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El musical mudo
ОглавлениеHiroshima
Uruguay-Argentina-España-Colombia, 2009
De Pablo Stoll
Con Juan Andrés Stoll, Noelia Burlé, Guillermo Stoll
En Hiroshima, tercer largometraje pero primero en solitario del TVrealizador de programas humorísticos y exvideoclipero autor total uruguayo de 35 años Pablo Stoll (ya sin su lamentado codirector suicida Juan Pablo Rebella de 25 watts, 2001, y Whisky, 2004), explícitamente definida por su realizador como “un musical mudo”, el solitario dependiente de panadería por la mañana y cantante de antro por la noche Juan (Juan Andrés Stoll) se levanta muy temprano, labora, regresa a casa a pie, se cita con su hermano (Guillermo Stoll), se entera por un video de que ha ganado un sorteo para solicitar empleo, realiza escrupulosamente las tareas hogareñas enumeradas en un pizarrón, vende en el mercado viejas cintas en Súper 8 y un proyector (a sabiendas de que “El cine en estos tiempos no tiene mucha salida”), transita ufano en bici por las anchas avenidas montevideanas, visita a su novia enfermerita de pelitos lacios (Leonor Courtoise), se presenta a la chamba sorteada pero pronto abandona sus pruebas de cómputo e inglés, toma el ferrocarril a las afueras, busca un amigo ausente en una panadería que ya no existe, deja quemarse los pollos en el asador de un vecino por jugar un rato al futbol con amigos ocasionales, le roban sus ropas por bañarse en el mar, se sexorrefugia con la cogelona mesera gordis Noelia (Noelia Burlé), que se le avienta de a caballazo en la calle y se lo tira y le presta un overol azul, consigue por ahí una propuesta de chamba sin proponérselo y se regresa en bici a la ciudad para acometer su cantada. El musical mudo registra los actos de sola jornada juvenil como única trama significativa para llevar al originalísimo cinehumor minimalista uruguayo (tajante, en seco, medio absurdista) hasta sus consecuencias extremas (por el momento) y a su más alto nivel expresivo, el del cine amateur / casero / familiar trabajado con insólito virtuosismo formal, el que suprime todos los diálogos y los sustituye gratuitamente por intertítulos (con “Guau, guau” para el perro que ladra, “Zzzz” para el vendedor que duerme y “Más bien” para el resto en cualquier circunstancia), el de la omnipresente música escuchada / compartida no obstante por los audífonos del héroe (a diversas intensidades), el del cariñoso abrazo padre-hijo rodando primero sobre un camellón trenzados en feroz riña cual rito tribal de recíproca desmitificación burlesca, el de la plática de los novios a las puertas del hospital con background-loop donde los enfermos repiten al infinito sus acciones, el del músico en calzones ansiosos por la carretera, o así. El musical mudo se regodea en seguimientos con body camera eterna, en amplios muy abiertos planos fijos ultraseveros, en elipsis del tipo armario arreglado como por arte de magia, en jumpcuts temerarios, en el título insensato, en los mentados letreros a lo anacronizante Juha de Kaurismäki (1999), en la mota convidada y en las omnívoras huellas torrenciales de un cálido, sincero, novísimo neorrealismo deambulatorio. Y el musical mudo ha hecho alegre, vívidamente la triste vivisección de una limítrofe y representativa condición generacional, revelándola, conviviendo (y obligándonos a convivir) con ella, a partir de un joven a la deriva, esencialmente desmotivado, que todo empieza y nada acaba, hundido, refundido en la prisión de su cotidianidad y sólo consiguiendo escapar de ella a través de los fragmentarios aullidos roqueros micrófono en mano, de espaldas al público y de frente a la cámara en la estridente, intolerable, acusadora y terrible escena (esa sí) sonora final.