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El humor ojete
ОглавлениеEstalla en off una anacronizante tonadilla roquera de Alejandra Guzmán cual amenaza ecuménica (“Ahí viene la plaga”) y, tras un prólogo cantinflesco que muestra a los habitantes de la ciudad más poblada del mundo como viles devoradores de tacos o cucarachescos miembros de largas colas hasta para entrar al metro y a la oficina pública o al espectáculo porque se reproducen con avidez de conejos (“Reproducirse en esa forma... adentro chulita”), La risa en vacaciones de René Cardona hijo (1989) se presenta cebollescamente a sí misma, sin gracia alguna, como “un valioso documento en tres partes” y, de inmediato, da comienzo la primera de ellas, con apenas 75 minutos de duración y subtitulada, a falta de un rubro menos mamón, “Documental del homo sapiens ante la naturaleza muerta, en lo que quedaba del paraíso terrenal”.
Luego, en principio, con el viejo truco de la “cámara oculta”, se trata de hacer caer por sorpresa a cualquier incauto transeúnte en situaciones chocarreras. Se trata de imaginar e institucionalizar un cúmulo de incidentes previstos por un escondido equipo de rodaje y provocados con ayuda de incógnitos actores de cuarta categoría que ni apellido alcanzaron en la iconografía introductoria del film: un filtrante Pedro (Romo), el estirado Pablo (Farell), el barbudo Paco (Ibáñez), la sexosa Sol (Amín), la aventada Gaby (Barrera), la conchuda Ana (Romero). Se trata de sistematizar la tomadura de pelo con reacciones impredecibles pero controlables. Se trata de engendrar el grado cero del humor ojete. Ahí está ya, pues, la plaga de la trampa callejera, multiplicándose y reiterándose al infinito, sin previo aviso pero con total impunidad, según las zoológicas premisas / sobredeterminaciones cantinflescas ya enunciadas (cucarachas,conejos, homos apretadamente sapiens, naturalezas muertas), en parques capitalinos (el de Churubusco en la Country Club a la cabeza) y con algunas locaciones (no demasiado locas) en Acapulco.
Para jugar el juego se necesitan por lo menos dos participantes: el desfachatado inductor lleno de sangre fría y la víctima fortuita a la que nadie parece haberle pedido su aceptación para intervenir (o no habría juego). Sin embargo, en ocasiones se confabulan hasta seis o siete verdugos (algunos incluso disfrazados de policías) contra una sola víctima, a la manera de una turba de linchamiento burlesco. De uno u otro modo, el juego deberá surgir a pesar suyo y pese a todo, contando con la tácita complicidad festiva del espectador. Ya se han emplazado en unidades móviles las cámaras con teleobjetivo del fotógrafo Gastón Hurtado y, prodúzcase o no alguna chispa en el juego, los celebratorios arreglos tropicalosos de Pepe Arévalo y sus Mulatos (“Pasito tun-tún” / “Toda la vida” / “En el mar la vida es más sabrosa”) se encargarán de inventar el agudo encanto, dinamizar la hipopotámica ligereza, glorificar el inexistente donaire y desbordar con alegría cualquier tiesura del conjunto.
Ahí están, pues, la dama buenota que se saca una tripa artificial en el wc público ante la estupefacta mirada masculina, el irigote de un tipo colérico que agrede a cierto joven tranquilo en una parada de autobuses porque se atrevió a verse en su enorme espejo, el peatón insolente que remeda los pasos de los paseantes por las veredas de un jardín, la urgente vacuna contra la bomba de cobalto con intimidante agujota hipodérmica, la corista que se desnuda y le baila al entusiasmo viril para después querer cobrarle descomunales sumas de dinero, el alquilador de una escalerilla para alcanzar mingitorios demasiado altos, el enano abusivo que se hace levantar en brazos para telefonear desde una caseta asediada por cierta fingida cola de impertinentes, el gorilón que agobia con su sola presencia a las parejitas sentadas en las bancas de un parque, la madre con brazos enyesados que se hace abrir la blusa hasta por un cura para amamantar a su bebé, la bañista que pide untársele aceite en todo el cuerpo pero rescatada a tiempo por un marido irascible con auxilio de uniformados, el sujeto con ambos brazos enyesados que solicita a congéneres le abran la bragueta para calmar sus urgencias en un urinario, los huevos del desayuno que se mueven y las copas del bar que caminan solas, los cuernos de una terminal hidráulica que mugen, la increíble-desobedecida advertencia verbal de que “Hay un leopardo en el baño” cumplida al pie de la letra, la atleta con repentinos calambres en las piernas para que la carguen, el mingitorio que lanza chisguetes a los usuarios masculinos y el ciego ligador y pornógrafo que se hace socorrer en el cruce ida y vuelta de una avenida para arremeter con su erotomanía a las almas caritativas a mitad de la bocacalle.
Pero también, ahí están los futbolistas que se atraviesan con un balón imaginario en el camino de los viandantes, la espontánea acusadora ante la ley de haber sido acosada con una media en la cabeza y haciéndole uh-uh-uh, el honorable conductor al que policías corruptos y prostis de ambos sexos le entregan rollos de billetes como soborno antes de que logre arrancar su automóvil, el billete semicubierto con heces fecales que se ha dejado incitante en algún recodo del jardín medio solitario, el infartado instantáneo con marcapaso inflable como llanta de bicicleta, la cama del cuarto de hotel tomada por una señora dormilona, el ciego que pretende bailar en la pista de una disco dando bastonazos a diestra y siniestra contra los concurrentes, la ganosa viudota con celestina y notario en caza de semental apabullable, el encarguito de un bebé envuelto que resulta una bomba terrorista con transmisión radial, los españolitos despistados que piden instrucciones anticonceptivas antes de entregar las ropas para fajar tras unas matas, la bolsa pedorra bajo el cojín de unas poltronas acapulqueñas, el coche supuestamente chocado en reversa que se va desmantelando entre mínimas ante el azoro de una inculpada, y el sempiterno ciego picando suculentos traseros y haciéndose proteger por gringas caritativas en la playa.
Nada falta, pues, para el juego involuntario, el juego unilateral, el juego cretino / cretinizante, el solo compartido al otro extremo del cono lumínico (“No se sorprenda si usted aparece en la pantalla”, rezaba una frase publicitaria ad hoc), el juego de los gags esbozados e inconclusos o desviados las más de las veces, el juego del simulacro pedestre.
Inesperado trancazo de bajísimo presupuesto, film-evento, gran fenómeno de la exhibición mexicana para inaugurar los noventas, recaudador de dos mil millones de pesos (más de setecientos mil dólares) durante sus tres meses y medio en cartelera sólo en el df, caso clínico de sociopatia masificada, La risa en vacaciones se limita a aplicar y repetir fórmulas ya muy probadas. En vez de remitirse a los microsainetes urdidos desde hace añísimos por el programa El ciudadano infraganti del grueso reportero Óscar Cadena o a las lunáticas entrevistas practicadas con ingenio dentro de la serie Entre amigos de Alejandro Aura (¡esa encuesta sobre la celebridad de la “estrella deportiva” José Luis Cuevas!), los zafios ejecutivos de Televicine prefirieron comprarle la resobada idea del film prefabricado al hoy mercachifle cineasta hispano Manuel Summers (Del rosa al amarillo, 1963, de El eterno triángulo, 1965, a Devuélveme a mi chica, 1987), quien ya la había hecho realidad, con inusitado éxito inicial, en un tríptico de sangronas cintas madrileñas (To er mundo e güeno, 1980; To er mundo e mejor, 1981; To er mundo e demasiao, 1983); y contrataron al eficiente destajista Cardona hijo para que dirigiera el nuevo tríptico (a La risa en vacaciones seguirán La risa en vacaciones 2 y La risa en vacaciones 3), procurando la menor imaginación y la menor iniciativa posibles.
Serán bienvenidas toda escatología (la recurrencia al mingitorio para varones, el billete con mierda, la bolsa pedorra) y toda insinuación homofóbica (el falso travesti meando, la solicitud entre hombres reticentes de una metida de mano en la bragueta). Y en el resto de las treinta situaciones ya enumeradas, deberán quedar al desnudo, o en calzones, los más elementales resortes de la Risa descritos por el dadivoso Henri Bergson desde 1900 (en La risa, ensayo sobre la significación de lo cómico), pero como si tanta dilapidación de energía fílmica tuviera algún sentido novedoso. La risa por insensibilidad e indiferencia de los agentes provocadores, que acallan toda piedad, como en una sociedad de inteligencias puras (no demasiado penetrantes). La risa por un efecto de rigidez o de velocidad adquirida, al hacer que los transeúntes asaltados pierdan calma y elasticidad para entrar en un estado de tensión que les descompone la figura y los impulsa a la huida. La risa por el descubrimiento de una deformidad susceptible de imitación, para lo cual se considerará deforme cualquier manera de caminar solo o en parejas, cualquier impulso de solidaridad con un ciego, cualquier gesto de rapiña ante un billete enmierdado, cualquier defensa ante una imputación calumniosa, cualquier sentimiento de vergüenza por un ruido de ventoso no lanzado, y así sucesivamente. La risa por repetición, a veces hasta la saciedad, de las mismas situaciones fijas con distintos participantes, aunque no permitan muchas variantes. La risa por inserción de lo mecánico (o instintivo) en lo viviente, que logra atraer nuestra atención sobre la parte física de una persona cuando nos preocupábamos de su aspecto moral. La risa por transfiguración momentánea de una persona en cosa, su reducción a la vista en bastante menos que un espíritu inculto. Es cuando mucho lo cómico de las formas, de los gestos irreprimibles y de los movimientos, aquello que constituye la “fuerza expansiva” del film, pero jamás lo cómico de la situación bien tramada o lo cómico verbal, nunca lo cómico de los caracteres o del gag perfecto. Érase una vez la mercadotecnia de la risa en bruto, que muy poco de humano guardaba ya. ¿Quién dijo que la risa es lo propio del hombre?
Estamos en la última mutación de varias escalas. La aventura del cine directo toca como nunca infravalores negativos dentro del subcine amañado y el film-borrador más impenitente, estamos en los terrenos del falso directo, del directo arreglado, que se filma al aventón y se edita sin escrúpulos, con el pretexto de la cámara oculta o “ausente” (Gilles Marsolais); diez descarados brincos de eje por secuencia, acercamientos de los llamados “patos” a la menor provocación para facilitar la fluidez y expulsar cualquier asomo de destreza narrativa; agraviante dismatching en inadmisibles criss-cross (campo de actores con fondo vacío / contracampo con mirones de espaldas / nuevo campo sin mirones); errores de cine amateur en el dismatching de los intercortes (leopardo echadote en el plano general / leopardo erguido en el acercamiento); se nota con excesiva frecuencia la intervención de los más humildes extras del cine churubuscón interpretando muy mal el papel de víctimas, hasta aparece por allí Tilín el Fotógrafo de la Voz viendo emigrar su copa y alguna inombrable vedetilla desnarizada se inmoviliza observando a la parejita marchosa encuerarse para dizque copular. La búsqueda del cine narrativo mexicano retrocede hasta atrás de Las calenturas de Juan Camaney (Tood, 1988) y familia, hasta atrás de los breves episodios cabareteriles de El sexo me da risa (V. M. Castro, 1981) y la pedacería de sketches de teatro de revista de Llegamos, los fregamos y nos fuimos 1 y 2 (Arturo Martínez, 1983-1984); he aquí la mentalidad postelevisiva consumando el triunfo de la no-trama y el no-relato, la eliminación de toda estructura dramática o siquiera secuencial, la victoria del más vacilante cine aleatorio creyéndose vacilador, el ideal de la autoanulación atropellante al fin alcanzado.
La condición del cine cómico nacional extiende sus tentáculos más allá de lo concebible; a medida que avanza el film, sus detalles van volviéndose cada vez más revolting (los palos del falso ciego), excrementicios (la bacinica cuidadosamente vaciada sobre el billete) y degradantes (los sementales en ciernes que son atrapados por siete pares de garras humanas, el flácido septuagenario obligado a bombear al cardiaco); piensa oh patria querida que Televisa un Alfonso Zayas más un Flaco Guzmán más un Caballo Rojas en cada hombre de la calle te dio. La disolvencia del cine popular convoca a una complicidad cada vez más tosca, palurda y biliar, puesto que las víctimas ridiculizadas rara vez pertenecen a la clase proletaria (hasta el criado de la letrina y los meseros son maldosos); hemos ingresado al circuito cerrado de la vulgaridad clase mediera, con toda su anodina inanidad imbécil: la mezquina rapiña, la actitud aprovechada, la collonería de la pareja de rucos vacacionistas que no se atreve a despertar a la durmiente porque puede estar emparentada con el gerente del hotel.
Para la clase media nada hay más divertido que burlarse del prójimo anónimo, que podría ser ella misma, con todas sus cobardías y sus simplismos fascistamente despectivos, en una cabal “identificación proyectiva masoquista”. En el meollo del humor ojete, la situación de la víctima va con su carencia de personalidad; la repele y la denuncia por su crueldad, al tiempo que la busca, la asume y la mima. El humor ojete permite a la clase media mexicana realizar ese doble movimiento, como si estuviera sintetizando gozosamente una doble naturaleza. Un nuevo paradigma nacional durante los procesos desnacionalizadores del salinismo: me degradan, me ridiculizan, me humillan, luego existo. La risa en vacaciones es la más alevosa y descarnada representante del humor ojete porque en ella la humillación se ejerce, se disfruta, se consiente y se diversifica con plena conciencia, como un exorcismo social. La degradación, el ridículo y la humillación se reúnen para constituir la única comprobación posible de existencia fuera del anonimato (sinónimo de intemperie y abuso), con la garantía de regresar intempestiva e irremediablemente a él. El humor ojete de La risa en vacaciones se erige en nuevo modelo del cine mexicano porque permite a sus espectadores conquistar vicariamente, aunque sea por veinte infames segundos, una ínfima parte de la utópica cuota de popularidad prometida por Andy Warhol a todo el mundo.
Conciencia y poder, transferencia y consentimiento, pero identidad al fin. El espectador otorga la venia para el juego abominante que, por falta de consulta previa, se le había ahorrado a la víctima. El espectador corre a comprobar si fueron orines lo que depositó la buenona con tripa artificial dentro del mingitorio. El espectador arremete a bolsazos contra el intruso que lo arremedaba, y escapa. El espectador persigue ocasionalmente a sus inopinados verdugos, levanta con discreción un embarrado billete de a diez mil, intenta aprovechar cada situación en beneficio propio, se refocila con los ultrajantes arrebatos del ciego fingido, coloca obedientemente la bomba-bebé debajo de un vehículo con la convicción de que pronto estallará, y sale corriendo despavorido una y otra vez. La ojetez despliega un espejo unanimista antes de reproducirse por partenogénesis, engendrando más ojeteces. La estética del humor ojete sólo puede consumarse como el arte de la fuga despavorida y la cínica carcajada de la cámara inepta con tremendo lente, revelada al final dentro de su escondite rubricando las hazañas playeras del ciego fementido: reflejo de su propio reflejo vejatorio y paradigmático.
Pero sin duda el culminante punto clave del film está representado por los gags del billete con caca. Obvia significación freudiano-bowniana: excremento (real) sobre valores excremenciales (simbólicos), mierda sobre mierda. El ciclista y el vejete levantan con mirada subrepticia el billete, lo limpian discretamente con la mano y se lo embolsan. Metafóricamente, lo mismo hace el nuevo consumidor de cine mexicano. Cualquier mierda televisivamente promovida que le proyecten en la pantalla, se la embarra en los ojos, se la traga y se ríe, dándole merecidas vacaciones a su espíritu.
La risa en vacaciones era una gran metáfora del consumo fílmico.