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A manera de introducción.

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La historia no es solamente la ciencia que estudia los sucesos del pasado. Sino más bien una infinita colección de eventos atados al carro alado de Clío, su musa mitológica que, enhebrados, constituyen el devenir de los tiempos. Que podrían arrancar con los relatos escritos de Heródoto (484-425 a.c), en la “Verídica descripción” de Ulrico Schmidl (1510-1580), con Voltaire (1694-1778) , o con Jules Michelet (1798-1874). Cada uno se preocupó por dejar escritas sus experiencias personales o ajenas, para analizar la realidad de entonces en función del tiempo y del espacio.

Cuando el cronista alemán Schmidl escribe: “(...) Aconteció en la misma noche por parte de otros españoles que ellos han hurtado los muslos y unos pedazos de carne del cuerpo y los han llevado a su alojamiento y comido. También ha ocurrido que un español se ha comido a su propio hermano que estaba muerto. Esto ha sucedido en el año 1535 en nuestro día de Corpus Christi en la sobredicha ciudad de Buenos Aires”, consagra el valioso precedente de las penurias a que fueron sometidos aquellos conquistadores que con la cruz en la mano y la espada en la otra incorporaron estas tierras irredentas al dominio de la corona de España. Ulrico escribe así la historia de los primeros colonizadores, en los territorios de Argentina y Paraguay. Pero lo hace desde su propia cosmovisión, comentando los hechos cotidianos a través del filtro de su bagaje moral y hasta sexual: “(…) Las mujeres son grandes amantes, según mi parecer (...) Nuestro capitán hacia la media noche había perdido sus tres mozas. Tal él no pudo haber contentado en la misma noche a las tres juntas, pues él era un hombre viejo de 60 años; si le hubiere dejado a esas mocitas entre nosotros los peones, ellas tal vez no se hubieren escapado” (“Viaje al Río de la Plata”. (1534-1554) Ulrico Schmidl.)

La crítica literaria actual considera la obra de Schmidl como un mero “relato de viajes” antes que la enunciación concreta de una historia cronológicamente documentada. De todas maneras, sus aventuras junto a Pedro de Mendoza, los horrores de la primera fundación de Buenos Aires, sus recorridos por lo que él denomina el “Paraíso de las selvas del Paraguay y el Chaco”, navegando el río Paraná, es sin dudas la primera versión de la historia, que tiene el valor de ser contada en primera persona.

En función de ese ejemplo tan añejo, para ser “historiador” o más humildemente, para escribir sobre historia, y no ser criticado se requiere, entre otras cosas, de la tenacidad y compromiso de Fermín Chávez, de la rigurosidad de Félix Luna o de José María Rosa, de la sapiencia de Felipe Pigna, de la capacidad de análisis de José Pablo Feinmann, y de la cordura de Pacho O’ Donnell, tal vez mucho para concentrar todo eso en una misma humanidad.

Es por eso que advierto a mis lectores, como lo hice en mi obra anterior, “Historias cortas de poder, de amor y de tragedia” (Editorial Servicop), que no me considero un historiador clásico, ni mucho menos, sino apenas un buceador del pasado que si algún mérito tiene es el de intentar hilvanar pacientemente relatos y epílogos, para buscar y a veces encontrar la relación que siempre aparece entre causa y efecto, consagrando aquello de que “los hechos son sagrados, pero la interpretación es libre”.

En “Historias cortas de magnicidios y de sangre” el lector asistirá a un increíble carrusel de asesinatos espantosos, que tienen como víctimas a personalidades que detentaron la autoridad política, o el sagrado Óleo de Samuel, en una América del Sur cuya impronta también se forjó, en tales casos, a fuerza de balazos, de ponzoñas, y de bombas, siempre en medio de intrigas palaciegas mediante las cuales no se disputaba otra cosa que no sea el poder, en todas y cada una de sus acepciones posibles.

Y curiosamente, detrás de cada muerte, de cada complot, de cada conspiración, casi siempre aparece la influencia de la “gran potencia inmaculada” del norte y sus esbirros locales, con o sin sotana, con o sin uniforme, y los medios de comunicación adictos, claro. Los personajes que aparecen en este libro en su casi totalidad han vivido y han muerto en el siglo XX, cuando los medios gráficos, radiales y hasta televisivos pudieron registrar, documentar y consolidar para los tiempos venideros todo ese enorme material que pudimos estudiar, comprender e interpretar, para poder sorprender al lector con acontecimientos que de no haber ocurrido bien podrían inspirar y hasta superar la imaginación creativa de cualquier novelista de fuste.

El idioma castellano tiene cosas curiosas, al designar con nombres genéricos a situaciones diversas. Magnicidio, por ejemplo, se define como el “asesinato de una persona importante en política por su cargo o poder.” El “regicidio”, a su vez, es “el homicidio de un monarca, su consorte, o su príncipe heredero”. Es decir que independientemente del tipo de persona que cae bajo las balas, hay un vocablo que los ampara por igual. Y ello resulta por lo menos injusto. Mahatma Gandhi o Martin Luther King murieron por disparos y también así se fueron de este mundo el general Pedro Eugenio Aramburu y Anastacio Somoza Debayle. Pero mientras los primeros fueron héroes fundamentales, referentes mundiales de la paz y la no violencia, los otros dos generales que aparecen en los últimos capítulos derramaron sangre ajena antes de sus definitivas partidas al reino del Señor, si es que llegaron hasta allí.

Si usted decide leer esta obra, cuando se adentre en su lectura, abrirá una suerte de Caja de Pandora que no soltará por cierto los males del mundo, pero que sí lo va a introducir en una asombrosa saga de muerte y de sangre, que involucra a magnicidios cobardes y casi todos impunes, que torcieron caprichosamente el destino de muchos pueblos que fueron despojados de esa manera de sus mejores mesías y referentes.

Historias cortas de magnicidios y de sangre

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