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1. Un orden mundial en crisis
ОглавлениеJorge Heine
Al cierre del trágico año 2020, una larga negociación entre China y la Unión Europea (UE) llegaba a su fin. Después de siete años de arduas reuniones acerca de un tratado de protección de inversiones entre la segunda mayor economía del mundo y el mayor mercado, el proceso culminaba. El acuerdo revestía especial importancia para Alemania, presidente pro tempore de la Unión Europea, y cuya exministra de Defensa, Ursula von der Leyen, preside la Comisión Europea. La canciller de Alemania, Ángela Merkel, no se presentaría a la reelección en las elecciones generales en 2021, así que este tratado adquiría especial significado para ella. La industria alemana, particularmente su sector automotriz, depende fuertemente del mercado chino, país en el cual todas las marcas alemanas –Volkswagen, Porsche, BMW, Audi y Mercedes-Benz– están representadas y producen automóviles en gran escala. Mercedes-Benz vende más vehículos en China que en Alemania, tal como General Motors vende más en China que en Estados Unidos. Con treinta millones de automóviles fabricados al año, China es no solo el mayor mercado automotriz, sino también el mayor productor.
Para el presidente Xi Jinping el tratado era clave, e instruyó a los negociadores chinos que hicieran lo necesario para llegar a acuerdo, incluyendo concesiones en temas álgidos como transferencias de tecnología. Había solo un problema. A ese acuerdo se llegaba en medio de la transición del gobierno del presidente Trump al del recién electo Joe Biden, y en los Estados Unidos este acuerdo entre la UE y China no era bien visto (Ewing y Myers 2020). Dado el diferendo entre Washington y Beijing, y su escalamiento desde lo comercial a lo tecnológico y lo diplomático, el acuerdo transmitía la señal equivocada. El mismo se sumaría a la firma del Regional Comprehensive Economic Partnership (RCEP), el mayor acuerdo comercial del planeta, el 15 de noviembre de 2020, entre China y catorce otros países de Asia y Australasia, así como al anuncio del presidente Xi en la cumbre virtual de APEC en Kuala Lumpur ese mismo mes, del renovado interés de China por ingresar al Acuerdo Transpacífico Comprehensivo y Progresista (CPTPP en la sigla en inglés) (Albertoni y Heine 2020). China aparecía copando la banca en materia de acuerdos comerciales y de inversión, en contraste con unos Estados Unidos cada vez más proteccionistas y aislacionistas.
En esos momentos, el gobierno del presidente Trump no estaba en condiciones de ejercer influencia en Europa, tanto así que una anunciada visita del secretario de Estado Mike Pompeo a Bruselas en el mes de enero de 2021 debió ser cancelada porque el canciller de Luxemburgo señaló que no lo recibiría (Hudson 2021).
Sin embargo, se podría haber pensado que la opinión del presidente entrante, Joe Biden, sí haría una diferencia. Biden es un viejo amigo de la Unión Europea, con una amistad cementada en sus numerosos años presidiendo la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado de los Estados Unidos y en su constante participación en la Conferencia de Seguridad de Múnich, en la cual volvería a participar, ya como presidente, en febrero de 2021. Biden también había señalado que el mejorar la relación con los aliados de los Estados Unidos, particularmente con la OTAN, era una prioridad. Y aunque la ley no permite a las autoridades de un gobierno entrante negociar por anticipado con gobiernos extranjeros, su opinión contraria a la firma del tratado fue trasmitida en forma privada, y su futuro asesor nacional de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, tuiteó al respecto.
Nada de ello fue suficiente, y la Unión Europea, con el decidido liderazgo alemán, dio el vamos al acuerdo con China. Pocas instancias reflejan mejor los cambios que se han dado en la arquitectura del orden internacional que este desencuentro entre Bruselas y Washington en torno a un tema tan central y emblemático como las relaciones con China. En algo muy sensible para el gobierno entrante de los EE. UU., la UE, liderada por el principal país miembro, se fue por su cuenta. Durante el gobierno de Trump el mensaje fue fuerte y claro. Estados Unidos no cree en la Unión Europea, no está convencido que la OTAN sea necesaria, ni que la alianza transatlántica tenga razón de ser. Es más, el gobierno de los Estados Unidos alentó al Reino Unido a abandonar la Unión Europea, prometiendo a cambio algún tipo de acuerdo comercial con los Estados Unidos. Y si bien no había razón para dudar del nuevo enfoque hacia Europa anunciado por la nueva administración, tampoco es obvio que este vaya a durar (Crowley y Erlanger 2021). En cuatro años más, con la vuelta de un nuevo gobierno republicano, ya sea liderado por Trump o por otro líder, se podría volver a fojas cero. En esas condiciones, ¿valdría la pena echar por la borda siete años de negociaciones sobre algo tan importante para el futuro económico de la UE, solo para acomodar un cambio de gobierno en Washington? En la alianza transatlántica se ha roto la confianza mutua, algo no fácil de recomponer.
Dicho esto, también es obvio que la propia China no ha sabido calibrar ello adecuadamente, ni cómo gestionar esas diferencias. Al sobrerreaccionar a sanciones impuestas por la UE a algunos funcionarios chinos por violaciones a los derechos humanos en Sinkiang, e imponer sus propias sanciones a integrantes del Parlamento Europeo, académicos y centros de estudio europeos, China terminó sepultando el tratado de inversiones China-UE. A poco andar, el Parlamento Europeo anunció que no lo ratificaría.
El punto fundamental, sin embargo, es que para aquellos que pensaron que la elección de Donald Trump era solo una anomalía temporal, esto sería la mejor demostración de lo equivocado que estaban. El año 2016, el del referéndum sobre el Brexit en el Reino Unido, y de la elección de Trump en Estados Unidos, sería un punto de inflexión (Heine 2020a). Aun después de cambios de gobierno y nuevas elecciones en ambos países, el mundo continúa por el rumbo trazado desde entonces, el de un cada vez mayor retraimiento de las potencias angloparlantes, que otrora lideraron el mundo, ahora volcadas cada una hacia adentro, absortas en sus propios problemas. Por otra parte, a su vez, surge un mundo nuevo,liderado por potencias emergentes, que plantean alternativas diferentes a las del orden internacional liberal que rigió al mundo por siete décadas, con planteamientos que abren otras posibilidades a los países del Sur Global (Stuenkel 2016).