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El perdón ilusorio

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Aguas turbulentas (DeUsynlige / De osynlige)

Noruega-Suecia-Alemania, 2008

De Erik Poppe

Con Pal Sverre Valheim-Hagen, Trine Dryholm, Ellen Dorrit Petersen

En Aguas turbulentas, tercer largometraje del apreciadísimo noruego de 48 años Erik Poppe (Schapaaa, 1998; Hawaii, Oslo, 2004), con guion de Harald Rosenlow Eeg, el infanticida por ahogamiento irresponsable Jan Thomas (Pal Sverre Valheim-Hagen) sufre una brutal fractura de mano por parte de sus compañeros de prisión, antes de salir en libertad prematura gracias a su contrato como organista en una iglesia donde se encariñará con el encantador hijito Jens (Fredrik Grondahl) de la autónoma eclesiástica evangelista madre soltera Agnes (Trine Dryholm), quien no tendrá prejuicios para elegirlo como su compañero sentimental sucedáneo, pero Anna (Ellen Dorrit Petersen), la inconsolable progenitora de aquel niño asesinado, si bien ya con dos hijitas tercermundistas adoptadas y un buen marido protector Jon (Trond Espen Sein), desencajada e incapaz de perdonar acosará con violencia al infeliz expresidiario, no sirviendo de nada intentar encararla en su hogar, pues un mal día ella secuestrará al pequeño Jens y enfilará rumbo al fatídico río. El perdón ilusorio se quiebra narrativamente a la mitad en dos ficciones repetitivas, en espejo, confluyentes, para variar la perspectiva moral-emotiva-teológica del asunto y poder relatar muy literariamente, desde dos puntos de vista opuestos e irreconciliables (el del excarcelado, el de la madre arrebatada), la misma historia, ahora distinta, con lastimeras (auto)justificaciones y detalles omitidos, como en el vetusto cine de tesis de André Cayatte sobre La vida conyugal (1958), involucrando de manera contradictoria, ambivalente, ambigua, al espectador, en las representaciones de ese “teatro sobre el viento armado” (Góngora), si bien jamás con chantajes de redención. El perdón ilusorio ha adoptado un tono demostrativo, yerto de antemano, sofrenado, viviseccional, con seguimientos en seco (pese a giros de cámara, acorralantes close-ups móviles y luces estalladas), más de autopsia o de indagación criminal que de hondura conductual, para pasar del cine social sobre la imposibilidad de rehabilitación tipo Soy un fugitivo (Mervyn LeRoy, 1932) a una posbergmaniana desazón trituramujeres con su debida disquisición sintética sobre la necesidad del Mal por Dios. Y el perdón ilusorio termina aquietando a sus criaturas agitadas, al final de esa malvada y arbitraria pero inquietante repetición del pasado, ese deslizamiento fatal de otro niño hacia el río, esa forzada metáfora del agua turbia (en montaje paralelo de fondos fluviales o de piscina en las escenas clave) cual fango existencial ineluctable, ese acogimiento a la liberadora confesión rosseliniana (“Me miró aún vivo y lo dejé ir en la corriente”) y ese arduo aunque altivo señalamiento de los débiles, insatisfechos y desasidos de la realidad como los únicos ejemplares del rebaño divino, para decirlo en palabras del perfeccionista desconsolado José Bianco (también olvidado maestro de un nuevo concepto del punto de vista narrativo, ¿a semejanza de Poppe?), con posibilidades de salvación.

El cine actual, confines temáticos

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