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El amor apaciguante
ОглавлениеEl chico de la bicicleta (Le gamin au vélo)
Bélgica-Francia-Italia, 2010
De Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne
Con Thomas Doref, Cécile de France
Jérémie Renier
En El chico de la bicicleta, octavo largometraje de la muy apreciada dupla de calculadores autores totales belgas de habla francesa Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne ya con 60 y 57 años respectivamente (Rosetta, 1999; El hijo, 2002; El niño, 2005), el rubio niño indomable de aldeana beneficencia pública con sólo doce precoces años Cyril (Thomas Doref) realiza una irracional fuga-incursión temeraria tras otra, al negarse tenazmente a reconocer que ha sido abandonado por su desaprensivo padre cocinero Guy Catoul (Jérémie Renier), pero conoce por azar a la generosa peluquera Samantha (Cécile de France) que acepta adoptarlo por un fin de semana, y acaso para siempre, pese a los problemas que le causa el infante con su agresiva presencia, intentado socializarlo a como dé lugar, al grado incluso de romper con el novio hipertolerante, pero la amorosa y apaciguadora mujer no podrá evitar que el rebelde muchachito sufra la hostilidad de los malosos mayores del lugar y entable amistad con un nefasto superseductor Wes El Dealer (Egon di Mateo) que lo protege de los demás para enseñarle su oficio de ladrón y orillarlo a que se inicie en un atraco de gasolinera en el que le parte la cabeza a un librero (Fabrizio Rongione) y a su hijo, obteniendo como botín un inútil fajo de billetes que el progenitor ojete rechazará, sin importarle la fatalidad de su vástago. El amor apaciguante contempla y se debate ante la indescifrable angustia impotente de un niño en el desamparo y repudiando todo el amparo que inconscientemente desea, a ráfagas de cámara hipernerviosa en la mano firme del fotógrafo Alain Marchen, irigote tras irigote, entre un ataque de furia y una simbólica perpetua carrera kilométrica por todas partes al estilo de Los cuatrocientos golpes del primer Truffaut (1959), en pos de satisfacer las igualmente inexpresables demandas afectivas de la peluquera-hada madrina y del pilluelo que abre una y otra vez el grifo de agua que le cierran, en giros vertiginosos que regresan siempre al mismo sitio, pedaleando y pedaleando sobre una especie de bicicleta metafísica, como en haz de círculos concéntricos que sólo al final se convertirán en espiral. El amor apaciguante inmuniza sin saberlo ni temerlo de los malvados embates del mundo, porque es algo a lo que se accede con dificultad y con los pies sangrantes en la punta del cerebro, tras demandar perdón y obtener una dispensa legal ante un tribunal mínimo, aunque sólo para que el infante delictuoso esté a punto de morir en el bosque cercano, cayendo de un árbol al ser apedreado por el vengativo hijo de su antigua víctima. El amor apaciguante hace que una música celestial, a modo de henchidos compases del mismo adagio del Concierto Emperador de Beethoven, sólo se le aparezcan feérica / antifeéricamente al pequeño héroe, cual recurrente ave de mal agüero, en sus momentos clave de mayor desespero, desazón y desarraigo existencial, cuando Cyril llora a solas al aceptar por fin la evidencia del rechazo paterno o deja el dinero tirado en un solar, o sea, cada vez que el niño se contrae y parece decidido a marchitarse con el rabo entre las piernas. Y el amor apaciguante culmina en el anticlímax de la resurrección punitiva y boscosa de ese Rosetto sucedáneo que quiso ser conmovedora Mouchette bressoniana y se quedó en lección de psicología infantil para el auxilio imberbe.