inversa, donde el indigente moral resulta el más sofisticado y el refinado espiritual resulta ese miserable que da la vida por el otro abusivo, antes de que la pared divisoria pueda de nuevo tapiarse.

El cine actual, confines temáticos

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