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El aliviane roquero

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El aliviane roquero sacraliza las mutaciones de la stravaganza juvenil. Como en una antigua mitología ya sin vigencia, que sólo pudiera sobrevivirse reducida / sublimada en forma de revista de historietas, el águila que más bien parece ave-roc de Las mil y una noches vuelve a devorar a la serpiente gusanesca. Pero el pico del pájaro fanstástico se modifica, los erizados dibujos se animan por montaje epiléptico, y la fundadora ferocidad legendaria ataca de nuevo, nunca ha dejado de atacar, aun dentro de la más sofisticada civilización mexicana porque, como el rock’n roll, según el Tri que ya atruena en la banda sonora, “no morirá jamás”. La prueba la darán el sacrificio imaginario de una doncella azteca y las mutaciones cotidianas de ese feroz acto ritual, vuelto stravaganza, en la vida del México presente, lo que dará lugar a una ingenua fábula de aliviane roquero en tres actos, más prólogo y dos epílogos conjuntivos, en Un toke de roc de Sergio García (1988), largometraje en formato Super 8, imprescindible piedra de toque y película tocada, toque fílmico y objeto de culto para numerosos jóvenes lumpen-clasemedieros, lumpen-subproletarios y lumpen-lumpen a fines de los años ochenta defeños.

Entre antorchas obligadamente chafas y sobre un pasillo con foquitos rojos de sala plus, nuestra joven abuela ancestral marcha hacia la tumba de los enterrados vivos de La momia azteca (Portillo, 1957), donde le será arrancado el corazón por el cuchillo de pedernal de un sacerdote. Poco después, en época actual, se intentará el sacrificio simbólico y real de cuatro jovencitas que habrán de optar por existir fuera de las convenciones sociales. Pero sus corazones de silicón roquero tendrán más suerte que ese corazón azteca que, tras ofrendarse sangrante a los dioses del establishment, ya se ha transmutado en vil víscera, ya ha sido descuartizado con un cuchillo de carnicero, ya ha sido servido como taco de carnitas, ya se ha mudado en codorniz refrigerada y está siendo aderezado como platillo de restaurante al finalizar el prólogo del film. Mutaciones materiales, mutaciones estridentes y mutaciones ociosas, al lado de mutaciones sarcásticas y mutaciones juveniles, en el transcurso de ese largo continuum con varias dimensiones donde se desenvolverá Un toke de roc, sin necesidad de diálogos ni otras explicaciones que el exposé roquero-visual de una banda, imágenes con canciones de rock.

La resistencia al sacrificio de cuatro chavas es el único tema de este coto, hijín, así que aliviánate y gózalo. La chava principal, una muy expresiva Nancy Cravioto, irá mudándose de atuendo a lo largo de las abundantes peripecias del relato, desde el severo uniforme escolar hasta la guatemalteca sacola amarilla con camisa blanca, pasando por el suéter de terciopelo con jeans y tenis, y eso corresponde a evidentes mutaciones interiores, ¿vez? En rigor, la película misma muda de sentido y jolgorio al nivel de cada secuencia, de cada trozo musical / musicalizado, dentro de un desarrollo imitante, un desarrollo claramente situado en tres planos estructurales bien definidos. De hecho, la obra más exitosa en los anales del Super 8 mexicano (año y medio de funciones finisemanales en un ex profeso Foro Tlalpan convertido en catedral superochera) y la tardía culminación del indoblegable cineasta marginal García (La provocación, 1976; La venida del Papa, 1979; Una larga experiencia, 1982) suministra en realidad a su joven clientela, inadvertidamente o no, tres películas en una. La primera es el recuento de las vicisitudes de las cuatro chavas protagónicas; la segunda es una antológica rola fílmica del rock nacional, con varias partes en vivo y más coherente que el miserabilista y precozmente senil ¿Cómo ves? (Leduc, 1985), y la tercera es un documental fantástico sobre el df en los ochentas. Tres tokes distintos y un solo aliviane verdadero, como sigue.

En el trazo de las cuatro anónimas y lunares protagonistas femeninas, cuyos diálogos debe y puede imaginarse el público juvenil, ipso facto identificado con ellas, predomina un deseo de anarquía profuso, confuso y difuso. Cansadas de que les acaricie impunemente la barbilla un lascivo director de coro religioso (el exsuperochero David Celestinos), dos de ellas, la vivaracha Nancy Cravioto y una tierna Sibila de Villa con trencitas, se han fugado por la noche de un internado, han despertado por la mañana acurrucadas bajo periódicos como cobijas en Chapultepec, se han desplazado por la megalópolis pidiendo aventones en la vía pública y se han despojado de sus oprimentes uniformes tras lavarse las caras en una fuente del Parque México.

La tercera chava huida será Lupita Miranda, una linda hija de familia superfresa que, harta de la rutinaria incomunicación con sus padres rutinarios hasta en las comidas y de que le repriman sus daydreams con los Rolling Stones (inducidos por un walkman salvavidas), amplifica su pequeña rebeldía nocturna, toma su burrito de juguete, atasca de ropa un maletín de mano, sale de casa en puntillas, mientras sus progenitores se pasman viendo la tele, y amanece encogida en el kiosko morisco de Santa María la Ribera. Ya en libertad, orgullosa en una sudadera lila, no tarda en ser perseguida por un ratero con puñal, sufre hambre, se roba un pan de muerto y, de nuevo, se torna objeto de una corretiza.

Acaso también prófuga, pero sería de un convento, la cuarta heroína será una anteojuda y autoirrisoria Gabriela Antinca, quien se vale del hábito de monja que siempre lleva puesto para llevarse descaradamente de Liverpool Perisur lustrosas prendas íntimas sin pagarlas, hace subversivas / gratuitas pintas callejeras con espray sin ser molestada, y salva a Lupita en su corretiza, subiéndola a su vocho madreado en un salvamento de último minuto. Juntas, levantan en la calle a las excolegialas Nancy y Sibila, que infructuosamente pedían aventón, y todas terminarán, felizazas y revueltas, en el cuarto de azotea de la monja impostora (?), sin importarles haber sido fichadas por la policía urbana y estar siendo buscadas por dos que tres perjudiciales: fin del primer acto.

En el segundo acto, la inofensiva pero desmadrosa Banda de las Cuatro ya está integrada, vaga por la ciudad con alguna guitarra repleta de adornos, se defiende por instinto del habitual hostigamiento erótico a las mujeres, participa en tocadas callejeras y escapa con buena fortuna de apañones, aunque padece el desahucio del cuarto de servicio y el robo del vocho a Gabriela con todas sus pertenencias adentro. Ahora las cuatro recorren la urbe en patines, se instalan en una abandonada mansión pedregalense que acondicionan a su excéntrico gusto (colguijes en las paredes, pósters de Janis y la Venus de Botticelli al mismo nivel), hacen pantomina pública con la cara blanqueada, forjan en el reposo algún toquecín, roban fruta en los mercados o latería en las bodegas de Aurrerá y fatídicamente caen por fin en un par de emboscadas policiacas. Tres de las chavas son apañadas y se quedan un buen rato en prisión; sólo la sagaz Nancy logra llegar a su opulento refugio clandestino: fin del segundo acto.

En el tercer acto, la sobresaltada Nancy ya no soporta la angustia de la soledad ni la impotencia al imaginar a sus amigas de seguro sujetas a bárbaras torturas: ahogadas en baldes de agua, asfixiadas con peñafieles, colgadas sobre tambos de mierda. En su triturada sensibilidad se entremezclan las penalidades de los sismos del 85 con su derrumbe íntimo. Entonces intentará suicidarse de varias ineficaces maneras: retacándose de pastas con tequila, ahorcándose en las tuberías de la azotea y lanzándose al vacío desde la cima de un edificio de apartamentos, pero en cada caso salvará milagrosamente la vida. Adoptada por una pareja de roqueros (Roberto Ponce y Nina Galindo), se irá recuperando poco a poco, hasta aprender a compartir con sus benefactores una gregaria existencia buena onda en el edénico vecindario roquero que los cobija: fin del tercer acto y todavía faltan los dos epílogos.

En el primer epílogo, “Y esa noche”, las tres encarceladas logran escapar de sus celdas, pues ya lo agarraron de costumbrita. En el segundo epílogo, “Y luego entonces”, sin ponerse de acuerdo, las cuatro chavas coincidirán en el mismo reventón nocturno al aire libre y, de nuevo reunidas, se irán abrazadas en medio de la calle, despreocupadas y contentas, pues ya los tiras sabuesos han sido exterminados en un fallido ataque a la vecindad y ya han estallado suficientes juegos pirotécnicos.

Hasta desembocar en esa conclusión desenfadada, mediante leves o toscas alusiones constantes se ha sostenido el clima vagamente anarquizante y enfáticamente persecutorio que se anunciaba desde el arranque. El liberacionismo femenimo más abrupto, aunque el más inexplicablemente sentido, encontrará en ese clima la expresión de su dificultad de ser popular. La mentalidad juvenil más elemental se creerá, por modestos pesitos y durante una hora cincuenta, dentro de un exclusivo gueto ad hoc, en poder de la denuncia lúdica contra el sistema represivo, en abstracto, y conjurando, por ansiada transferencia, los fantasmas de su propia solemnidad y moralismo social. Un toke de roc es el espejo de una paranoia anhelada. Después de hacer estallar, con simplismo inocente, la institución y sus núcleos cerrados (la familia, la educación formal, la religiosidad codificada), todo se permea con la misma paranoia y divaga a través de ella. Deliberada o no, la respuesta comercial a las fugas de Un toke de roc será Escápate conmigo (Cardona hijo, 1988) con Lucerito.

El aliviane roquero contra los dinosaurios del Super 8. El realizador-instructor fílmico García, quien habría de enterrar “oficialmente” al movimiento superochero el 13 de octubre de 1989 mediante una exposición-performance-réquiem en su Foro Tlalpan (donde exhibió sus dos póstumas peliculitas en ese formato: la fantasía enanizada Betty Rock y el retrato-concierto Alejandro Lora, 20 años después), ha sido lo suficientemente hábil para romper con un espíritu puerilmente juguetón cualquier tragedia o sermón social en Un toke de roc. Incluso deja en arenas movedizas, entre sueño y realidad, las escenas de tortura. “Tengo que vagar y vagar y vagar / no tengo conciencia ni tengo edad” (El Tri). La intolerancia, la prohibición directa, la estigmatización y la marginalidad del fenómeno roquero en México, durante más de dos décadas, se deslizan en un film abierto y optimista, como un sentimiento informulado y subterráneo, vendido y diseminado, más allá de lamentaciones estériles (“Y las tocadas de rock / ya nos las quieren quitar”).

En su segunda estructura alivianada, el film se asume como el único auténtico monólogo interior del rock. Para que la cuña transpuesta apriete debe ser del mismo palo visceral. Para que el menospreciado rock mexicano pueda funcionar como intencionalidad significativa, incorporarse como experiencia cotidiana e incluso revelarse como forma de vida, alrededor de veinte canciones de los grupos e intérpretes más conspicuos deben escalonarse al sencillo relato. Ellos y ellas lo interpretan, lo densifican, lo trascienden y lo idealizan; le conceden trasfondo emocional, le ofrecen referentes y resonancias reconocibles, le inventan una ideología momentánea, le sirven de fresca exégesis. Lejanamente transculturado, el fenómeno del rock convoca su lumpenizada mitología mexicana y se proletariza a la vista, sale a la calle y se airea, a medida que nuestras cuatro chavas clasemedieras avanzan en su indagación de los círculos suburbanos y marginales, como si se tratara de las esferas celestiales del Empíreo.

Mamá odiosa (Tina French) manda a Lupita a comprar La Jornada por mero “Abuso de autoridad”, del viejo Three Souls in My Mind. La falsa monja transa prendas en Perisur para vestir su “Corazón de silicón”, de Jaime López. La flauta transversa de “La salamandra”, de los Chac Mool, dicta el sigilo durante el escape del suntuoso internado. Las hormigueantes luces de la ciudad y Marisa de Lille cantando en la intemperie rojiza un premonitorio “Rock del vago”, de Jaime López, acogen en su seno a las irreversibles fugitivas. La indefensa Lupita es atracada en el kiosko por una de las “Ratas” que inspiraban por doquiera a Rockdrigo González. Las agresivas notas del mismo Rockdrigo revertirán también en contra de nuestras amiguitas, cuyos cuates están siendo apañados por enchamarrados de cuero al son de “Metro Balderas”, y ellas mismas serán luego expulsadas de su azotea o sufrirán el despojo del vochito de Gabriela como si eso fuera un “Asalto chido”, en espera de que le den una machista nalgada a la modosita Sibila en cierto paso a desnivel porque “Oh yo no sé” (“¿Por qué no te alivianas / por qué no me las prestas?”), al fin que, enseguida, la “Mente roquera” del Tri les insuflará energías a todas, para hacer pantomima en la zona y robar fruta en el mercado.

Pero pronto, Nancy se salvará sola, seguida por el “Bulldog Blues”, de Cecilia Toussaint; soñará torturas ajenas, entre las estridencias sideradas de las “Sombras de la noche”, del desaparecido grupo Chac Mool, que llevan directo al sismo, cuyos escombros poseen el aliento monstruoso de una rulfiana “Comala”, de Jaime Reyes. En el límite de la desesperación, la chava ingerirá pastillas suicidas, para indagar “Dónde estás” de Marisa; acometerá su propio ahorcamiento, suponiendo que “No soy igual”, también de Marisa, y se tirará de un último piso cuando ya “La escena me traspasa” de Memo Briseño (“Me está valiendo madre el corazón”).

Sin saber quién será ahora, una locochona, aeromoza, costurera o prosti de la zona, Nancy se recupera alentada por la “Balada del df” de Trolebús, es seguida por cierto auto de judas donde va más de un “Ratero con credencial”, del Tri, y se aleja abrazadota con sus amigazas, tan desentendidas como ese “Déjalo sangrar” del mismo Tri, que las sublima. A la manera del venezolano Chalbaud (El pez que fuma, 1977), la música popular funge como el más cálido y épico de los monólogos interiores de un film. El aliviane roquero le ha torcido el cuello a los cisnes antediluvianos y a los dinosaurios del Super 8. En última instancia, Un toke de roc no es más mamila que otras fantasías roqueras con mayor prestigio, producción e internacionalismo, tipo Zazie, el desolado azote caleidoscópico post-punk del virtuosístico cineasta japonés Go Riju (1989), o Roadkill, la rock’n road rnovie del valemadrista cineasta canadiense Bruce McDonald (1989). El embrionario superochazo mexicano se defiende, y por todos los rincones urbanos resuena el anti-autoritario monólogo del rock nacional, con la terca vitalidad de un vocerío inconforme y orgullosamente lumpenizado.

El tercer toke de estructura le llegará a nuestro alivianado film desde el fantástico escenario inmediato. Ciudad habitada e inhabitable, ciudad macho y hembra, urbe rechazante y posesiva, paisaje cambiante. Sinfonía de una gran ciudad en patines, galvanizada, con carteles del grupo Kerigma en las ventanas, páramo de antenas y chones en los tendederos, bombardeo posgodardiano de letreros publicitarios. Los entusiastas radioescuchas de Estéreo Joven del IMER y los humildes lectores de las revista Conecte y Banda Rockera se sumergen sin resistencia, a sus anchas, en las transitables imágenes-ámbito de Un toke de roc, con materiales fílmicos recabados durante cerca de diez años.

Tragafuegos, banderitas septembrinas, manifestaciones zapatistas, pendón de usa en llamas, ocaso incendiado, vecindades mugrosas o transfiguradas por la mirada documental, fotos de Alarma, restos del Hospital General y del Cinema 2 tras el movimiento telúrico del 85, pronto sustituidos por la Chiquitibún y el Pique del Futbol México 86. Participación en pintas sacras (“El roc ha muerto-Viva el roc” / “Cuidado con la neurosis del poder” / “El sueño ha terminado” / “Ya no somos...”), e irrupción de pintas alevosas (“El pri: 50 años de libertad y paz social”). El internado tiene la aztecoide fisonomía del Mueso de la Ciudad y los pasos a desnivel aparecen como leitmotiv hasta en montaje alternado. Una ciudad variopinta y amenazante, sustancialmente envilecida, pero aún gozable como escenografía fantasmagórica a la luz del día.

Sin embargo, el aliviane roquero estaría baldío sin un toke de humor pop, numerosos detalles de humor pop a diestra y siniestra, a cada paso. El corazón juvenil azteca se torna relleno de taco cual reminiscencia de La fórmula secreta (Gámez, 1965). Aparte del profe músico libidinosillo y los padres burocratizados con baños individuales, las caricaturas de los adultos son implacables. El godinitos Jorge Ortiz de Pinedo se perturba al darle aventón a la libertaria Nancy. Un canoso Felio Ellel se derrite en zalamerías de tinterillo durante el desahucio. El briago Xavier Girón quiere meterle mano a la rorra sin soltar su pollo rostizado con tecate. Y el judicial Raúl Ruiz resultará ahorcado con un patín durante la carga final, a ritmo de “Marcha de Zacatecas”.

Pero, ante todo, Campanita y Peter Pan incitan a las chavas a apoderarse de la mansión abandonada. Unas formidables marionetas roqueras celebran desde un templete la apoteósica reunión de las prófugas en el reve. Y la mismísima Mujer Maravilla (Edna Aguilar), con capa y diadema, payasito escotado y canción-tema de Botellita de Jerez (“Charrocanrol”), rescata a un raterillo greñudo por las calles céntricas, para bailotear con él en cien indumentarias distintas, y cacha en su caída suicida a la infeliz Nancy, para depositarla cual bebita en un moisés, rumbo a su nuevo hogar permisivo, antes de ponerse a exterminar judiciales a flechazos en el rollo final.

Aquí el único superhéroe admisible será el humor pop, puro y remolón, autosuficiente.

La disolvencia del cine mexicano

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