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DAVID CAGE: EL HOMBRE, EL SÍMBOLO

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Muchos videojuegos no tienen absolutamente nada que decir. Están vacíos. Solo están aquí para que pases un buen rato, te diviertas, tengas tu chute de adrenalina, y eso está bien, mola, le gusta a mucha gente. Y no tengo nada en contra de eso, pero es un juguete. Es solo un juguete: ¿Podemos crear videojuegos que tengan algo que decir? ¿Podemos tener juegos con significado, con una idea, que digan algo que resuene en tu interior?

David Cage, DICE 2013

DICE LA BIBLIA QUE, CUANDO MOISÉS ASCENDIÓ al monte Sinaí, su pueblo comenzó a dudar de que Dios realmente estuviese esperándole en la cima. Los días pasaban y no había señal alguna de Moisés, de si estaba vivo o si estaba ahí arriba hablando con nadie. El pueblo judío, inquieto y ansioso, empezó a hacerse preguntas: ¿era realmente Jehová quien había abierto las aguas del mar Rojo, quien les había guiado lejos del yugo egipcio? ¿Habían estado siguiendo a su auténtico profeta o era un loco que ahora mismo yacía muerto en lo alto de la montaña? Cuando finalmente Moisés bajó, tablas en mano, se encontró con que el pueblo elegido de Dios había elegido a otro dios: una bestia dorada a la que rendían pleitesía. Si eres jugador de videojuegos, y no digo gamer, que es un título cada vez más inútil, sino alguien que en cualquier medida disfruta de este medio (y el que hayas comprado este libro o siquiera lo estés hojeando la verdad es que ya me da una buena pista) lo más probable es que hayas sentido estas dudas. No religiosas, que también, sino respecto al medio: «¿Es legítimo? ¿No estoy perdiendo el tiempo? ¿Para qué sirve todo esto?».

Los videojuegos llevan años, no desde el principio, pero sí desde hace ya un tiempo, aspirando a convertirse en un Arte con mayúsculas. Si tienes relación con este medio, seguramente hayas escuchado alguno de estos chascarrillos, o quizá todos a la vez. Pequeños bocaditos de subestimación. Que si estás jugando a los matamarcianos, que si el «Comecocos», que en realidad se llama Pac Man, pero bueno, o si le estás dando a la maquinita, que todas se llaman «la Plei», y una miríada de equivalentes. Quizá hayas tenido mala suerte, seas masoquista o ambas y te hayas topado con aquel infame artículo de Roger Ebert. Es cansino, desmoralizador, y te quita las ganas de salir del sótano de la casa de tus padres para agarrar otra bolsa de Cheetos. Así no se puede.

Tonterías aparte, cada una de estas sandeces funciona como una minúscula gota de agua, que por separado no hacen nada y son la opinión de alguien que no sabe de qué esta hablando, pero juntas, con el tiempo, lenta pero progresivamente, empieza a minarte. Quizá, si tanta gente dice lo mismo, es que algo de razón tienen, ¿verdad? Será que los videojuegos son para niños. Eso de que solo encontrase niños para echarme unas partidas a Pokémon, ahora que lo pienso, era una señal muy clara, una del tamaño de un faro. Pero te gustan los videojuegos porque tienen algo especial, ese je ne sais qoi. Quizá sea que vives esas historias, que te permiten evadirte durante unas horas de tu trabajo, el instituto o porque tienes dos dedos de frente y prefieres jugar a Hearthstone (Blizzard, 2014) antes que ver The Big Bang Theory. Puede que disfrutes con esos mundos de fantasía o que te gusta ponerte a prueba y superar un gran desafío, pero hay algo ahí, y durante mucho tiempo la sociedad parece haberse negado a verlo. Así que te desesperas y buscas algo a lo que agarrarte, aunque sea un clavo ardiente. Lo que sea, siempre y cuando puedas señalarlo y gritar «¿Veis? ¡Los videojuegos son arte!». Ídolos falsos que creamos para adorar hasta que alguien, Dios, Jehová, nuestro Moisés, pero quien sea, que alguien venga y nos diga que ya está. Que hemos llegado y los videojuegos, al fin, son arte y no hace falta seguir buscando. El Ciudadano Kane de los videojuegos, esa entelequia.

Esa chorrada.

Si eres un seguidor del medio, es posible que te estés revolviendo en tu asiento, primero porque te estoy llamando obeso asocial y segundo porque lo que describo no es tan grave hoy como lo era hace unos años. No te preocupes, que yo soy un obeso mórbido, y sobre la segunda parte, eso ya lo cubriré, aunque más adelante. Ahora mismo estamos hablando de contexto, de un síndrome de inferioridad que lleva plagando este medio desde hace ya un tiempo. Creo que es una fase por la que pasamos todos, que los videojuegos son poco más que una etapa, algo inferior y en realidad nos estamos cerrando los ojos ante la verdad. Esta inferioridad adopta muchas formas y se extiende por muchas facetas de esta, nuestra querida industria, el mundillo del arte digital interactivo.

Una de las facetas más habituales que adoptan estos miedos es la del asco hacia la prensa de videojuegos. Es cierto que ha tenido sus malos momentos, meteduras de pata, y cada personaje que parece haber conseguido su titulación en una tómbola, y hablo a nivel global, pero también es verdad que ha ido madurando. A lo largo de los años ha enmendado ciertos errores y se ha abierto a nuevas formas de análisis, de escribir un artículo y contemplar el medio, pero aún así los hay que siguen viendo al periodista de videojuegos como poco más que una rata: «Los periodistas son una panda de corruptos y todos y cada uno de ellos están comprados por la industria para que hablen bien de sus juegos y los puntúen con notas altas». No voy a entrar en esto, que daría para otro libro, pero a pesar de que ciertos problemas perduren y la situación no esté como para tirar cohetes, ha habido cambios. Periodistas y medio, sujeto y objeto, todos hemos evolucionado. Es un cambio importante, tanto que, en comparación, la prensa de 2008 resulta, salvo escasas excepciones, obsoleta. En muy pocos años ha habido un avance significativo gracias a unos pocos nombres, pero las señales del progreso están ahí ¿Y significa eso que finalmente hemos llegado? ¿El videojuego es un arte y nadie me lo había dicho? No es perfecto, y esto es algo que cubriré a lo largo del libro, que para algo lo has pagado, querido lector, pero respondiendo a tu pregunta podrías decir que sí y los únicos que te lo negarían serían los mismos viejos y retrógrados que llevan diciéndolo de toda la vida. A esos no les vamos a convencer jamás, pero todas sus opiniones no pueden cambiar un simple hecho: ahora mismo estamos viviendo una edad de oro.

Aunque llevo hablando todo este rato y da la sensación de que me he ido por las ramas y este, en realidad, no era el tema ¿verdad? Este libro no es «la historia del videojuego» o «el videojuego en la sociedad» o «autopsia de la criatura conocida como gamer». Nada de eso: has visto un nombre propio en la portada y todavía no he mencionado ni a un tocayo. Menudo capullo que soy. Vaya un estafador. Pero pienso enmendar mis errores y demostrarte que puedo cambiar, porque estamos aquí para hablar de un hombre en concreto: David De Gruttola Cage, cofundador, director ejecutivo (CEO) y autor de la softografía, esto es conjunto de videojuegos, del estudio Quantic Dream, además de defensor a ultranza del videojuego como arte. Él, y junto a él muchos otros, yo mismo incluido en este heterogéneo grupo, ve el videojuego como potencial desperdiciado. No hay entrevista en que desaproveche la oportunidad de hablar de ello: el videojuego está obsesionado con pegar tiros, pegar a gente y conducir coches más deprisa que nadie.

Necesitamos decidir, como una industria, que la violencia y la sangre no son la única vía. Estamos en una industria en la que, si el protagonista no tiene un arma, los diseñadores no saben qué hacer. ¿Cómo puedo interactuar si no puedo disparar?1

Esta es una idea que comparten muchos desarrolladores, diseñadores, jugadores y periodistas, pero no forman parte del videojuego por mera casualidad. No está ahí ni se mantiene ahí por tradición. De acuerdo, la tradición juega un papel, pero hay más en juego: como es el caso en tantas otras artes, el videojuego no nació queriendo expresar un deseo o inquietud humana. Los hombres de la prehistoria no pintaban bisontes porque les pareciesen la cosa más cuca del mundo sino como parte de un rito: los pintaban para analizar y estudiar a su futura presa, o quizá como una forma de pedir a los dioses que les favorecieran en la caza. Antes de que llegaran los posmodernos y Gaudí, la arquitectura servía a un propósito de supervivencia: resguardarse del frío y las lluvias, protegerse y tener un lugar estable donde crecer. El cine, ese arte tan amado y digno que es hoy, empezó sus días en los vodeviles, donde te ponían al tren llegando a la estación y luego salían las vedettes a bailarte el cancán. Diré más: sus padres, los hermanos Lumière, no creían en el futuro del cine y pensaban que sería un entretenimiento pasajero, y míralo ahora.

Los orígenes del videojuego son evidentes: desde que Thomas T. Goldsmith y Estle Ray Mann hicieran un ping-pong con un radar en 1947, desde que Raph Baer puso Pong en el mercado en 1972, desde siempre, sean cuales sean los inicios, ha sido lo mismo: un juguete virtual. El proverbial matamarcianos y el famoso Comecocos, el Buscaminas, el Solitario que viene con Windows XP y los juegos de las recreativas. En sus inicios fue concebido como un producto destinado a los más jóvenes, y como buen juguete que era, no tenía otra intención que la de hacerte pasar un buen rato. Una distracción, un desafío, un polvo rápido. Salva a la princesa, asalta el castillo, gana, vence, supera, destruye, pero ya está. Al menos, era así en la inmensa mayoría de ejemplos, aunque había excepciones, y tampoco estoy sugiriendo con esto que los videojuegos de antes fuesen peores por no querer hacernos pensar. Echar una calada al aire y divertirse de vez en cuando es bueno y sano, pero durante mucho tiempo, y salvo muy pocas excepciones, ese fue el único discurso y lo único que podías hacer con un videojuego. No había otra forma de expresarse que a través de algún conflicto.

Y, como la Tierra Media o el imperio de la China Antigua, el videojuego se ha mantenido igual sin que importe el paso de los años. Otras artes, tarde o temprano, se emanciparían de sus orígenes, pero el videojuego no, y todavía hay muchos que defienden su rama tradicional a ultranza. Este grupo no se limita a los usuarios, jugadores, gamers, al público, vamos, sino que incluye a segmentos de la prensa y la industria. Hay muchas voces dentro de este vasto medio y cada una va en una dirección, y todavía hoy siguen resurgiendo ciertos debates sobre qué es el medio, qué debería ser y si ha de ser contemplado como un arte. Si me permitís dar mi opinión, que para algo soy yo el que está escribiendo este libro, me parece una soberana idiotez, pero con esto no pretendo llamar a nadie idiota. La tontería es perder el tiempo debatiendo sobre la naturaleza de algo tan extenso, y cada día más, como es el videojuego. Hay espacio para todo el mundo y la existencia de Islands: Non-Places no va a matar a Overwatch, pero aún así las peleas siguen, y en ocasiones aquí un servidor se ha visto involucrado, así que tampoco voy a decir que tenga las manos limpias.

Estamos en un momento en la industria en el que podemos parar de hacer el atraco al tren o el atraco al banco. Podemos ir hacia algo más sutil. Creo que deberíamos crear nuestra propia Metrópolis o nuestro Ciudadano Kane.2

Esta cita de David Cage resume bien la situación en la que nos encontramos ahora mismo, pero en ella también aparece un concepto que me quiero quitar de encima antes de empezar con el libro per se. Hablo del Ciudadano Kane del videojuego, algo que la industria parece llevar esperando desde el inicio de los tiempos. Es nuestro Moisés bajando del Monte Sinaí, la señal de que podemos demoler los ídolos a mazazos porque el videojuego es, oficialmente, un ArteTM. También me parece una de las mayores idioteces y una de las ideas más nocivas que podemos tener en lo que se refiere al progreso de nuestro medio. La leyenda dice que el Ciudadano Kane del videojuego descenderá de los cielos montado en un carro tirado por unicornios y que, con su llegada, el público aceptará por fin, tras todos estos años, la legitimidad de este medio. No habrá necesidad de más peleas y las inseguridades desaparecerán, pero como digo, me parece una idea estúpida. En mi opinión, me parece realmente difícil que la percepción de todo un medio pueda cambiar gracias a una única obra que llegue de ninguna parte. Si el resto de videojuegos siguen haciendo el paria, seguirá siendo un arte sin legitimar. La idea del Ciudadano Kane de los videojuegos niega todo el progreso que hemos estado haciendo hasta ahora y niega las obras maestras que ya tenemos a nuestro alcance, y además da por sentado que ocurrirá de pronto, que saldrá el videojuego y lo sabremos, porque él es el hijo de Dios.

Ya.

En lugar de buscar un Ciudadano Kane, deberíamos dejarnos de tonterías y luchar porque el medio en general sea merecedor de una obra de semejante categoría. Ya ha habido varios videojuegos que han ayudado a configurarlo tal y como es ahora, y en lo que se refiere a normalizarlo, podemos darle las gracias a la Wii, a Farmville y a los Angry Birds ¿Son esos el Ciudadano Kane? Me lo imaginaba.

Pero estábamos hablando de David Cage. Aquí tenemos a un hombre con muy buenas intenciones, pero a pesar de su buena voluntad, lo cierto es que si él es un artista se debe a que su obra intenta decir algo, no a que lo diga bien. Viéndolo con perspectiva, Quantic Dream escogió el momento ideal para nacer y darse a conocer al mundo: la edad en que el videojuego empezaba a aspirar a más. No digo que hasta entonces hubiera estado callado, repito que había excepciones y autores que pretendían enviar un mensaje casi desde sus albores, pero cuando Omikron: The Nomad Soul (1999) vio la luz, empezaba a quedar claro que el entretenimiento era solo el primer paso. Metal Gear Solid (Konami, 1998), Shenmue (Sega, 1999) o Final Fantasy VII (Square, 1997) ocurrieron en las inmediaciones a este nacimiento, nuestro particular «Día D» y su hora cero. Fue gracias a eso que, más adelante, entraría en el radar de una prensa hambrienta por obras distintas y protagonizaría discusiones sobre el potencial y futuro del medio, además de preparar el terreno para lo que vendría después. No negaré, en este sentido, que los de Quantic Dream fuesen pioneros en ciertas formas del videojuego. Es un estudio que ha contribuido al progreso del medio y sus méritos no son pocos. Cuando hablo del momento adecuado en el lugar adecuado me refiero a que la situación ha cambiado. El subidón inicial ha desaparecido y ahora muchos nos damos cuenta de que, quizá, todo ese aprecio y amor surgiera más de la desesperación que de la auténtica calidad, y cuando hablábamos sobre obras maestras y escenas increíbles lo hacíamos porque no teníamos nada más a lo que agarrarnos. Era ese clavo ardiente. El ídolo de oro.

¿Significa esto que David Cage es un farsante? No. Él no es responsable de nuestras ideas y dudo que tuviera a un arúspice revolviendo las entrañas de algún pez mientras le decía que este era el momento adecuado para lanzarse a desarrollar videojuegos. Tenía una pasión y la siguió, y eso es algo que merece nuestro respeto. Todavía sigue defendiendo el medio a capa y espada y hablando sobre cómo puede ser mucho más, que aún estamos raspando la superficie, y eso también merece respeto. Pero tengo la impresión de que David Cage no podría sobrevivir en otro medio que no fuese el videojuego, porque solo aquí el esfuerzo se puede acabar apreciando como un resultado. Y una vez más, yo tengo las manos manchadas de sangre; en ningún momento quiero dar por sentado que estoy por encima de nada, ni tampoco quiero escribir este libro para atacar a la figura de David Cage. Tengo mi estilo, que tira hacia lo vulgar y lo llamémoslo «cómico», pero ya está. Aún así, estoy lanzando acusaciones sin argumentarme, así que antes de seguir considero que es importante hacer un repaso, aunque sea grosso modo, de la obra de Quantic Dream. Por si no quedaba claro ya, este libro va a revelar puntos importantes de todos los videojuegos de este estudio. En otras palabras: vienen spoilers.

El videojuego a través de David Cage

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