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El horror chafito

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El horror chafito se conforma con ser eco de otros ecos del terror. Supresiones, derivaciones, desvíos, decepciones, repeticiones, reducciones al absurdo de los verosímiles del cine fantástico. De estos elementos está conformado el discurso de películas como Vacaciones de terror (1988), tercer largometraje en menos de un año del debutante de la tercera generación / degeneración de nuestro churrismo industrial René Cardona III (Las borrachas, 1988; El día de las sirvientas, 1988).

Supresiones: Vacaciones de terror suprime la brutalidad sadomasoquista, los chisguetes de sangre humana y el canibalismo de la carroña que se han vuelto de rigor en el estandarizado gore film de los ochentas, tanto en el cine del primer mundo como en las versiones del segundo y tercer inmundos.

Derivaciones: Vacaciones de terror deriva sus sobresaltos de una sola situación. Cierta muñeca diabólica produce catástrofes entre un reducido grupo humano. Una sola situación que es derivativa de numerosos relatos previos; incluso su planteamiento básico resulta idéntico al de cintas de horror paródico clase b como Chucky, el muñeco diabólico (Holland, 1988), aunque con muy inferior producción y desarrollo más convencional en el caso del film nacional. Una sola situación que jamás se renueva, como si la película derivara también de sí misma. De vacaciones con su familia en una solitaria casa de campo, la pequeña Gaby (Gianella Hassel Kus) halla una vieja muñeca y se encariña con ella; de pronto empiezan a sucederle anomalías y desgracias a todos los miembros de la familia, hasta que la primota mayor Paulina (Gabriela Hassel) consigue arrojar a las llamas al perverso juguete que causaba los disturbios y la normalidad parece restablecerse. De lo incomprensible y la maléfica irracionalidad de los ataques gratuitos, que nunca se sabe cuándo, en qué punto y cómo pararán, ni su objetivo último, deriva el interés de la acción y sus acentos.

Desvíos: Vacaciones de terror desvía su voracidad de impactos hacia una cadena de sorpresas animistas. Aparecen bestezuelas fuera de lugar: unas víboras súbitas se descuelgan en interiores, ratas coronan la carne agusanada dentro del refrigerador. Algunos objetos cobran amenazante vida: un rústico talismán centenario refulge al emitir luces azules o amarillas, los cuchillos vuelan para clavarse por voluntad propia en extremidades humanas, el espejo se traga al joven protagonista y sólo al final lo expele, los huevos estallan sobre un plato en frío, la luz eléctrica se va y regresa sin apenas convocarla, la vajilla da origen a un sinfín de proyectiles peligrosos, el candil se desploma sin motivo eficiente, los sillones tienden trampas al paso, los juguetes electrónicos se accionan de manera autónoma y se organizan en desfile, un cochecito movido por manos infantiles junto a la chimenea gobierna por control remoto al automóvil del padre que se accidenta en la carretera, un camión de redilas sin conductor persigue una inopinada presa humana, lámparas y estatuas disponen un show de estallamientos y la cerradura de la puerta principal se pone al rojo vivo para que lenguas de fuego penetren por las ventanas.

Decepciones: Vacaciones de terror decepciona con su horror rosa al gusto por la nota malsana, a la manía de los efectos especiales repugnantes y al sembradío de muertes por doquier. Nadie muere, salvo la bruja maldita que ha sido quemada viva en el prólogo “de época”, y un feto avanzado que aborta dentro de la panza de mamá, convertida materialmente en bolsa de agua, cuando la mujer quería arrebatarle la muñeca diabólica a su hijita.

Repeticiones, apagadas repeticiones al infinito: Vacaciones de terror repite hasta la saciedad el inquietante gag de los vegetales y las inoportunas cosas que sangran. El retorcido árbol de la ancestral inmolación brujeril sangra al golpe del hacha abandonada, las parejas sangran bajo los latigazos electroacústicos de la trabajadísima música de Eugenio Castillo.

Reducciones al absurdo, reducciones al absurdo de otros absurdos del cine fantástico: Vacaciones de terror retuerce el absurdo de una imagen encristalada que debe ser intimidante a priori, el absurdo de un fuego purificador que nada logra purificar, y el absurdo de una casa embrujada que le cae encima varias veces al ileso héroe juvenil y, al final, otra vez llena de polvo, sigue en pie, para ser vencida y seguir jugando al eterno retorno de los ecos del terror.

El horror chafito despliega un horizonte hormiga de posibilidades prestigiosas para no mirar de frente a su mediocridad. No le queda de otra. Es un nuevo cine de horror mexicano, que ha surgido a partir de dos imposibilidades: imposibilidad de recrear el pasado nacional del género, imposibilidad de estar a la altura de las spielbergianas exigencias de la competencia. Por un lado, se desentiende de los escasos pero valiosos aciertos mexicanos que lo precedieron: las historias de espantos decimonónicos (El fantasma del convento de De Fuentes, 1934; El misterio del rostro pálido de Bustillo Oro, 1935), la aclimatación de mitos clásicos (Retorno a la juventud de Bustillo Oro, 1953; El vampiro de Méndez, 1957), la eclosión de las parodias delirantes (Santo contra las mujeres vampiro de Corona Blake, 1962, a la cabeza) y las estoicas experiencias de la originalidad imaginativa (Taboada, guiones de Miret). De todo ello se hace simplemente borrón y cuenta nueva.

Por otro lado, el horror chafito surge desmembrado entre los regios alucines de la fábrica Spielberg (Gremlins de Dante, 1984, como faro inalcanzable) y los peores excesos splatter del gore film, con chisporroteos de vísceras y miembros mutilados. Pero también nace acomplejado ante la perfección adulta, autoconsciente y profunda del cine de horror en la esplendidez de su mejor década, con un expandido universo que ya incluye el romanticismo exaltado de los contagios vampíricos de Cuando cae la oscuridad (Bigelow, 1987), el modélico satanismo vudú de Los creyentes (Schlesinger, 1987) y su racionalización desmitificadora en La serpiente y el arcoiris (Craven, 1988), la cerebralista pobredumbre de Puerta al infierno (Baker, 1987), la devastadora ironía de Los muchachos perdidos (Schumacher, 1987), la impregnación belicista del Depredador (McTiernan, 1987), la esquizofrenia posmoderna de El despertar del diablo 1 y 2 (Raimi, 1982 / 1987) y el grotesque con mórbidos escalofríos de Resurrección satánica (Gordon, 1985), para no mencionar los perversos vasos comunicantes entre sueño y vigilia a lo Borges que establecen las numerosas Pesadillas en la calle del infierno (Craven, 1985; Sholder, 1985; Russell, 1987; Harlin, 1988) y las enormes garras del inmortal desharrapado onírico Freddy.

Así pues, mal situado, con ineluctable tara de concepción y ejecución, sólo puede quedarse a medio camino entre las tremendas explicitaciones del gore film vuelto fórmula y una regresión casi amateur al cine de sustos. Evidencias sin misterio y previsibles hasta para un espectador de cuatro años. Las vastas propuestas y los efectismos visuales del gran cine de horror contemporáneo se enrarecen, se disipan, se desgastan y empequeñecen hasta límites insospechados. Precedida por la superchería pueblerina del nahual asesino de Cazador de demonios (G. de Anda, 1983) y por la bestial degollina de adolescentes aficionados a la misa negra de Cementerio de terror (G. de Anda, 1984), Vacaciones de terror ilustra inmejorablemente los enunciados anteriores, desde la vertiente rosa del humor chafito. Con enorme éxito prefabricado mediante un intensivo bombardeo de espots televisivos, es una diminuta película cuya elemental fuerza terrorífica está de antemano exprimida y asimilada.

El horror chafito parece tentado por regresar a la inercia de una inocencia embrionaria. En rigor, Vacaciones de terror está concebida y desarrollada con el desarmante entusiasmo, el tono de divertimento ínfimo y la mentalidad miméticamente pueril que se convocaban en torno a la figura de su coguionista realizador René Cardona III cuando utilizaba el seudónimo de Al Coster, para protagonizar, sin demasiada gracia ni encanto, alguna ingenua película senil de su abuelo René Cardona padre (Un pirata de doce años, 1971) o para acaparar en tierras cálidas la zoología semimaginaria de su progenitor René Cardona hijo (Zindy, el niño de los pantanos, 1972). Pero ahora, gracias a un financiamiento tripartita de Televicine, de la dinastía de los Galindo y propia, la seducción hereditaria de la inocencia se ha convertido en un estado sonámbulo de horror rosa, una pasión soberana en dudoso abismo, una pérdida ciega en lo demasiado conocido. Todo queda en familia.

Luego entonces, no es por azar ni por usurpación que todos los personajes de Vacaciones de terror pertenezcan a ese tipo primario de núcleo social con unidad magnífica gracias al cine. Una familia feliz y armónica, compuesta por el sonriente papá arquitecto Fernando (Julio Alemán), la sonriente mamá de nuevo preñada Lorena (Nuria Bages), la niñita Gaby con precoz sonrisa demoniaca, los sonrientes gemelitos pequeñines Javiercito y Carlitos (Ernesto East y Carlos East jr.), la sonriente sobrinota rubia Paulina y su sonriente novio histrión Julio (Pedrito Fernández). Erase una familia modelo de insiders que se fue de fin de semana a una casona de campo acabada de heredar y allí vivió dos noches de pesadilla, por haber rescatado, de un pozo-cueva tapiada, cierta muñeca que había pertenecido, hace siglos, a una guapa hechicera de gritos histéricos (Andaluz Russel), quemada viva en blanco y negro por un inquisidor con talismán de protección (Carlos East), al frente de un pueblo enardecido de cinco sombrerudos. Afortunadamente, el infalible collar-talismán del inquisidor ha sobrevivido también al tiempo y, desde la primera escena, ha sido adquirido por el simpático novio Julio, en la escalera de una pirámide precortesiana, a un ladino guía gordazo (Al Coster redivivo) que prefiere un walkman en vez de veinte mil pesos (“La cajita mágica donde se escuchan los pájaros y el ruido de los tambores”), antes de alejarse bailando como buen salvaje mexica.

Tan retrógradamente familiarista como Cada hijo una cruz (B. Oro, 1957) o El secreto de Romelia (B. Cortés, 1988), la buena salud de los valores más conformistas se reafirma en Vacaciones de terror a cada tercer frase, machaconamente, y cada escena asustadiza exclama la misma moraleja chabacana, cual eslogan de unidad televisiva muy ochentas: tener una familia así o ser una familia así es uno de los horrores más envidiables que nadie, ni los enviados del diablo, debe dejar de soportar. El matrimonio casto disfruta viendo crecer a sus hijos y sufriendo muy unido en la clínica abortiva, el padre acuesta a su niñita con un tranquilizante sermón ultrasexista que la enseña a diferenciarse de sus hermanitos (“Ellos son hombres y tú eres mujercita: por eso deben dormir en piezas separadas”), los niños peleoneros terminan durmiendo abrazaditos como serafines y la pareja de fresísimos novios brinda con champaña importada por sus éxitos profesionales y se arroba adivinando los nombres de las estrellas en el cielo. Por eso, los instantes de zozobra sobrenatural serán esenciales, durante esas Vacaciones de terror, para no darle vacaciones al conformismo, agilizar la dinámica integradora del núcleo y fortalecer los vínculos familiares. Desde su lecho de llorosa abortada, la madre está viendo, a distancia, el inminente peligro que corren sus lindos engendros en la casa siniestra, y cuando todo haya concluido, la ansiosa Paulina se lanzará, por supuesto, a abrazar al galán casadero, que ya se había salvado de morir abrasado.

El horror chafito crea su propio código genérico al capricho de su saqueo tanto cinematográfico como televisivo. Sería un grave error de interpretación y miopía limitarse a remitir estas Vacaciones de terror tan candidas sólo a un marco de referencias formado por las casas embrujadas que visitan algunos desaparecidos revanchistas, tipo Satanic / Amityville Horror (Rosenberg, 1979) y por la orgía de gangrenas instantáneas y desmembramientos in vitro del gore film ya decapitado por el horror cómico de los Gremlins. Aunque parezca exageración o sarcasmo, el joven Cardona III reproduce genuinos climas postelenoveleros con mayor fluidez y coherencia que la carrera de relevos ineptos del programa Hora marcada del Canal 2 (1989-1990), mediante recursos netamente cinematográficos, y no al contrario (climas poscinematográfieos mediante recursos netamente telenoveleros, o algo así).

En los mejores momentos de Vacaciones de terror, basta con que la cámara del dócil fotógrafo Luis Medina gire sobre las ramas espectrales de un árbol, desenfoque las telarañas que cubren unas flores petrificadas, introduzca por corte directo visiones subjetivas de los héroes víctimas del espanto o mantenga en escorzo un tronco parcialmente iluminado, para obtener las sensaciones de malestar y el suspenso deseados. Sin embargo, la ficción ingenua se empieza a llenar con Extraños Retornos (¿de Diana Salazar?) y de Maleficios, sin la presencia grotesca del gerontogalán Ernesto Alonso y sus pactos diabólicos, cosa que se agradece.

Esa maison hantée será ante todo el ámbito propicio donde cobrará nueva vida la mujer sacrificada por la Inquisición. Allí funda su Ley una continuidad irreversible (“No hay poderes sobre la tierra que puedan destruirme”). Allí transgrede la normalidad un afán de aniquilamiento vengador sin finalidad determinada. Allí lo ininteligible folletinesco se torna fundamental. Impera ya el Maleficio, cada secuencia es una nueva manifestación o una persistente reconversión de pequeños maleficios incesantes. Del eco del terror a la vida de los maleficios, y de la vida de los maleficios al abismo en un vaso de agua. Las coincidencias resultan sorprendentes si equiparamos Vacaciones de terror con Los enviados del infierno / El maleficio 2 (Araiza, 1985), la enfática y repudiada película que quiso perpetuar la telenovela-evento de 1984.

Los efectos especiales pertenecen al mismo repertorio y se utilizan con análogos propósitos de impacto narrativo. Los cuadros sangran en ambas cintas. El zalamero Pedrito Fernández vuela por los aires maléficos, como antes lo hizo el entrometido Alejandro Camacho, antes de salir defenestrado desde un torreón. Las incontables desgracias y anomalías de Vacaciones de terror son producto de los close ups a una pálida muñeca de labios rojos con móviles ojos celestes, como antes lo fueron por los close ups a la llama en los ojos del tétrico De Martino (Ernesto Alonso) o a la de su rencarnación satánica en un pérfido sucesor imberbe (Armandito Araiza). Y así sucesivamente. Residuo y apostilla de la imaginación ultracodificada, Vacaciones de terror es en realidad una película que se ha hecho sola. Lo único que ha debido hacer su director incipiente Cardona III es dejar flotar los signos maléficos de la comunicación, “no agotar los signos sobre la marcha, sino esperar el momento en que se respondan unos a otros, creando una coyuntura completamente particular del vértigo y del hundimiento”, como en la rutina del seductor que describe Baudrillard (De la seducción).

Por último, el discurso del horror chafito se sostiene sobre la nostalgia de un destino más cruel, al que se le ha vedado todo acceso. Es el contraste ansiado por la idealizada sociedad insider. Desde la pesadilla de la ñoñez, armónica y el suave familiarismo tiránico, se exigen la vacuna y los exorcismos purificadores, pero también se añora lo outsider, la irracionalidad, el yo desintegrado, lo anómalo, el trastorno de los sentidos y los valores convulsivos, aunque sea a través de ecos terroríficos. Es la contrapartida que medra en el interior de los núcleos inocuos; por eso, sin la presencia de los niños, no existirían estos nuevos regímenes del horror. Niñita sin mayor encanto, que berreaba porque sus hermanitos le quitaban su muñeca en la opulenta casa paterna y expresaba ante la primota su tierna repulsión hacia el sexo opuesto ante una fotografía del novio Pedrito (“Uy, tiene cara de menso”), la pequeña Gaby de Vacaciones de terror está predestinada a convertirse en una repentina chicuela pérfida y posesiva con respecto a la muñeca recién encontrada. Un monstruo moral y un embrión precozmente mortífero, sin remordimientos, en la línea perversa del clásico jamesiano Posesión satánica (Clayton, 1961) y nuestro doméstico Veneno para las hadas (Taboada, 1984), pero menos involuntariamente manipulada.

Con percepción disponible y vacante, sólo ella ve a la bruja atada al árbol fantasmal y sólo ella sueña con la quema de hechiceras. Cuando sostenga a la horripilante muñeca en sus brazos, se volverá implacable hasta el sadismo, será el vocero devastador de su amiga imaginaria, aplaudirá el pavoroso descuartizamiento de sus otras muñecas (en la mejor escena del film) y acabará extendiendo su maleficio, contagiándoselo a sus hermanitos. Perfecta fratricida (de un feto) y parricida entusiasta, se deja guiar por una ética trascendente: la del deseo y el placer destructores. Su gelidez será bienvenida, tanto como sus acciones ocultas y la herencia que deje en la casa, pues otra niña diabólica recuperará la muñeca maldita en el remate del film, cuando otra anónima familia feliz rente la casa desechable: su alter eco.

O acaso, las Vacaciones de terror sólo han ocurrido en la mente de una niña predispuesta y en pulsiones anhelantes de sus crédulos espectadores.

La disolvencia del cine mexicano

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