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El fanatismo antirradical

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J. Edgar

Estados Unidos, 2011

De Clint Eastwood

Con Leonardo Di Caprio, Armie Hammer, Naomi Watts

En J. Edgar, film 32 del estilista supremo poshollywoodense de 81 años Clint Eastwood (aún más polémico que en Invictus, 2009, y Más allá de la vida, 2010), con guion de Dustin Lance Black (autor también del sumariamente abrumador Milk, un hombre, una revolución, una esperanza de Van Sant, 2008, así como director de documentales activistas gays), el provecto exbibliotecario del Congreso de Washington vuelto fundador del FBI e inextirpable director suyo a través de ocho administraciones presidenciales J. Edgar Hoover (Leonardo Di Caprio tras su Howard Hughes de El aviador, 2004, ya en plan de nuevo transformista Paul Muni multibiográfico) dicta a diversos secretarios tiránicamente interrogados sus memorias, de 1924 a 1972, tanto persiguiendo el ideal de fichar / capturar / deportar / exterminar a todos los radicales de izquierda y a los grandes capos del floreciente crimen organizado, para él igualmente enemigos de la nación, como padeciendo la dependencia de los delirios de grandeza de su madre Anna Marie (Judi Dench), su romance fallido con la mecanógrafa demasiado preocupada por su carrera Helen Gandy (Naomi Watts), su atroz incapacidad para bailar, su intensambigua relación homosexual jamás asumida con su guapísimo amigo subalterno Clyde Tolsen (Armie Hammer), sus numerosos tropiezos narcisistas y su rabiosa intolerancia ante la irrupción de los movimientos pro derechos civiles de los años sesenta. El fanatismo antirradical plantea la contradicción interna que subyace en todo destino humano compulsivamente elegido: el represor límite (de los demás, de sí mismo) y el acomplejado usurpador perfecto de glorias ajenas, por un lado, y por otro, el visionario acosador de absolutos que creyó en los archivos delictuosos (incluyendo los del propio Nixon), el Hombre Más Poderoso (y Siniestro) del Mundo que favoreció el desarrollo de los métodos criminalísticos más avanzados (ese asesino del bebé Lindbergh atrapado por los signos de la madera) aún hoy vigentes, el monstruo revelador del espíritu social estadunidense del siglo XX. El fanatismo antirradical obedece el consejo orsonwellesiano tardío de nunca juzgar al prójimo, al hacer la vivisección de este megalómano prototípico (hijo de padre hipotético y madre dominadora-castrante), este castrado ideal y siniestro, anclado en sus hazañosos recuerdos de septuagenario racista / homofóbico / anticomunista visceral y automutilado de sus afectos inexpresables, con ruindades y fortalezas jamás subrayadas como tales, ni en la ridícula declaración amorosa de rodillas, ni a la hora de la muerte materna o de la propia, sólo permitiéndose la simultaneidad por montaje de poder hallarse ante la misma mesa del restaurante habitual y sobre idénticas gradas del hipódromo en dos tiempos distintos, para vivir su Secreto en la montaña (Ang Lee, 2005) y en La escalera (Stanley Donen, 1969) alternativamente, de manera sospechosa, delatora, decadente, tristísima. El fanatismo antirradical se basa en recursos dramatúrgico-expresivos tan hábiles y bastardos cuan todoabarcadores, exacerbados hasta una feria hollywoodesca clásica-arcaizante de efectismos infalibles: el efectismo de las grandes actuaciones sobrenatura (Di Caprio en permanente Do de pecho hasta el bochorno), el de la antiglamourosa fotografía plumbea-verdegris de Tom Stern, los maquillajes-guiñol (entre Kane envejecido y El curioso caso de Benjamin Button de David Fincher, 2008), la ausencia casi total de vida privada con paroxismos acariciantes-acuciantes, la misoginia rampante (esa asexuada secretaria gustosamente sometida a perpetuidad y destruyendo los archivos secretos aún post mórtem), la música en culminación perpetua por el propio realizador, el sentimentalismo melodramático tanto sublime como ramplón, y las grandes frases para la Historia, pues aquí sólo se profieren últimas palabras para tu epitafio (“La Información es Poder”). Y el fanatismo antirradical ha logrado hacer, con envidiable coherencia, a su imagen y semejanza, la veloz evocación abominable de un odiador odioso y su ejecutadora ejecutoria, desmitificadoramente y sin misericordia.

El cine actual, confines temáticos

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