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La terquedad luctuosa

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El hijo de Babilonia (Son of Babylone)

Irak-Reino Unido-Francia-Holanda-Egipto-Palestina-Emiratos Árabes, 2009

De Mohamed Al-Daradji

Con Shazada Hussein, Yasser Talib, Bashir Al-Majed

En El hijo de Babilonia, opus 3 del iraquí formado en Londres de 31 años Mohamed Al-Daradji (tras la ficción Ahlaam, 2006, y el documental Guerra, amor, Dios & locura, 2008), con guion suyo en colaboración con Jennifer Norridge y Mitzi Garand, una analfabeta monolingüe abuela kurda (Shazada Hussein) y su ingenuo nieto púber Ahmed (Yasser Talib) caminan medio extraviados a través del desierto del norte de Irak supuestamente liberado por los estadunidenses, hacia abril de 2003, en busca de su hijo y padre Ibrahím, a quien no ven desde hace 12 años cuando fue detenido por la fuerza represora Anfel del derrocado dictador Saddam Hussein, la vieja marchando siempre hermética enfundada en su velo islámico mientras el niño blandiendo por doquier una flauta paterna que apenas aprende a tañer pues sueña con devenir soldado tanto como ver algún día los míticos Jardines Colgantes de Babilonia, así logran que el conductor de una camioneta les dé un aventón mercenario para arribar a un devastado Bagdad en espera de que salga algún esporádico autobús hacia la lejana prisión de Nasiriya, en donde el hombre fue visto por última vez (según asienta la carta de un amigo mil veces releída en consoladora voz alta por el infante) y adonde llegarán tras muchas peripecias y encuentros, sólo para descubrir que el añorado progenitor no se halla entre los ejecutados del lugar en ruinas y que su búsqueda promete ser infinita, pues cada fosa común conduce a una fosa clandestina, sumando centenares de miles, hasta la muerte gritoneante de la silenciosa anciana desesperada y la orfandad ya total del pequeño. La terquedad luctuosa se ceba en un primitivismo expresivo que se manifiesta sin pudor con todas sus cualidades (hoy perdidas por el cine bien armado) y defectos (ostentosos): autenticidad a rajatabla, espontaneísmo, elipsis voluntarias e involuntarias, interpretaciones enfáticas, dramatismo elemental (ese desgarrador reencuentro con el niño aterrado a solas tras haber entrado al autobús por una ventanilla y partido sin la abuela, ese aferrarse al retrato enmarcado del ausente), milenarias fábulas verbales (de sacrificios a la divinidad) ornando / trascendiendo la inminente fábula contemporánea (otro tipo de sacrificios), bondad religiosa e innata de los personajes de apariencia ruda, road movie arenosa en vehículos invariablemente averiados, calidad coral neorrealista, aullidos de mujeres en perpetuo duelo exánime, cúmulos y túmulos de osarios inabarcables, vuelo de aves negras, y cantos autóctonos en off cual rezos incallables. La terquedad luctuosa jamás oculta su odio (instintivo, razonado) hacia las fuerzas represoras en relevo (“Todos los saddames son bastardos y los norteamericanos unos cerdos”), entre caminos bloqueados y autos patas arriba calcinados y Jardines de Babilonia infestados, un odio indoblegable si bien esos héroes frágiles y desvalidos habrán debido acogerse a la protección paradójica del generoso exsoldado de leva del antiguo ejército asesino Musa (Bashir Al-Majed), para concitar una radical dimensión ejemplar, edificante, pacifista. Y la terquedad luctuosa empareja la desesperanza con la íntima renuncia final del niño a su vocación militar, con sólo acercarse el pico de la flauta que en definitiva lo volverá músico.

El cine actual, confines temáticos

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