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La conciencia culpable

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Un hombre que llora (Un homme qui crie)

Chad-Francia-Bélgica, 2010

De Mahamat-Saleh Haroun

Con Youssouf Djaoro, Dioucounda Koma

Djénéba Koné

En Un hombre que llora, sabiamente emotivo y terso cuarto largometraje del experiodista chadiano de 49 años Mahamat-Saleh Haroun (Bye-Bye Africa, 1999; Daratt, 2006), el digno y amistoso quincuagenario excampeón de natación africano subsistiendo feliz como respetado salvavidas en la lujosa alberca de un hotel para blancos Adam (Youssouf Djaoro el recio actor-fetiche del cineasta) ha entrenado a su hijo veinteañero Abdel (Dioucounda Koma) para que lo asista en su trabajo y ahora lo ayude a enfrentar los injustos cambios que ordena la despiadada nueva dueña del inmueble Señora Wang (Heling Li), mientras la armonía cotidiana del país es amenazada por el avance de las devastadoras tropas rebeldes contra las del feroz régimen dominante, pero un mal día también la guerra civil con sus ominosas crisis y su decadencia social alcanzan a los habitantes inermes la capital chadiana N’Djamena, el Campeón eterno es removido de su puesto, para ser reemplazado por la juventud de su vástago, quien pronto, a causa de un tributo no pagado por su padre al poderoso jefe del barrio, será reclutado por la fuerza y enviado al frente de batalla, fatalmente herido allí y recogido in articulo mortis por su padre vulnerado, deprimido, ya también víctima del cierre del hotel elegante, e irremediablemente remordido por la culpa, a perpetuidad. La conciencia culpable mantiene en todo momento un admirable y perfecto equilibrio expresivo entre la templada belleza de sus largos planos distantes con frecuencia casi únicos y las focalizaciones, afectuosas al estilo iraní, del héroe con su abnegada compañera reprochosa ceroalaizquierda a quien se le convidaba sandía bocota a bocota Mariam (Hadje Fatime N’Goua), con su amigo en desgracia David (Marius Yeolo), con su ubicua motocicleta provista de sidecar simbolizando el orgullo navegante au dessus de la mélée, con su dócil nuera adolescente embarazada inmediatamente filial y acogida Djénéba (Djénéba Koné). La conciencia culpable no teme hacer cinehistóricas referencias clásicas al preneorrealista relato trágico del galoneado portero convertido en cuidador mingitorial de El último de los hombres (Friedrich Wilhelm Murnau, 1924), pero desde posturas visuales opuestas, a través de texturales imágenes nocturnas vueltas fractales gracias a la selectiva iluminación parcial, o a coloridos contraluces fulgurantes, o a francos incidentes cálidos, para subrayar el forzoso enrolamiento-captura del hijo visto desde la cobardía paterna oculta bajo el marco de una ventana, la callejera diáspora despavorida que arrastra incluso al abusivo jefe barrial arribista y la irónica homologación humilde del último empleado abyectamente fiel con la patrona de rabo entre las piernas en medio de las vastas oquedades de ese hotel exclusivo de repente desertado hasta por el vacío. La conciencia culpable narra en síntesis la fábula del viejo ciudadano domesticado perfecto que, independientemente del color de su faz, para seguir llevando una inofensiva vida pacífica y continuar reinando en su pequeño mundo (la piscina), debió enviar por omisión al ejército y dejar perecer en la guerra a su propio hijo, hasta la ineluctable extinción del reino, de su ánimo y, al final, de su vida. Y la conciencia culpable ha arrancado como ancestral cuento popular africano, con el padre al lado de su hijo chapoteando felices en las mansas aguas de una alberca; se desarrolla como drama interior entre dos agitándose en un revuelto espacio arenoso o polvoriento fuera de todo remanso, y va terminar como tragedia filicida, duplicada de poema cósmico, con el padre autodestruido abandonando al hijo difunto a su última comunión con las aguas, antes de que él mismo se introduzca en ellas, cediendo a una sublime y autopunitiva tentación suicida.

El cine actual, confines temáticos

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