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La risa protuberante

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Aunque navega a sus anchas en los infinitos grises esparcidos durante la larga afrenta a las mujeres, renovable cada mañana (“Clarín corneta, y no me vayas a desentonar”), aún se solivianta para repeler los abusos más inmediatos y previsibles (“Pase, pero no se propase”). Al parecer, malhablada y todo, el personaje cómico de la Pelangocha, máxima (y única) creación de la comediante Maribel Fernández, posee un espíritu afanoso e hiperdomesticado. Lo respondón no quita lo obsecuente, ni lo obediente. La portera ardiente (Mario H. Sepúlveda, 1988) sólo sabe arder en la llama mortecina y ostracista del hogar comunal, a su imagen y semejanza, como buenota sombra furtiva y omnipresente.

Cual espejo tendido al ritmo vital de un vecindario intocado por los rayos de claridad que podrían llegar desde afuera, en el ajetreo de las primeras horas Macaria Maca / Macaca (Maribel Fernández la Pelangocha) inaugura el día del subempleo y el parasitismo social, con inabarcables tareas domésticas. Aún no se extinguen los sabrosones ecos de las melodías arrabaleras del antro cercano, cuando ya agarra el aire por la nariz, sale apresurada de su vivienda conserjeril, saca las grandes llaves del madrugador delantal imprescindible, abre la puerta de lámina que permitirá la entrada a sus dominios, pero sólo a quien ella quiera, y se queda un momento paradota, los brazos en jarras y los morrillazos separados en posición de coloquial desafío. Antes de que arriben los últimos desvelados a esa inmóvil lancha salvavidas, antes de que acaben de fornicar los rucos vecinos tempraneros, y antes de que los niños muy formaditos se encaminen marcialmente a la escuela pública, nuestra Pelangocha de cabecera ya está alimentando a su loro-lorito (“Ora Sofías, de esto no hay todos los días, aunque te den acedías”), está viendo cómo le lanzan un palanganazo al adolescente que fisgoneaba un desnudo púber en los baños colectivos (“Para que se te quite lo caliente, cabrón”), está regando las flores con el agua de la cubeta, está recibiendo la leche aguada de un repartidor (“Mejor véndela como pulque, buey”), y está ahuyentando a los lúmpenes-lúmpenes que merodean su territorio (“Huele como a zorrillo meado”).

Nunca dejará de desvanecerse en la pluriactividad, tal como lo prometen los diligentes letreros de todo tipo que tienen materialmente tapiado el umbral de su humilde accesoria (“Se cuidan niños”, “Carpintería y barniz”, “Se adivina el futuro” y veinte más). Así pues, nuestra Macaca se encarga de nenes ajenos, aconseja vecinas fodongas sobre indecisos galanes chapos (“¿En qué jaula del zoológico dices que habita ese güey?”), ofrece tentempiés con albur a algún infeliz vecino asaltado (“Primero el café y luego quieren el piquete”), cambia medias suelas a botas militares con tanta habilidad como el zapatero remendón más experimentado, repara bicicletas, pone inyecciones a domicilio, lava ropa de extraños, jinetea chilaquiles con caldo tlalpeño para revendérselos a las señoras de antojo, desarma televisores en su intento por componerlo todo (aunque le sobren piezas), se explaya en doctas explicaciones semánticas para iluminarle el coco a una talonera tapada (“Ramera viene de rama y de ahí viene el palo”), viste sonrosado turbante con capa roja a lo Kalimán al consultar su bola de cristal en beneficio de vecinas todavía con el puro brasier ansioso y, cuando se desplaza en visita familiar a otras zonas de la ciudad (“En las colonias millonarias, no aquí”), se da el lujo de desgüevar con el uno dos a cierto futbolista semicalvo que trataba de mandarse, al amparo de la multitud en una tocada callejera.

Aunque no le luzca, la protuberancia existencial de la Pelangocha la desborda. Es una auténtica Milusos femenina con minifalda naca y delantal. Durante una cuantas jornadas y sin salir apenas de su vecindad, simula concentrar todos los oficios salvavidas a que recurrieron, y recorrieron de ida y vuelta, Cantinflas, Tin-tán, Capulina, Héctor Suárez y otros héroes de nuestro viejo cine cómico en el transcurso de sus azarosas carreras. Mañosa, sobretrabajadora, expuesta, a buena distancia de sus congéneres de Los lavaderos (J. Durán, 1986) cuya única preocupación era la promiscuidad (propia, ajena) y quedar embarazadas por culpa de un frasco de falsos anticonceptivos (Lyn May, Ana Luisa Peluffo, Rosella). Ni chismosa compulsiva, ni sufrida madre viuda o divorciada, ni mujer que tiraniza al marido lerdo, ni desnudista con stripteases de obsequio hasta en la intimidad, ni jovencita sexy supercodiciada, ni tipa malora, ni amante ofrecida cuyos hombres siempre le salen malos o maletas. Ni ingenua pueblerina extraviada en burdeles o internados rumbo al estrellato en una firma productora de musicals (como Verónica Castro en Chiquita pero picosa de Pastor, 1986), ni chica de regalo de cumpleaños (Felicia Mercado) hecho por tres amigotas envejecidas (Sonia Infante, Carmen Salinas, María Carrillo) para curarle castamente la impotencia sexual a un vejete (Desnúdate Marcela de Ramón Fernández, 1987).

Con cierta facilidad, la Pelangocha logra sobresalir de entre la miríada de estereotipos femeninos de nuestra actual sexycomedia, aunque después no consiga darse a basto con tantas actividades, aunque sólo sea para meter las narices en la vida repudiable pero redimible de los demás, dejarse acosar eróticamente por seres desarticulados y permitir que otros murmuren sobre ella. Que nadie pregunte si vale la pena cobrar preeminencia en ese motín de satiresas, o elevarse por encima de la llana superficie del nuevo cine lépero-picaresco sobre vecindades. De cualquier manera, al cabo de sus aventuras y trabajos, la Pelangocha guardará intacta su fuerza y su verba tanto como su melancolía. La risa protuberante acepta la contingencia cotidiana hasta en sus más estrechas apariencias.

Dentro de la nueva generación de cómicos populacheros (Zayas, Inclán, De Alba, Chatanuga, el Caballo, los Flacos), existe cual rara avis una creatura cómica como la Pelangocha. Al igual que todos ellos, surgió de la tv, a pesar de haber hecho terceros y cuartos papeles en el cine (Negro es un bello color de Julián Soler, 1973). En el grupo de actores del programa del Pirrurris De Alba, fue una figurante cada vez menos oscura, y comenzó a ganar arraigo popular gracias a películas inenarrables (El retrato de la vecindad de Gilberto Martínez Solares, 1982; El día de los albañiles de Adolfo Martínez Solares, 1982; Adiós Lagunilla, adiós de Cardona hijo, 1983). A medias desperdiciada, merecedora de vehículos más ingeniosos o al menos tan candentes como algunos de sus títulos (La taquera picante de Castro, 1989), terminó encabezando repartos, por encima del ganado genital que abunda en el tipo de engendros al que pertenecen sus películas, e incluso relegando a segundos términos las apariciones de sus soeces acompañantes (el Flaco Guzmán, el Flaco Ibáñez, Inclán).

Mejor que en sus primeros estelares, como La ruletera (Castro, 1985), donde encarnaba a una taxista que se defendía valerosamente de un novio procaz (Inclán) para terminar encarcelada tras la razzia a un reventón de maricones, o como Los verduleros 2 (Adolfo M. S., 1987), donde interpretaba a una intrépida agente recién salida de alguna Loca academia de policía a nivel municipal, la Pelangocha cuenta con un buen desempeño en La portera ardiente, un poco a contracorriente del anacrónico argumento redactado por el dramaturgo de medio pelo Alfonso Anaya (Despedida de soltera de J. Soler, 1965; El quelite de Fons, 1969) y de la vergonzante dirección del supuesto debutante Mario H. Sepúlveda (seudónimo del destajista con ¡escrúpulos! Mario Hernández). Una presencia florida y frondosa, hasta en el ridículo doble papel y el absurdo mano a mano con Sasha Montenegro dentro de la ínfima comedia de pigmalionas pigmalionadas La taquera picante.

Sin duda, La portera ardiente define con elocuencia que el sitio de la Pelangocha está en la comedia de costumbres, con abundante descripción y desfile de tipos populares, descendiente tanto de los relatos urbanos del siglo xix mexicano (José Tomás de Cuéllar, Ángel del Campo Micrós, Antonio García Cubas, Juan Díaz Covarrubias, Hilarión Frías y Soto) y los clásicos de nuestro cine de barriada de los cuarentas y cincuentas (I. Rodríguez, Galindo). Ni nueva detentadora de la simpatía clasemediera (en la línea de María Elena Marqués, Alma Rosa Aguirre y la primera Silvia Pinal). Ni exponente, diría nuestro antepasado Cuéllar, de la comicidad jamona (en la línea de Consuelo Guerrero de Luna, Carlota Solares, Celia Viveros, Susana Cabrera y Carmen Salinas). Ni fenómeno paratelevisivo con apoyo en la denigración clasista (en la línea de La India María y Verónica Rosa Salvaje Castro). Ni mujer autodegradable por fea, ni bonitilla experta en desfiguros.

Buenona y protuberante, la Pelangocha sólo encontraría como antecedente en el cine mexicano a una guapa peladona garrida y respondona como Amanda del Llano (Campeón sin corona de Galindo, 1945; Hay muertos que no hacen ruido de Gómez Landero, 1946; La mancornadora de Cortázar, 1948). Ruda, risueña, ignorante, fogosa de labios carnosos, largota de ancha cadera y brazos musculosos, con dientes blanquísimos, inmensas piernas robustas y semidormidos ojos vivarachos. Exhala un profundo suspiro citadino de “plumaje incipiente” a pesar de todo, como el de las pollas que describía en 1868 nuestro olvidado cronista favorito Frías y Soto en su Álbum fotográfico: “Las formas son recias, duras, tiene algo de viril; pero el contorno comienza a redondearse prometiendo esa sucesión de curvas femeniles que más tarde completarán su artístico contorno”. Allí donde sus compañeras de generación han fracasado aparatosamente, allí donde la disminuida Isabel Martínez la Tarabilla ni siquiera obtuvo el crédito principal que le correspondía por su infumable debut estelar en La mujer policía (Fragoso, 1986), allí donde la simpática gordita segundona María Luisa Alcalá se conforma con corretear falos que la repudian y termina abusando del más dudoso para hacer cimbrarse un autobús gigante en el final día de campo taquimeca de Las borrachas (Cardona III, 1988), allí se enseñorean las protuberancias físicas y humorísticas de Maribel Fernández la Pelangocha en una comedia a punto de ser abortada al nacer, como si la risa se estorbara a sí misma, dentro de un parto difícil que lucha por romper las paredes del vientre filmico.

El discurso de la risa protuberante destierra el misterio en todas las avenidas del lenguaje. En el principio fueron los albures serpentineros de colección en Picardía mexicana I (Salazar, 1977) y las majadas poscarperas de La pulquería I (Castro, 1980); al final las no-tramas apoyaron con señas manoteadas las palabras altisonantes o de doble sentido, para que un catador de vinos tomara orines y un mudo le enviara una carta a su novia en Llegamos, los fregamos y nos fuimos (Arturo Martínez, 1983), o para pendejear a personajes de norteños brutos, según cierta “célebre” lista de pendejadas-tipo que determina tanto las peripecias ilustrativas como la condición de los sujetos (Los pen.. itentes del pub de Pérez Grovas, 1987). Dentro de ese amplio repertorio de posibilidades y repeticiones al infinito, el lenguaje lépero de La portera ardiente es el del albur compulsivo, incontenible, resobado, en el límite del sketch revisteril y el abigarramiento hastiado hasta la sinrazón, pero un albur vuelto elemento narrativo, vuelto instrumento de comunicación, vuelto jerigonza imparable. El cretino lumpen-lumpen Solovino (César Bono) asegura que todo mexicano nace debiendo veinte mil dólares, por eso él en cada puñeta le ahorra buena lana al país. El vendedor ambulante (Charly Valentino) se presenta como “su camotero que lo atiende con esmero”, sin decaer en su amabilidad. En trance de venirse con un falo de emergencia que le está quitando la picazón, la casada adúltera Celsa (Elsa Montes) exclama un “Me voy”; y por corte directo, “Me voy”, dice el cornudo musicastro Higinio (Roberto Flaco Guzmán) al decidir largarse del billar. Incluso la anciana vendedora de dulces (Águeda Incháustegui), abuelita de la heroína angelical Adela (Alma Delfina), es una rijosa lanzaobscenidades que fuma Faritos como si fuera mota, provocando alguna jocosa confusión. Pero ante todo, ahí está La Pelangocha para hacer afirmaciones sabias (“Si usted le daba a su mujer arroz con leche, o ate con queso, a la mejor ahora quiere plátano con crema, o camote con miel”) y para contrarrestar, desmontar, neutralizar y responder cada letanía de albures que se le cruza. Anda en la jerigonza, desmantela la jerigonza, domina la jerigonza. Anda en rodeos del habla con admirable libertad, complica victoriosamente los juegos de palabras, tergiversa las cosas con malicia irresistible. Vence en los duelos de alusiones genitales aun siendo mujer. Como la madreadora sirvienta codiciada tanto por patrones vetarros como por mozos de su clase que interpretaba en Los gatos de las azoteas (G. Martínez Solares, 1987), defendiéndose sin miramientos en su barbajanería (“Hay, pero no para todos” / “Usted quiere que me muera como mariposa, a puro cachuchazo”), la Pelangocha puede ser cruel y despiadadamente directa. Invade el lenguaje especial / exclusivo de los varones, lo expropia, lo deyecta, lo revierte y lo destierra: profana su misterio. Martiriza la jerigonza y la vida errante de las fórmulas acuñadas del albur, cancela las formas permanentes e invariables en un lenguaje usurpado, desmitifica caducidades e impone formas pasajeras más inventivas.

La risa protuberante prohíbe a los sentidos traspasar los límites de la razón. En vez de ceñirse la corona de los mártires, la Pelangocha hace que se la ciñan los varones, ya desprovistos de su dispositivo comunicacional, que parecería su única esencia. Ella, simplemente, agota la palma del candor y la inocencia. La Portera Ardiente se identifica por igual con la pirujona anhelante de amor verdadero Minerva (Jacaranda Alfaro), a la que imparte lecciones de cordura (“Usted se la pasa escoge y escoge y nada escoge”), que con la angelical estudiantita Adela, a la que brinda su amparo. Pero con los galanes de ocasión que se le lanzan por doquier, la Pelangocha es implacable, aunque ella misma se muera de ganas por tirárselos, tras dos años de que su marido, un tal Aureliano, se fue de bracero (o la dejó por una riquilla, o está en el hospital con sida, según le dicen). Con impaciencia en la inclemencia a causa de la abstinencia, pero se da el lujo de parar en seco al atractivo garañón Higinio, semidesnudo bajo frazadas después de un asalto callejero, que se las pide cada vez que ella se agacha (“No hago el olán con hojalateros”).

Negarse a expresar su pasión disimulada, acallar sus urgencias corporales y conservar para ella sola sus estremecimientos reprimidos, resultaría una aberración erótica elevada al cubo; pero es una hazaña, de acuerdo con la lógica del exiguo relato, sobre todo dentro de esa vecindad típica de sexycomedia mexicana de los ochentas. Esa vecindad donde no existe otra preocupación en los vecinos que la de coger todo el día con quien sea, donde todos los inquilinos se definen por su hipocresía respecto al sexo ilegítimo que ellos mismos practican o se morirían por practicar, donde el pobrediablesco Higinio desatiende a lo idiota a su ganosa mujer Celsa (como De Alba a su Maribel Guardia en El rey de los taxistas de Alazraki, 1987), donde la mujer insatisfecha debe desquitarse hasta con el camotero lumpenazo mientras el marido mendiga cachuchazo a cualquier suripanta, donde el caricaturesco sargento Renato (Manuel Flaco Ibáñez) hace marchar a su curvilínea mujer Lyn May hacia la cama sin dejar de acariciarse lujuriosamente los bigotes (¿burla cultista al mujeriego Fernando Soler de La oveja negra?) y donde todo mundo ansía la virginidad de la hermosa Adelita (“¿A poco hay quintos de oro?”). Al tiempo que todo se les va por la boca, las protuberancias de la razón alburera engendran monstruos del rechazo puritano / libertino.

La risa protuberante custodia y secreta a raudales su entusiasmo por la arbitrariedad ordenadora. Al amparo de La Portera Ardiente todo se arregla en el mejor de los vecindarios posibles. Extorsionada por el judicial perjudicial Escobar (Gerardo Vigil), la inmaculada Adela cederá su sitio en el lecho (“Desnuda y a oscuritas”) a la ofrecida Minerva, al fin poseyendo al hombre que tanto deseaba, dándole entera satisfacción en varias acometidas y hasta oyendo propuestas matrimoniales. En busca de su marido infiel, la señora Escobar (Lizzeta Romo) termina refugiada con el camotero metiche en un automóvil, para experimentar allí el primer orgasmo de su vida. Y como premio a su fidelidad extrema y martirizada, la Pelangocha recibirá por fin a su Aureliano de regreso a casa, bigotón y zarrapastroso. Tres gags y “todo conflicto desaparece.

Bajo la mirada envidiosa de las vecinas, la heroína cómica parte con su falo querido y esperado, con vestido nuevo, hacia otra colonia donde no existen mujeres milusos ni porteras ardientes. También las risas protuberantes pueden ser milagrosas sabiéndolas engatuzar.

La disolvencia del cine mexicano

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