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La comicidad decrépita

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Desde su mustia decadencia, la comicidad decrépita añora el vértigo de las hazañas aventureras. Con hervor de retorno descolorido, tras unas vacaciones tan merecidas como funestas, el ojeroso explomero padrote Rigo Fuensanta (Alfonso Zayas) se restriega sabrosamente bajo la regadera y enseguida se abandona, sobre la planta de unos baños públicos, a los cuidados masajistas de un negrazo; pero, al escucharse sus clamores de placer (“Ay qué manotas, así, así, ¡cómo me gusta!”), el acto sólo consigue confundir la mente cochambrosa de su second el Pelón (Alfredo Solares). Está dado el tono exacto de El rey de las ficheras (Los plomeros 2) de Víctor Manuel Güero Castro (1988), último rebote de cierto tipo de comedia alburera.

Disipado el malentendido, el patrón cinturita recobra credibilidad de varón positivo aseverador, aunque siempre en duda al menor indicio de negatividad denegadora (ver Los inadaptados de Colin Wilson). Con infaltable cadenaza al pecho, camisa blanca abierta, puños arremangados sobre el saquito corto, gafas ahumadas, zapatos tenis y pantalón de bolitas (“Yo lo valgo”), nuestro autoendiosado Fuensanta vividor de mujeres tardará varias escenas ambientales, entre ficheras de relleno (“Te dicen Aspirina porque a todo mundo le quitas la calentura”), antes de irrumpir en el cabaretucho de cabecera, su terreno natural del que ya ha sido desplazado, ese hipotético cabaret-set donde circula haciendo de las suyas el mesero jotón Beto (Manuel Flaco Ibánez), quien las menea canturreando por doquier la misma cantaleta (“Y mira cómo te tengo / y mira cómo te traigo”) y donde se ha enseñoreado como rifador efectivo con las chavas ficheronas el arribista padrote bigotudo Rorro Buga (Roberto Flaco Guzmán), de jacarandoso traje blanco (“Va con mi personalidad”), para humillar mejor a las postsiliconas (“Andan de babas y luego las tiene uno que limpiar”), al tiempo que se hace codiciar por ellas (“¿Quién quiere tener el lujo de pagar este tacuche?”).

Ya llegó el que andaba ausente, pero el ausente no regresa vencedor como en ópera barriobajera. Trae cara de retortijón al acometer chava por chava la reconquista de su territorio (“Mándenme su solicitud con dos fotos: una de frente y una de nalgas”), pues ahora se desviven por encenderle el cigarrillo al usurpador (“Una cosa es ser padrote y otra pendejo”). Pronto el ausente y el usurpador se medirán mutuamente, cara a cara, look decrépito contra look degenerado, entre las regias pinturas galantes del antro y tan retadoramente inmóviles como ellas pese a sus verborragias (“No se están peleando, nomás se están haciendo pendejos”). Antes de proseguir su duelo verbal con antiquísimos albures (“No es lo mismo huevos de araña que aráñame los huevos”, etcétera), ceden sin embargo al influjo de la corralesca música tropicosa (“Kikirikí cantaba el gallo”) y suben por turno a pavonear su adornado dimorfismo sexual de machos ovíparos sobre la pista de baile con cortinajes dorados.

Primero le toca al Rorro, quien se baja muy sexy las hombreras del saco cual acicaladito Luis Miguel en recital color de rosa, se alza luego las solapas como solazándose en un nicho y bailotea luciendo sus zapatos blanquinegros de la era pachuca, mientras atenaza el trasero plateado de la beldad que se sirve como pareja desdeñable. Después le toca al Rigo, quien camuflea hábilmente su torpeza para rumbear, mudando de partenaire buenona cada tres pasitos, con atuendos que se acortan hasta lo exiguo. Al concluir el despliegue de la sesión, cuando los rivales irreconciliables han acabado de sacudirse los sobes y saludos de sus partidarios o admiradoras, nada parece aplazar ya el magno ajuste de cuentas padrotiles. Entonces, un providencial gigantón rijoso aplastará al afectado padrote sustituto Rorro sobre una mesa de centrípeto despanzurramiento, dejándole el campo libre de nuevo a nuestro aterrado revanchista Fuensanta, quien elegirá llevarse consigo a la guapa morenaza Clara (Rosario Escobar) para celebrar su ocasional triunfo indiscutible y hazañoso.

Todo en vano. El monarca de la comicidad decrépita ya no pifa en la cama, ya no la hace ni en eso. Sus desdichas han arrancado y nadie, sino el azar, podrá detenerlas. Entusiasmos masajísticos, desplantes en los que todo se le iba por la boca y desafíos salseros ya eran, de hecho, sucedáneos velados o derrotas ambiguas, preludios a lo peor. Como la película misma, el protagonista de El rey de las ficheras vive de sus memorias de comicidad y para sus recuerdos eroaventureros. El único vértigo a su alcance será el paralizante decaimiento, y sus hazañas semejarán más bien las monótonas desventuras arrasantes de un burlesco caso de impotencia viril.

Para colmo, pronto se correrá la voz entre las tentadoras damiselas descerebradas pero encabritables de que al reyecito agotado Rigo nada de nada (“No hubo despegue” / “Ya no paraguas” / “Y de sexo, nada”). Una irritada suripanta (“Te dijeron pinche puta”) le reclamará su vergonzoso estado, dando zancadas por el cuarto, sin entender que desprecie ese imantado triángulo rubio por debajo del negligé rosadito (“Me cumples o me devuelves mi lana” / “Me dijeron que eras un huracán y ni a brisita llegas”). Otra deseosa protuberante lo ironizará sin piedad, y hasta el rival otra vez gañón el Rorro se apiadará de él, aterrándolo con la pérdida definitiva de todos sus derechos adquiridos: dominio, fondo de jubilación y retiro “a la Casa del Padrote Arrepentido”.

El infeliz ha quedado impedido por negarse al narcotráfico en Cancún y haber pagado su rescate cuchiplanchando diario a cinco tipas; se culpabilizará como cualquier vejete vencido (“Me sentía gavilán y ahora no soy ni chichicuilote”) y deberá recurrir, desechado y deshecho, en escombros morales, a cierto psicoanalista farsesco que ruge en cada tic de origen genital (Víctor Manuel Güero Castro incluyéndose como de costumbre en su film) y le dictamina un remedio reputado como infalible (“Haga el amor en condiciones de incomodidad y de gran peligro”). Nuestro héroe obedecerá el consejo, dando lugar a las escenas más descabelladas de la comedia bufa que a estas alturas efectivamente ya bufa y jadea de exasperación en arenas movedizas; pero es inútil, sólo conseguirá abultarse la cifra de actos fallidos y humillaciones, aparte de los riesgos gratuitos. La cura puede provenir únicamente del pensamiento mágico, mediante un truco tan absurdo como eficaz. Y en un torneo ninfomaniaco-caballeresco por el título de Rey de las Ficheras, la victoria final de nuestro Rigo Fuensanta sobre su propio cuerpo y sobre su envalentonado rival sucederá de manera increíble, más por arbitraria casualidad que por invocado milagro ficcional.

La comicidad decrépita estimula sin intromisiones la continuación incesable de los estereotipos. Gracias a roles que van desde el lumpendiablito virgen / marica de La pulquería (Castro, 1980) y el travestí carcelario de Hilario Cortés el Rey del Talón (J. Durán, 1980), hasta el atrevido marchante del amor de Los verduleros (A. Martínez Solares, 1987), el marido prángana al que sólo le alcanza para una querida en condominio de Tres mexicanos ardientes (G. Martínez Solares, 1986) y el aspirante en Academia de Policía de Los verduleros 2 (A. Martínez Solares, 1987), pasando por el ladrón con doble vida del díptico El ratero de la vecindad, 1982 / 1986), y el acomplejado trabajador peladazo de la pavorosa saga El día de los albañiles, el comediante Alfonso Zayas se fue convirtiendo inopinadamente en el actor más taquillero de México. El actor más taquillero, gustado y querido. El actor más taquillero, entre los cómicos o dramáticos. El actor más taquillero durante el periodo 1986-1989, con un mínimo de veinticuatro salas a su servicio, la mayoría de público cautivo, para sus estrenos en el área metropolitana, trátese del ínfimo de ellos o de reveladores éxitos discretos como El rey de las ficheras (supuesta secuela de Los plomeros y las ficheras del mismo Güero Castro, 1987).

El caso de esta popularidad personal y el camino de su encumbramiento resultarán inusitados para quienes recuerden a Zayas como un insignificante patiño de programas televisivos, siempre bocabajeado por el caprichudo Chabelo o cacheteado por la Criada Biencriada. Pero el fenómeno es explicable. Menos alebrestadamente verborrágico que el Caballo Rojas, menos patéticamente desencajado que el Flaco Guzmán (aún con aspiraciones tragicómicas en Ratero de I. Rodríguez, 1978; ¿La tierra prometida? de Rivera, 1985, y Muelle rojo de Urquieta, 1987), menos atolondradamente exportable a las películas fronterizas que Rafael Emanuello Inclán, y menos descaradamente canalizador del escarnio al homosexual que el Flaco Ibáñez, nuestro ejote viviente Zayas debe buena parte de su arraigo a que sintetiza y desborda muchas de las características más negativas de esta carnada de cómicos mexicanos de los ochentas.

Si existiera un perfil ideal de lo que se ha dado en estereotipar como cómico-alburero-en-busca-de-nalguita, Alfonso Zayas lo encarnaría a la perfección. Es el cómico ni-ni perfecto en medio de una generación de cómicos ni-nís imperfectos porque optan por alguna seña particular casi humana. Estos cómicos le hacen a todo, pero no son ni galanes, ni bailarines, ni actores, ni graciosos, ni carperos, ni comediantes, ni recitadores de chistes, ni improvisadores, ni cómicos propiamente dichos. Son sólo compulsivos erotómanos vueltos seres desatinados e intersexuales, verdaderas ruinas humanas, humildes y escalofriantes estragos físicos que se ufanan de serlo a cada instante y lo reconfirman en cada incidente, sabandijas conflictivas y abusivas demasiado de bajada, madreadores espantosamente madreados por la vida, creaturas inconscientes ajenas a la madurez y la evolución, pervertidos infantilistas hasta la inocencia de la rutina alburera elevada al absurdo de la repetición desubstanciadora.

Entre ellos reina Zayas porque él sabe, mejor que nadie, poner la jeta lastimosa para que se la rompan, desarticularse a cada pisada, consumar con euforia los actos más autodegradantes de la tierra, y todo ello dentro de la mayor impudicia, que es su más preclara virtud. Así, de nada le habrá beneficiado a Zayas, en Los plomeros y las ficheras, el haber contribuido como plomero a la derrota de una mafia y haber superado las seducciones travestis de Sasha Montenegro a lo Victor / Victoria (Schünzel, 1933 / Edwards, 1982), convirtiéndose en despótico padrote ejemplar; en la forzada secuela El rey de las ficheras (Los plomeros 2), su desbordado masoquismo lo hará retornar, como en involución regresiva y episódicamente, a su antiguo oficio de plomero, pero todo le seguirá yendo igual de mal, en su afán por destapar coños, más que caños, con herramienta obsoleta, dañada, inservible.

Aprovechado, aunque en el fondo kool-aid hasta lo pedorrón (“Por la voz del enfermo, ya puedes comer atole”), Zayas-Fuensanta huye, saltando como chimpancé, para salvarse de la encantadora de serpientes (Viviana Olivia) que lo invitaba a fornicar en medio de sus ofidios. Luego sale jaloneado por la pinga y con el flácido trasero encueradito corriendo despavorido, al ser descubierto por un celoso marido maricón que lo halló con su esposa (Gioconda) bañándose en la tina, y se le antojó el “joven”. Por último, en su tercera tentativa de coito riesgoso, lamerá como gato faldero a una acongojada ama de casa cuyo calentador supuestamente no funciona, pero que terminará explotándoles, a ella y al mandado plomero, cuando éste ya se encontraba a punto de ensartársela.

Si para ser ídolo de la miseria cómica hay que tener eterna voz aguardentosa y ser flaco, desencajado, reseco, chupado, caralarga, menguante, vetusto, decrépito, agotado, decaído, victimable, desgastado, fofo, fatigado, reventado, macilento, esmirriado, lamido y famélico, la comedia alburera no tardó en descubrir a su héroe ideal, dispuesto a lo que sea, hasta la pérdida y la pudrición. Así sea.

La comicidad decrépita siente nostalgias genéricas de lo que cree haber sido. Y la excitante karateca del cuarto riesgo buscado (Princesa Yamal) manda al protagonista a patadas hacia atrás del encuadre, para que rasgue el escenario de papel. Sucios, malos y feos, los gags y otros recursos visuales de El rey de las ficheras, más que significar como puntos fuertes de la ficción, sobrevienen como malogros, reveses y desinfles. Pero, de improviso, nuestro alicaído plomero expadrote entra albureando a un taller de carpintería y el golpeteo de los martillazos hace que se le enderece la suerte bajo el pantalón, lo felicita su amigo el Pelón tirado al pie de una mesa, el hombre felizazo acorrala a una ayudanta contra los mingitorios y, cuando aún no ha acabado de ridiculizarse a sí mismo con el brasier ajeno puesto como gorrito, ya está violando jubilosamente a la muchacha, humilde trabajadora pero tan dispuesta como todas las hembras del mundo para auxiliar a ese vergonzoso de vergón soso. Pronto, nuestro redimido superhéroe sexual podrá disputarle la hegemonía al Rorro, hasta degradarlo a esclavo de mandil con inscripción (“Propiedad de Rigo Fuensanta”), tras anotarse 37 cogidas en un maratón “sin límite de mujeres”, por el título de Rey de las Ficheras.

La curación venturosa, el campeonato final y el remate apoteósico suenan muy conocidos. ¿Dónde habremos visto ya todo esto? Efectivamente, en Las ficheras / Bellas de noche 2 (Delgado, 1976), la cinta que dio nombre al género fílmico por excelencia del lopezportillismo, el cine de ficheras, y en donde el sobregirado cinturita el Vaselinas (Eduardo de la Peña, Lalo el Mimo) lograba recuperar su vigor viril cada vez que le aplaudían su hazaña y derrotaba a su adversario cabareteril el Movidas (Rafael Inclán) en una competencia análoga, pues le bastaba con meter tortilleras a batir palmas en un rincón de la alcoba.

Doce años después, con el mayor descaro desaprensivo, los libretistas Francisco Cavazos y V. M. Castro refrieron el asunto, quitando, añadiendo, zurciendo pésimamente aquí y allá, dándole algunos vuelcos para el lucimiento de la cejología de Zayas, eliminando toda la trama del exboxeador Jorge Rivero con su Sasha Montenegro de vuelta a la ficha y demás. Por arte de magia y desencantamiento, un guion prototípico para película de ficheras se metamorfosea en un guion estereotípico de comedia alburera con nalguita. Doce años de genérico deterioro no pueden estar equivocados, y el cine popular, más dañadazo que nunca, se nutre por autofagia.

Los cómicos decrépitos presentes, Zayas y los dos Flacos (Guzmán, Ibáñez), ocupan ahora el sitial que antes poseían las ficheras. Improvisan con estridencia y disuenan a sus anchas, pero es sólo para volver más obviamente invasoras las abundantes subtramas parásitas del film: el deprimente show lumpen de una estragada Corcholata (Carmen Salinas) con pelos punk escupiendo demagogias priistas contra los sacadólares y chantajeando al juez hipocritón de una comandancia policial, el romance azotado entre el etílico dueño del cabaret (Pedro Weber Chatanuga) y una exfichera ascendida a patrona (María Cardinal), o la ronda de un cliente pasita pasita (Arturo Cobo, Cobitos cual nuevo Arriolita) que recibe como obsequio esos senos postizos por él tan chuleados (“Qué ondón, ¡qué ondón!”).

Zayas se ha convertido en el intérprete apropiado de una película rebotada, una película-sombra. Sombra de una sombra, reflejo desvaído de un reflejo descompuesto, remedo de un remedo sin remedio, nostalgia infrafílmica de una nostalgia carpera. Todo cabía en el cine de ficheras sabiéndolo acomodar (sketches, encueres, albures, morcilla, muletillas con frases de publicidad televisiva); lo mismo ocurre en su póstuma reconversión genérica, pero en tonos aún más rudimentarios, todavía más carentes de convicción. Escombros de subnormalidad, pellejos y nervios sin carne maciza ni buche, ruinas, polvo, nada, apurada nada.

El discurso de la comicidad decrépita se solaza y expande con las trabazones de su honda impotencia. Durante dos terceras partes de El rey de las ficheras la flacidez fálica en sí está en el centro del arrobamiento discursivo. Zayas habla dolorosamente de su miembro (“Ahora sólo sirve para llenarme de vergüenza”) y, no satisfecho con haberse albureado solo, le habla como a un prójimo al estilo Moravia (“Si nacimos el mismo día”), lo ve flotar en una tina de infructuosa agua caliente confundiendo el hecho con la erección ansiada (“Mira, se está levantando”), filosofa con distingos aristotélicos entre el miedo (“La primera vez que no puede echarse el segundo”) y el pavor (“La segunda vez que no puede echarse el primero”), y hasta alburea en términos de plomero como si hubiera asumido esa inoble condición social (“No sólo picándolo se destapa”). Y en la última parte del film, la obsesión por la rediviva energía fálica se utiliza íntegra para satisfacer un narcisismo infantil, pero jamás para liberar flujos por sí mismos o con finalidades eróticas más allá de la proeza genital (“Es un monstruo” / “Es lo que usted chupone”).

A medias tapado con las sábanas, el padrote feliz intenta diez posiciones insostenibles con su pareja en cámara rápida, recibe las bofetadas que le propina con sus tetas de globo una nenorra silicona y deja pasar a su alcoba maratónica chamaconas de dos en dos, para desmayarse entre una espesura selvática de tetas y nalgas, mientras se oyen los carpinteros puestos a clavetear cajas en la habitación contigua y el pene de su rival se pone a saludar espontáneamente por debajo de una colcha. Pero acaso esos escarceos espectaculares estarían incompletos sin aquella caricia secreta al culo del mesero al pasar, que incita a ensoñar al Rorro con sólo olerse el dedo, en un gesto de vacío vicio desfallecido.

¿En qué rédito de la crisis económica y del saqueo nacional pudo gestarse esa devastada conciencia popular que auténticamente disfruta y se divierte con productos como El rey de las ficheras? ¿En cuál momento y con qué costo social? Al deterioro aventurero, corporal, genérico, sexual y humano de un pobre tipo impotente debe añadirse el deterioro de los fantasmas inconscientes de un vasto sector social. El escándalo no es que se genere esta especie de héroes en esta clase de películas, sino que se sostenga una sociedad que haya generado a quienes se sienten obligados a consumir y colmarse con esta suerte de productos.

La comicidad decrépita sublima aberraciones sociológicas a un costo mínimo. Zayas representa al omnifrustrado que todo desea compensarlo por la vía del alarde genital (“Vivo del agasajo de este cuerpecito guapachoso”), pero llega por maldición un día en que su propia envoltura carnal lo traiciona, se le vuelve ajena, se rebela y voltea en contra de él. ¿Reducción al absurdo de las ficciones de horror mindfucking de Cronenberg? Por lo pronto, he ahí la lumpen tragicomedia íntima de un hombre ridículo, ridículo ante todo para sí mismo, cuyo último refugio de sentido marginal ha sido sacudido y ahora todo se ha tornado en pesadilla, imposibilitado incluso para seguir ejerciendo su poder imaginario, su idealizado trabajo degradante en su gueto público-privado. Zayas es un personaje-espejo social que revela y justifica su alevosa necesidad para seguir nutriendo al descompuesto espíritu comunitario.

La disolvencia del cine mexicano

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